Hace un par de semanas me dejé caer por el obispado. Era el cumpleaños del obispo y, por pura casualidad, me dejé caer por ahí a la hora en que sabía que iba a ser el piscolabis en los monumentales sótanos del edificio. Piscolabis para los que trabajan en la curia diocesana.
Cierta persona exclamó en voz bien alta que qué cara tenía, que yo que no trabajaba ahí, apareciese. El dicho afirma que se puede decir más alto, pero no más claro. En el caso de este presbítero, lo podía haber dicho más claro, pero desde luego no más alto.
Yo me excusé alegando que estaba allí por casualidad. Él me hizo notar que llevaba cinco años apareciendo el día del cumpleaños del obispo allí por casualidad. Algo de razón no le faltaba.
Lo cierto es que por no engordar, no probé nada. Hubo un par de momentos en que casi cedo a la tentación, pero al final resistí como es de esperar de un alma noble como la mía.
Comprobé que, por fin, ¡por fin!, tras tantas quejas mías, las coca-colas ya son sin calorías. He estado insistiendo en este punto durante años. No se ganó Zamora en una hora.
Al obispo lo veo igual que el año pasado, petrificado en su lozanía episcopal. Pero a todos mis compañeros de presbiterio los veo, lo digo con sinceridad, mucho más viejos, más calvos, más gordos, más feos. A mí me preguntan con mucha frecuencia qué hago para mantenerme tan joven.
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