compartiendo lecturas

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Estoy leyendo un libro: Giacomo Biffi, “Memorie e digressioni di un italiano cardinale”, nuova edizione ampliata, Cantagalli, Siena, 2010, pp. 688.

Biffi es recordado sobre todo como arzobispo de Bolonia, desde 1984 al 2003. Pero en el libro él recorre su entera vida, desde el nacimiento en la Milán obrera hasta cuando se convirtió en sacerdote, después en profesor de teología, párroco, arzobispo y finalmente cardenal.

En el prólogo, Biffi reporta estas palabras de san Ambrosio, gran arzobispo de la Milán del IV siglo, su amado “padre y maestro”:

“Para un obispo no hay nada tan riesgoso frente a Dios y tan vergonzoso frente a los hombres, como el no proclamar libremente el propio pensamiento”

Y puntualmente, en las 688 páginas del volumen, el pensamiento de Biffi prorrumpe en plena libertad, punzante, irónico, anticonformista.

 

CONCILIO Y “POST-CONCILIO”

(pp. 191-194)

Para poner un poco de claridad en la confusión que en nuestros días aflige a la cristiandad, es necesario que ante todo y en forma ineludible se distinga con mucho cuidado el acontecimiento conciliar del clima eclesial que le ha seguido. Son dos fenómenos distintos y exigen una valoración diferente.

Pablo VI creyó sinceramente en el Concilio Vaticano II y en su relevancia positiva para toda la cristiandad. Fue un protagonista decisivo, al seguir todos los días con atención los trabajos y las discusiones, ayudando a superar las dificultades recurrentes de sus desarrollos.

Él esperaba que, en virtud del empeño común tanto de todos los titulares del carisma apostólico como del sucesor de Pedro, una época bendecida por una vitalidad creciente y por una fecundidad excepcional debía casi inmediatamente beneficiar y alegrar a la Iglesia.

Por el contrario, el “post-concilio”, en muchas de sus manifestaciones, lo preocupó y lo desilusionó. Entonces, con admirable franqueza reveló su congoja, y con apasionada lucidez en sus expresiones golpeó a todos los creyentes, al menos a aquellos cuya visión no estuviese demasiado obnubilada por la ideología.

El 29 de junio de 1972, en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, hablando en forma espontánea, llegó a afirmar que «tenía la sensación que a través de alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Existe en su interior la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, el enfrentamiento. No se confía en la Iglesia…. Se creía que luego del Concilio habría venido una jornada de sol para la historia de la Iglesia, pero por el contrario, se ha presentado una jornada cargada de nubes, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre… Creemos que algo preternatural (el diablo) ha venido al mundo para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia cantara a viva voz un himno de alegría por haber retenido en plenitud el conocimiento de sí misma». Son palabras dolorosas y graves sobre las que no es necesario molestarse en reflexionar.

¿Cómo ha podido suceder que de los pronunciamientos legítimos y de los textos del Vaticano se haya llegado a una estación tan diferente y lejana?

La cuestión es compleja y las razones son variadas, pero sin duda ha pesado también un proceso (por así decir) de aberrante “destilación”, que del “dato” conciliar auténtico y vinculante ha extraído una mentalidad y una moda lingüística totalmente heterogénea. Es un fenómeno que aflora por todas partes en el “post-concilio”, y sigue proponiéndose nuevamente en forma más o menos explícita.
Para hacernos entender, podríamos aventurarnos a indicar el procedimiento esquemático de tal curiosa “destilación”.

La primera fase consiste en un acercamiento discriminatorio de la redacción  conciliar, que distingue los textos aceptados y citables de los inoportunos o al menos inútiles, que hay que silenciar.

En la segunda fase se reconoce como enseñanza preciosa del Concilio no lo formulado en realidad, sino lo que la santa asamblea nos habría otorgado si no hubiese sido impedido por la presencia de muchos padres conciliares retrógrados e insensibles a la efusión del Espíritu.

Con la tercera fase se insinúa que la verdadera doctrina del Concilio no es la que de hecho fue canónicamente formulada y aprobada, sino la que habría sido formulada y aprobada si los padres conciliares hubiesen estado más iluminados, hubiesen sido más coherentes y más valientes.

