EL TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO
(Daniel 12:1-3; Hebreos 18:11-14.18; Marcos 13:24-32)
Un artículo en una revista popular recientemente trató del fin del mundo. Dio alternativas probables para la destrucción del planeta tierra. Dijo que puede pasar por una guerra, un asteroide errante, o los mares levantes. Más al caso, sugirió posibilidades para la humanidad después de la catástrofe. Tal vez los seres humanos puedan establecer una colonia de seres humanos en Marte, en una luna de Júpiter, o en otra parte del universo vasto. ¿No estamos convencidos que va a pasar? Entonces que hagamos caso al evangelio hoy que trata del mismo tema.
Desde el principio de su existencia, el ser humano se ha preocupado por su fin. Se pregunta: “¿Qué me va a pasar cuando muera?” Y también: “¿Cómo tendrá lugar el fin del mundo?” Consciente que estos interrogantes afectan a sus discípulos, Jesús se les dirige. Primero, trata del fin de los tiempos. Dice que no pasará hasta que se experimente un período de la angustia. Entonces el Hijo del hombre, eso es Jesús mismo, vendrá en la gloria. Él recogerá a sus elegidos desde todas partes, ambos los vivos y los muertos.
Seguimos experimentando tribulaciones. En el siglo veinte las dos guerras mundiales cobraron aproximadamente cien millones vidas. Ahora la guerra en el medio este mata a los civiles todos los días. Además cada año hay calamidades naturales – terremotos, tormentas, tsunamis --cobrando vidas innumerables. Sin embargo, todavía no ha llegado Jesús. Parece que hay otro sentido de la predicción de Jesús que vale nuestra consideración. Tiene que ver con el segundo gran interrogante humano: ¿qué nos va pasar con la muerte?
La muerte queda como gran misterio. Mucha gente la percibe como el enemigo más amenazante que existe. Para ellos la muerte es el invierno de la trayectoria humana cuando la tierra fría recupera la posesión de la suya. Pero Jesús nos proporciona a nosotros otra perspectiva para ver la muerte. Se puede entender la parábola de la higuera brotando hojas en el evangelio hoy como anunciando que con la muerte ha llegado el verano de la vida. Eso es, en la muerte nosotros floreceremos. ¿Cómo es posible esto?
La primera lectura nos da una pista. Dice que el pueblo de Dios se salvará. Pero no es que todos los judíos o aun todos los católicos pertenezcan al pueblo elegido de Dios. Más bien según la lectura son aquellos que enseñan la justicia a los demás. Cuando digamos la verdad y practiquemos el amor, podemos aun esperar la muerte como un amigo.
La muerte nos ha servido como estímulo para cumplir nuestro propósito en la vida. Pues nos damos cuenta de que si seguimos posponiendo las responsabilidades, vamos a terminar como fracasos. Si somos médicos, la consciencia de la muerte nos empuja a proporcionar el mejor cuidado médico posible. Si somos padres, la muerte nos mueve a criar a nuestros hijos con semejante atención. Para nosotros cristianos la muerte provee aún más motivo. No sólo luchamos para que la gente nos piense bien sino también esperamos que Jesús nos premie. Como el conquistador de la muerte, él ha prometido la vida eterna a aquellos que lo siguen.
Entonces ¿estamos cobardes si tememos la muerte? Parece que sí, pero vale la pena considerar unas cosas. La muerte nos separa de nuestros seres queridos. No más vamos a oír la voz tierna de nuestras madres. Nos separa también del mundo que hemos llegado a querer por la firmeza de la tierra y la frescura del aire. Más temeroso aún, la muerte nos separa de nosotros mismo. El cuerpo que hemos mimado va a deshacer en pedazos. Ciertamente hay mucho de temer en la muerte.
Sin embargo, la muerte nos deja con la opción para escoger a Dios definitivamente. Cuando estamos agonizando, vemos nuestras propias fuerzas como son en la realidad: por una parte orgullo y en todos casos insuficientes para llevarnos adelante. Podemos agarrarlo, pero ¿para qué? Si vamos a alcanzar la vida nueva de felicidad, tenemos que reconocer a Dios como el salvador.
Hace casi veinte años murió uno de los más notables católicos norteamericanos del siglo XX. El Cardenal José Bernardin luchaba fuertemente contra el cáncer que eventualmente cobró su vida. Experimentó mucha ansiedad pero en sus últimos días conoció la paz. Decía que la muerte se hizo su amigo. Se dio cuenta que en el final Dios es todo. Si nos ponemos en Sus manos, nunca nos perderemos. Al contrario, en Sus manos encontraremos la felicidad.
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