31 de julio.

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Homilía para el domingo XVIII durante el año C.

 En el dinero está el poder, e incluso el dinero es poder. Y el poder fácilmente crea divisiones. En efecto, la riqueza es una fuente de las jerarquías sociales y la discriminación, porque el que tiene más se sitúa por encima del que tiene menos. Obviamente, el que tiene dinero puede utilizarlo para ayudar a los demás, pero si alguien se convierte en un “hombre del dinero”, se queda terriblemente solo, esclavo, alienado. El dinero se convierte en su prisión.

No es raro, por desgracia, que el reparto de una herencia – ya sea grande o pequeña – provoque división en una familia. El hombre que viene a Jesús al comienzo del Evangelio de hoy, pidió que intervenga ante su hermano. “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia“. Pero Jesús no aceptó ejercer ese poder. Más bien le da una lección moral y lo hace en forma de parábola.

 El personaje principal de esta parábola parece existir sólo para sí mismo. Habla como si fuera la única persona en la tierra. Todo, en su breve declaración, está en primera persona: “¿Qué haré? No tengo dónde guardar mi cosecha.” Y se dijo: “Ya sé lo que voy a hacer. Derribaré mis graneros y levantaré otros más grandes, para guardar en ellos toda mi cosecha y todo lo que tengo. Luego me diré: Amigo, tienes muchas cosas guardadas para muchos años; descansa, come, bebe, goza de la vida”. Habla como si no hubiera recibido nada de sus padres como si no se hubiera hecho rico gracias al trabajo de sus siervos. Él es un hombre terriblemente solo.

Está solo, incluso en el uso de sus recursos. Su única preocupación es acumular más y más. Ni siquiera se le ocurrió la idea de que los pobres y hambrientos pueden tener necesidad, de una pequeña porción, de esta riqueza acumulada en sus graneros.

Su locura reside en su incapacidad para comprender que todas las personas son interdependientes. Esta locura ha llevado a la humanidad al borde del desastre, los países pobres siempre se convierten en países más pobres y los ricos se dedican cada vez más en el consumismo desenfrenado, aún en época de crisis. La misma división también aumenta en todos los países, incluso en los países pobres.

En cuanto a lo que nos concierne, seguramente no estamos en condiciones de acumular posesiones materiales o controlar imperios económicos. Pero todos tenemos alguna posesión. Probablemente no tendremos excesivas posesiones materiales, pero tenemos otros tipos de bienes, posesiones: nuestra fama, nuestra reputación, la imagen que tenemos de nosotros mismos y ofrecemos a los otros, la estima y el afecto de nuestras hermanas y nuestros hermanos. El mensaje de Jesús no es que todo esto es malo, sino que si nos aferramos demasiado a estas posesiones, nos volvemos locos, porque nos mantendrán separados de Dios, cuando lo que debería suceder, cuando son posesiones ordenadas, es que nos lleven a Dios y nos acerquen al prójimo.

 Si realmente estamos resucitados a una nueva vida, como dice san Pablo en la segunda lectura de hoy, entonces estamos en una situación en la que hemos rechazado todo lo que divide: todos los grupos raciales, religiosos, culturales. Nosotros no tenemos que preocuparnos por el futuro, dice Pablo, porque ya vivimos en los últimos tiempos. Ya que estamos resucitados en compañía de Cristo, no debemos pensar en cosas de mañana, sino en lo que existe hoy y que pertenece al Reino dónde está Cristo sentado a la diestra del Padre.

 San Basilio nos habla de la tentación de la prosperidad en relación con el Evangelio de este domingo, en definitiva la tentación es no ver al otro como hermano, si no vemos al otro como hermano, no podemos tener a Dios de verdad como Padre. Dice este santo Padre: «La tentación es de dos especies. A veces las adversidades prueban el corazón como el oro en el horno, cuando a través de la paciencia se pone a la luz toda la bondad; a veces, y no pocas, la prosperidad de la vida tiene para algunos el puesto de la tentación. Es igualmente difícil, en efecto, conservar en la adversidad un ánimo noble y guardarse de un abuso en la prosperidad. De la primera tentación es modelo Job, aquél gran atleta que sosteniendo con ánimo indómito el ímpetu atronador del diablo, fue tanto más grande su resistencia a la tentación, cuanto más grandes e inexplicables fueron las pruebas a él infligidas por el enemigo. Ejemplo de la tentación que nace de la prosperidad es aquél rico que, teniendo ya muchas riquezas, soñaba todavía con más; pero el buen Dios al principio no lo condenó por su ingratitud, al contrario, lo favoreció con nuevas riquezas, en espera que su ánimo se vuelva de una vez a la generosidad y a la mansedumbre. Pero: “el campo del rico dio frutos abundantes y él andaba pensando: ¿Qué haré? No tengo dónde guardar mi cosecha.” Y se dijo: “Ya sé lo que voy a hacer. Derribaré mis graneros y levantaré otros más grandes”. (Lc 12, 16-18). ¿Por qué fue fértil el campo de aquél hombre, que no habría hecho nada de bueno con aquella riqueza? Ciertamente para que resplandezca más la indulgencia de Dios, cuya bondad se extiende también a estos, porque: “hace llover sobre justos e injustos y hace que el sol salga para buenos y malos” (Mt 4, 45). Pero esta bondad de Dios acrecienta la pena contra los malvados. Dios mandó la lluvia sobre la tierra cultivada con manos avaras, dio el sol para calentar las semillas y multiplicar los frutos. De Dios viene la tierra buena, el clima templado, la fecundidad de las semillas, la obra de los bueyes que son los medios de la riqueza de los campos. ¿Y cuál fue la reacción del hombre? Modos amargos, odio, tacañez en el dar. Esta era la respuesta a tanta magnificencia recibida. No se acordó de sus iguales, no pensó que lo superfluo debería haber sido distribuido a los indigentes, no hizo ningún caso del mandamiento: “No te canses de dar al necesitado” (Prov. 3, 27). y: “Parte tu pan con el ambriento” (Prov. 3, 3). No escuchaba la voz de los profetas, y sus graneros estallando por todas partes, pero su corazón avaro no estaba saciado. Agregando siempre nuevos productos a los viejos, terminó en esta enredada pobreza de mente, que la avaricia no le consentía de quitar lo que superaba y no tenía lugar dónde depositar la nueva riqueza. Por eso no encuentra una solución, y sin aliento: ¿Qué haré? Es infeliz por la fertilidad de sus campos, por lo que tiene, más infeliz por lo que espera. La tierra a él no le produce bienes, le trae suspiros; no le acrecienta abundancia de frutos, le trae preocupaciones, penas, ansiedad. Se lamenta como los pobres. Su grito ¿qué haré? ¿no es el mismo que emite el indigente? ¿Dónde encontraré la ropa y la comida? El rico hace el mismo lamento. Está afligido. Lo que lleva alegría a los otros le trae muerte a él. No se alegra, cuando los granos son plenos; las riquezas sobreabundantes e incontenibles lo hieren; tiene miedo que alguna gota, que caiga, sea motivo de alivio para un indigente.» (Basilio di Cesarea, In illud «Destruam»,  (Lezionario “I Padri vivi” 188)

Que María nuestra Madre, nos ayude a ser más serios y responsables con el hoy y con los dones que Dios nos da, no tengamos miedo a las riquezas, tengamos miedo cuando estas nos roban el hoy y el mañana, cuando no dejan que veamos al otro como hermano, cuando no vemos la necesidad del pobre, porque entonces también las riquezas nos pueden robar la vida eterna. Seamos generosos con los bienes materiales y espirituales y nuestra vida verá la luz de la felicidad.

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