Con una metodología teológica y histórica semejante  – nunca enunciada en forma tan evidente, pero no por eso menos implacable – es fácil imaginar el resultado que se deriva de ello: lo que en forma casi obsesiva se adopta y exalta no es el Concilio que ha sido celebrado de hecho, sino (por así decir) un “Concilio virtual”, un Concilio que no tiene un puesto en la historia de la Iglesia, sino en la historia de la imaginación eclesiástica. Quien después se atreve aunque sea tímidamente a disentir, es estigmatizado con la marca infamante de “preconciliar”, cuando no es directamente colocado entre los tradicionalistas rebeldes o con los execrados integristas.

Y puesto que entre los “destilados de contrabando” del Concilio se cuenta también el principio que ahora no hay error que pueda ser condenado dentro del catolicismo, a menos que se quiera pecar contra el deber primario de la comprensión y del diálogo, hoy se torna difícil, entre los teólogos y pastores, tener la valentía de denunciar con vigor y con tenacidad los venenos que están intoxicando progresivamente al inocente pueblo de Dios.

UN CARDENAL Y UN PAPA EN DEFENSA DE LOS JUDÍOS

(pp. 360-362)

El 4 de noviembre de 1988 los judíos de Boloña pensaron que era su obligación hacer una conmemoración pública, en el 50º aniversario, de las infames y vergonzosas leyes antisemitas de 1938. Con toda el alma y con pleno convencimiento he querido manifestar en esa ocasión, en nombre de toda la Iglesia de la ciudad mi total adhesión, asegurando la presencia personal en el rito conmemorativo en la sede de la sinagoga, donde he sido recibido con viva cordialidad y he tomado parte en la oración.

En esa circunstancia me han vuelto a la mente los hechos de ese lejano 1938, que ya entonces me habían golpeado en particular, si bien no tenía en ese entonces ni siquiera once años de edad.

En esos días, las normas antijudías – precedidas por diferentes publicaciones sobre la “raza”, de naturaleza pseudocientífica, avaladas si no directamente encargadas por el régimen – llovieron varias veces sobre la atónita nación italiana. Por citar sólo aquéllas de las que tengo alguna noticia, el 1° de setiembre un decreto-ley del consejo de ministros comenzó a prohibir a los extranjeros de origen judío la residencia estable en nuestro territorio. El 2 de setiembre otro decreto -ley despojó, en todas las escuelas del reino, de todo orden y grado a los docentes y a los alumnos de raza judía. El 10 de noviembre, siempre con un decreto-ley, se excluyó a los judíos de todo empleo en la administración pública, en los entes paraestatales y en las administraciones municipales. Y no estábamos sino en el comienzo de las vejaciones, que luego se hicieron cada vez más punzantes y devastadoras.

Nuestro pueblo, golpeado por sorpresa, estaba desorientado y asustado, cuando imprevistamente se elevó en Milán una voz – era la primera y fue la única – que tuvo la valentía de tomar abiertamente distancia de tanta locura.

El 13 de noviembre, desde el púlpito del Duomo de Milán, el cardenal Schuster pronunció una homilía por el comienzo del Adviento ambrosiano, la que desde las primeras palabras, en vez de recordar el contexto litúrgico, afrontó inmediatamente el argumento que más lo preocupaba:

«Ha nacido en el exterior y se propaga de a poco por todas partes una especie de herejía, que no solamente atenta contra los fundamentos sobrenaturales de la Iglesia Católica sino que, al materializar en la sangre humana los conceptos espirituales de individuo, de nación y de patria, niega a la humanidad cualquier otro valor espiritual, constituyendo así un peligro internacional no menor al del mismo bolcheviquismo. Es el llamado racismo».

Es difícil hoy darse cuenta de la impresión suscitada por esas palabras de crítica frente al pensamiento y comportamiento de un gobierno que, hace décadas, no toleraba ni siquiera la más tenue expresión disonante. Esas palabras no quedaron confinadas dentro de la también solemne atmósfera de una catedral llena de gente: fueron publicadas en la “Rivista Diocesana Milanese” y, dos días después que fueron pronunciadas, fueron divulgadas por “L’Italia”, el diario católico que se entregaba en nuestras casas. En Roma, desde los ambientes fascistas, se comenzó a pedir una retractación o al menos un cambio evidente de orientación del diario, con la amenaza (en caso contrario) de una clausura inapelable.

Pero el cardenal no fue abandonado a su suerte. De parte del Papa llegó un mensaje con la firma del secretario, monseñor Carlo Confalonieri: «El Santo Padre exhorta al cardenal de Milán que sostenga con valentía la doctrina católica, porque no se puede ceder en este punto, ni el diario “L’Italia” tampoco puede cambiar su orientación. “Aut sit ut est, aut non sit” [O de este modo, o nada]. En caso que fuese obligado a cesar las publicaciones, que se pasen al “Osservatore Romano” los nombres de los suscriptores».

La última frase nos recuerda que Pío XI no abandonó jamás su “capacidad de tomar decisiones concretas, típica de los milaneses”, ni siquiera en los momentos más decisivos y dramáticos de su actuación pontificia.

Yo era solamente un chico, pero a partir de esa experiencia he comprendido qué ventura “laica” y racional es, cuando sobreviene la hora de la general timidez y del conformismo condescendiente, la presencia en nuestro país de la Iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad (cf. 1Tm 3, 15).

Pero ha habido alguien que recientemente en Italia (desde la cima de uno de los máximos cargos del Estado), en una intervención pública totalmente inmotivada, ha hablado de un deplorable silencio de la Iglesia en esas circunstancias. Ciertamente, al ser él del año 1952, tiene el atenuante de no haber nacido en esa época, pero tiene el agravante de haber querido, no obstante ello, de hablar a fondo del tema, revelando al mismo tiempo sus preconceptos gratuitos y su particular desinformación.

LA IDEOLOGÍA DE LA HOMOSEXUALIDAD

(pp. 609-612)

Respecto al problema hoy emergente de la homosexualidad, la concepción cristiana nos dice que es necesario siempre distinguir entre el respeto debido a las personas, que conlleva el rechazo de toda marginación social y política (excepto la naturaleza inderogable de la realidad matrimonial y familiar), y el rechazo de toda exaltada “ideología de la homosexualidad”, rechazo que es obligatorio.

La palabra de Dios, tal como la conocemos en una página de la Carta a los Romanos del apóstol Pablo, nos ofrece una interpretación teológica del fenómeno de la extendida aberración cultural en esta materia: tal aberración – afirma el texto sagrado – es al mismo tiempo la prueba y el resultado de la exclusión de Dios de la atención colectiva y de la vida social, y de la reticencia a darle la gloria que Él espera (cf. Rm 1, 21).

La exclusión del Creador determina un descarrilamiento universal de la razón: «Se han perdido en sus vanos razonamientos y sus mentes obtusas se han entenebrecido. Si bien se declaran sabios, se han vuelto necios» (Rm 1, 21-22). En consecuencia, a partir de esta obcecación intelectual se produce la caída conductual y teórica en el más completo libertinaje: «Por eso Dios los ha abandonado a la impureza de los deseos de su corazón, hasta llegar a deshonrar entre ellos a sus propios cuerpos» (Rm 1, 24).

Y para prevenir cualquier equívoco y toda lectura acomodaticia, el apóstol prosigue haciendo un análisis impresionante, formulado con términos totalmente explícitos:

«Por eso Dios los ha abandonado a las pasiones infames. En efecto, sus mujeres han cambiado las relaciones naturales en relaciones contra natura. Igualmente también los varones, abandonando la relación natural con la mujer, han ardido de deseo unos con otros, cometiendo actos ignominiosos varones con varones, recibiendo así en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como no consideraron que debían conocer a Dios adecuadamente, Dios los ha abandonado a su inteligencia depravada y ellos han cometido acciones indignas» (Rm 1, 26-28).

Por último, san Pablo se apresura a observar que la vileza extrema se da cuando “los autores de tales cosas… no sólo las cometen, sino que también aprueban a quien las lleva a cabo” (cf. Rm 1, 32).

Es una página del libro inspirado, que ninguna autoridad terrenal puede obligarnos a censurar. Y ni siquiera nos es permitido, si queremos ser fieles a la palabra de Dios, la actitud pusilánime de ignorarla, a causa de la preocupación de parecer no “políticamente correctos”.

Debemos hacer notar también el interés particular para nuestros días de esta enseñanza de la Revelación: lo que san Pablo ponía de manifiesto como acontecido en el mundo greco-romano, se demuestra proféticamente correspondiente a lo que se ha verificado en la cultural occidental en estos últimos siglos. La exclusión del Creador – hasta proclamar grotescamente, hace algunas décadas, la “muerte de Dios” – ha tenido como consecuencia (y casi como castigo intrínseco) una propagación de una visión sexual aberrante, desconocida (en cuanto a su arrogancia) en las épocas anteriores.

La ideología de la homosexualidad – como se entiende a menudo a las ideologías cuando se tornan agresivas y llegan a ser políticamente vencedoras – se convierte en una insidia contra nuestra legítima autonomía de pensamiento: quien no la comparte corre el riesgo de la condena en una especie de marginación cultural y social.

Los atentados a la libertad de juicio comienzan por el lenguaje. Quien no se resigna a aceptar la “homofilia” (es decir, el aprecio teórico de las relaciones homosexuales), es acusado de “homofobia” (etimológicamente el “miedo a la homosexualidad). Debe quedar bien en claro: quien se ha mantenido fuerte, iluminado por la luz de la palabra inspirada y vive en el “temor de Dios”, no tiene miedo de nada, excepto de la estupidez frente a la cual, como decía Bonhoeffer, estamos indefensos. Ahora se levanta a veces contra nosotros directamente la acusación increíblemente arbitraria de “racismo”: un vocablo que, entre otras cosas, no tiene nada que ver con esta problemática, y en todo caso es totalmente extraño a nuestra doctrina y a nuestra historia.

El problema sustancial que se perfila es éste: ¿se permite todavía en nuestros días ser discípulos fieles y coherentes de la enseñanza de Cristo (que desde hace milenios ha inspirado y enriquecido toda la civilización occidental), o debemos prepararnos a una nueva forma de persecución, promovida por los homosexuales facciosos, por sus cómplices ideológicos y también por aquellos que tendrían el deber de defender la libertad intelectual de todos, inclusive de los cristianos?

Hacemos una pregunta en particular a los teólogos, a los biblistas y a los pastoralistas: ¿por qué en este clima de exaltación casi obsesiva de la Sagrada Escritura no hay nadie que cite el pasaje de Rm 1, 21-32? ¿Cómo no hay nadie que se preocupe un poco de hacerlo conocer a los creyentes y a los no creyentes, no obstante su evidente actualidad?

Para Biffi un obispo es grande cuando gobierna la Iglesia “con el calor y la certeza de la fe, la concreción de las iniciativas y de las obras, la capacidad de responder a las interpelaciones de los tiempos no con concesiones o mimetismos sino tomando del patrimonio inalienable de la verdad”.

Juan XXIII: Papa bueno, mal maestro

(pp.177-179)

El Papa Roncalli murió en la solemnidad de Pentecostés, el 13 de junio de 1963. También yo lloraba, porque tenía una invencible simpatía por él. Me encantaban sus gestos “irrituales”, y me alegraban sus palabras frecuentemente sorprendentes y sus salidas extemporáneas.

Solo la evaluación de algunas frases me dejaba titubeante. Y eran precisamente las que más fácilmente que otras conquistaban las almas, porque se presentaban conformes a las instintivas aspiraciones de los hombres.

Estaba, por ejemplo, el juicio de reprobación sobre los “profetas de desventura”.

La expresión se hizo y se mantuvo popularísima y es natural: a la gente no le gusta los aguafiestas; prefiere a quien promete tiempos felices en vez de quien presenta temores y reservas. Y yo también admiraba el valor y el empuje espontáneo de este “joven” sucesor de Pedro en los últimos años de su vida.

Pero recuerdo que casi inmediatamente me asaltó una duda. En la historia de la Revelación, usualmente también los anunciadores de castigos y calamidades fueron los verdaderos profetas, como por ejemplo Isaías (capítulo 24), Jeremías (capítulo 4), Ezequiel (capítulos 4-11).

Jesús mismo, leyendo el capítulo 24 del Evangelio de Mateo, sería contado entre los “profetas de la desventura”: las noticias de futuros hechos y de próximas alegrías no se refieren como norma a la existencia de aquí abajo, sino a la “vida eterna” y el “Reino de los Cielo”

En la Biblia son más bien los falsos profetas los que proclaman frecuentemente la inminencia de horas tranquilas y serenas (véase el capítulo 13 del libro de Ezequiel).

La frase de Juan XXIII se explica con su estado de ánimo del momento, pero no debe ser absolutizada. Por el contrario, estará bien escuchar también a aquellos que tienen alguna razón de poner alerta a los hermanos, preparándoles para las posibles pruebas, y aquellos que consideran oportunas las invitaciones a la prudencia y la vigilancia.

“Es necesario mirar más a lo que nos une que a lo que nos divide”. También esta sentencia – hoy muy repetida y apreciada, casi como la regla de oro del “diálogo” – nos viene de la época joánica y nos transmite la atmósfera de la misma.

Es un principio de comportamiento de evidente sensatez, que se debe tener presente cuando se trata de simple convivencia y de discusiones de la sencillez de lo cotidiano.

Pero se convierte en absurdo y desastroso en sus consecuencias, si se le aplica a los grandes temas de la existencia y particularmente a la problemática religiosa

Es conveniente, por ejemplo, que se use este aforismo para salvaguardar las relaciones de buena vecindad en un condominio o la rápida eficiencia de un consejo comunal.

Pero es un problema si lo dejamos inspirar en el testimonio evangélico frente al mundo, en nuestro esfuerzo ecuménico, en la discusión con los no creyentes. En virtud de este principio, Cristo podría volverse la primera y más ilustre víctima del diálogo con las religiones no cristianas. El Señor Jesús ha dicho de sí, aunque es una de sus palabras que tendemos a censurar: “Yo he venido a traer la división” (Lucas 12,51).

En las cuestiones que cuentan la regla no puede ser otra sino esta: nosotros debemos mirar sobre todo a lo que es decisivo, sustancial, verdadero, nos divida o no.

“Es necesario distinguir entre el error y el que yerra”. Es otra máxima que es parte de la herencia moral de Juan XXIII; ella también ha influenciado el catolicismo posterior.

El principio es muy justo y toma su fuerza de las mismas enseñanzas evangélicas: el error no puede ser sino despreciado, odiado, combatido por los discípulos de Aquel que es la Verdad; mientras el que yerra – en su inalienable humanidad – es siempre una imagen viva, aunque en sus inicios, del Hijo de Dios encarnado; y por tanto debe ser respetado, amado, ayudado en lo posible.

Pero no podía olvidar, reflexionando sobre esta sentencia, que la histórica sabiduría de la Iglesia jamás ha reducido la condena del error a una pura e ineficaz abstracción.

El pueblo cristiano debe ser puesto en guardia y defendido de aquel que de hecho siembra el error, sin que por esto se deje de buscar su verdadero bien, aunque sin juzgar la responsabilidad subjetiva de ninguno, que conoce solamente Dios.

Jesús a propósito de esto ha dado a los jefes de la Iglesia una directiva precisa: aquel que escandaliza con su comportamiento y con su doctrina, y no se deja persuadir ni por amonestaciones personales, ni por la más solemne reprobación de la Iglesia, “sea para ti como un pagano y un publicano” (cfr. Mt 18,17); previendo y prescribiendo de ese modo la institución de la excomunión.

Sobre el comunismo tenía razón el Papa Wojtyla: el Concilio no debía callar

(pp. 184-186)

Comunismo: el Concilio no habla de él. Si se recorre con atención el índice sistemático, impresiona chocarse con este categórico silencio.

El comunismo ha sido sin duda el fenómeno histórico más imponente, más duradero, más desbordante del siglo XX; y el Concilio, que además había propuesto una Constitución sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo, no habla de él.

El comunismo, a partir de su triunfo en Rusia en 1917, en medio siglo ya había logrado provocar muchas decenas de millones de muertos, víctimas del terror de masa y de la represión más inhumana; y el Concilio no habla de él.

El comunismo ( y era la primera vez en la historia de las insipiencias humanas) había prácticamente impuesto a las poblaciones sometidas al ateísmo, como una especie de filosofía oficial y de paradójica “religión de estado”; y el Concilio, que si de explaya sobre el caso de los ateos, no habla de él.

En los mismos años en que se desarrollaba la cumbre ecuménica, las prisiones comunistas eran todavía lugares de indecible sufrimiento y de humillación infringida a numerosos “testigos de la fe” (obispos, presbíteros, laicos convencidos creyentes de Cristo); y el Concilio no habla de él.

Aparte de los supuestos silencios en relación a las criminales aberraciones del nazismo, ¡que luego inclusive algunos católicos (también entre aquellos activos en el Concilio) han echado en cara a Pío XII!

En aquellos años, aun percibiendo la gran anomalía de esta reserva sobre todo de parte de una asamblea que había discutido casi de todo, no me escandalicé. Más aún, debo decir que entendía los aspectos positivos de aquella línea. Y no tanto por la posibilidad, que así se perfilaba, de tratar con los regímenes comunistas la auspiciosa participación en el Concilio de los obispos controlados por ellos, cuanto por la previsión que una toma de posición cualquiera, también la más blanda y la más vigilada, habría desencadenado un aumento en la aspereza de las persecuciones, de modo que se haría más pesada la cruz que aquellos hermanos nuestros perseguidos.

En el fondo, había en todos, al menos inconscientemente, la convicción de que el comunismo era un fenómeno tan consistente que era ya irreversible: necesariamente estábamos obligados a acostumbrarnos a negociar, quién sabe por cuanto tiempo todavía.

Viéndolo bien esta era en esencia la justificación también del Ostpolitik (“política de diálogo y de deseables entendimientos con los Países del Este”) de la Santa Sede (de Juan XXIII y de Pablo VI); tal política nos parecía sanamente realista e históricamente oportuna.

Quien jamás compartió esta perspectiva fue Juan Pablo II (como entendí a partir de un diálogo tenido en el 1985). Tuvo razón él.

Sobre el “mea culpa” Juan Pablo II se corrigió, pero muy poco

(p. 536)

El 7 de julio de 1997 Juan Pablo II tuvo la amabilidad de invitarme a almorzar y extendió la invitación también al ceremoniero arzobispal, Don Roberto Parisini, que me acompañaba y permaneció como precioso testigo del episodio.

A la mesa el Santo Padre en un determinado momento me dijo: ¿“Ha visto que hemos cambiado la frase de la ‘Tertio millennio adveniente’? El borrador, que había sido enviado con anticipación a los cardenales, traía esta expresión: “La Iglesia reconoce como propios los pecados de sus hijos”; expresión que – hice presente con respetuosa franqueza – no se podía proponer. En el texto definitivo el razonamiento apareció cambiado de la siguiente manera: “La Iglesia reconoce siempre como propios a sus hijos pecadores”. Para el Papa era importante recordármelo en aquel momento, sabiendo que me habría dado gusto.

Respondí diciendo que estaba muy agradecido y manifestando mi plena satisfacción desde el punto de vista teológico. Pero me pareció que también tenía que agregar una reserva de índole pastoral: la iniciativa inédita de pedir perdón por los errores y las incoherencias de los siglos pasados desde mi punto de vista escandalizaría a los “pequeños”, los preferidos del Señor Jesús (cfr. Mt 11,25): porque el pueblo fiel, que no sabe hacer muchas distinciones teológicas, a partir de esas autoacusaciones vería amenazada su serena adhesión al misterio eclesial, que (nos lo dicen todas las profesiones de fe) es esencialmente un misterio de santidad.

Entonces, el Papa textualmente dijo: “Sí, eso es verdad. Será necesario pensar sobre ello”. Lamentablemente no lo pensó lo suficiente.

Conclave 2005, qué le dije al futuro Papa

(pp. 614-615)

Los días más trabajosos para los cardenales son aquellos que preceden inmediatamente al cónclave. El Sacro Colegio se reúne diariamente desde las 9:30 a las 13:00h., en una asamblea donde cada uno de los presentes es libre de decir todo lo que cree.

Pero se intuye que no se puede tratar públicamente el argumento que está más lo más íntimo de los electores del futuro obispo de Roma: ¿a quién debemos elegir?

Y así esto va a terminar en que cada cardenal es tentado de citar más que otro sus problemas y sus dificultades: o mejor, los problemas y las dificultades de su cristiandad, de su nación, de su continente, del mundo entero. Es sin duda muy útil esta general, espontánea, incondicionada reseña de información y de juicios. Pero sin duda el cuadro que resulta de ello no es un hecho alentador.

Cuál fue en aquella ocasión mi estado de ánimo y cuál mi reflexión prevalente emerge de la intervención que después de muchos asombros me decidí a pronunciar el viernes 15 de abril del 2005. He aquí el texto:

“1. Después de haber escuchado todas las intervenciones – justas, oportunas, apasionadas – que aquí han resonado, quisiera expresar al futuro Papa (que me está escuchando) todas mi solidaridad, mi simpatía, mi comprensión, y también un poco de mi fraterna compasión. Pero quisiera sugerirle también que no se preocupe demasiado por todo aquello que aquí ha escuchado y no se asuste demasiado. El Señor Jesús no le pedirá resolver todos los problemas del mundo. Le pedirá que lo quiera con un amor extraordinario: ‘¿Me amas más que estos?’ (cfr. Jn 21,15). En una ‘tira’ y ‘caricatura’ que nos llegaba de Argentina, la de Mafalda, he encontrado hace varios años una frase que en estos días me ha venido a la mente frecuentemente: ‘Ahora entiendo; – decía aquella terrible y aguda muchachita – el mundo está lleno de problemólogos, pero escasean los solucionólogos’.

“2. Quisiera decir al futuro Papa que preste atención a todos los problemas. Pero primero y más todavía que se dé cuenta del estado de confusión, de desorientación, de descarrío que aflige en estos años al pueblo de Dios, y sobre todo que aflige a los ‘pequeños’.

“3. Hace unos días escuché en la televisión a una religiosa anciana y devota que respondía así al entrevistador: ‘Este Papa, que ha muerto, ha sido grande sobre todo porque nos ha enseñado que todas las religiones son iguales’. No sé si a Juan Pablo II le hubiese gustado mucho un elogio como ese.

“4. En fin, quisiera señalar al nuevo Papa el caso de la ‘Dominus Iesus’: un documento explícitamente de acuerdo y públicamente aprobado por Juan Pablo II; un documento por el cual me gusta expresar al cardenal Ratzinger mi vibrante gratitud. Que Jesús es el único necesario Salvador de todos es una verdad que en veinte siglos – a partir del discurso de Pedro después de Pentecostés – no se había escuchado la necesidad de reclamar jamás. Esta verdad es, por decir así, el grado mínimo de la fe; es la certeza primordial, es entre los creyentes el dato simple y más esencial. En dos mil años no ha sido jamás puesta en duda, ni siquiera durante la crisis arriana y ni siquiera con ocasión del descarrilamiento de la Reforma protestante. El haber tenido que recordarla en nuestros días nos da la medida de la gravedad de la situación hodierna. Sin embargo este documento, que reclama la certeza primordial, más simple, más esencial, ha sido contestado. Ha sido contestado en todos los niveles: en todos los niveles de la acción pastoral, de la enseñanza teológica, de la jerarquía.

“5. Me contaron de un buen católico que propuso a su párroco hacer una presentación de la ‘Dominus Iesus’ a la comunidad parroquial. El párroco (un sacerdote por lo demás excelente y bien intencionado) le respondió: ‘Olvídalo. Ese es un documento que divide’. ‘Un documento que divide’. ¡Gran descubrimiento! Jesús mismo ha dicho: ‘Yo he venido a traer la división’ (Lc 12,51). Pero demasiadas palabras de Jesús resultan hoy censuradas por la cristiandad; al menos por la cristiandad en sus partes más locuaces”.

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