“Los judíos entonces le replicaron diciéndole: “¿Qué señal nos muestras para obrar así?” Jesús les respondió: “Destruid ese templo y en tres días lo levantaré” Pero él hablaba del templo de su cuerpo”. (Jn 2,13-22)
En el Evangelio de Juan, Jesús comienza por cambiar lo viejo por lo nuevo:
La vieja Alianza que ya no tiene vino de fiesta, por la Alianza Nueva en su Sangre.
De la religión sin alegría, a la religión de la alegría pascual.
El viejo Templo que se ha convertido en un ritualismo, al nuevo Templo que es El mismo resucitado.
La vieja Ley que esclaviza, por la nueva vida que da libertad.
¡A nacer de nuevo! Sin arreglos y componendas.
¿Cómo debió de sonarles aquello de “destruid este templo que yo lo levantaré en tres días”?
¿Qué pensaríamos si hoy viene alguien y nos dice:
Destruid la Catedral de Burgos.
Destruir la Catedral de Santiago.
Destruid esta Iglesia parroquial?
¿Qué nos quedaríamos sin Iglesias?
¿Qué nos quedaríamos sin templos?
Os aseguro que no.
Y, con perdón de todos vosotros, yo sería el primero en alegrarme.
Pero, claro, con una condición:
Ahora Jesús es el único templo de verdad.
Ahora cada uno de nosotros somos el verdadero templo de Dios.
¿Se imaginan la cantidad de templos que tendríamos?
Esos templos maravillosos que hemos construido son lugares de encuentro.
Encuentro de infinidad de pequeños templos que somos cada uno.
Jesús no destruyó el Templo, lo harán más tarde los romanos.
Pero Jesús sí construyó infinidad de templos.
De cada uno de nosotros hizo un templo.
De cada hombre y mujer hizo un templo.
De cada niño, joven o anciano hizo un templo.
Templos en los que sí habita Dios.
Templos a donde “vendremos y haremos morada en él”.
No serán templos de cemento y ladrillo que son fríos y necesitan calefacción.
Serán esos templos de carne y hueso, nuestros cuerpos, nuestros corazones.
Es ahí donde a Dios le encanta habitar.
Es ahí donde a Dios le encanta morar.
Es ahí donde a Dios le encanta vivir.
Es ahí donde a Dios le encanta encontrarse con nosotros.
Es cierto que podemos encontrarnos con El en el Sagrario de nuestros templos.
Pero para encontrarnos cada día y a cada momento no necesitamos ir a la Iglesia.
Basta con que nos miremos a nosotros mismos por dentro.
Basta con que dejemos de mirar hacia fuera y miremos dentro de nosotros.
Basta con que hagamos un poco de silencio y hablemos con El.
Basta con que vivamos esa gozosa experiencia de sentirnos habitados.
Basta con que vivamos esa gozosa experiencia de sentirlo dentro de nosotros.
Somos templos portátiles de Dios.
Somos casas portátiles de Dios.
Somos tiendas portátiles de Dios.
¿Lindo verdad?
De nosotros depende ahora no convertirnos en mercados.
De nosotros depende “ser templos de oración”.
De nosotros depende “no convertirnos en templos donde se compra y se vende”.
De nosotros depende el ver a Dios como un miembro de nuestra familia.
De nosotros depende sentirnos espacios ocupados por El.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo B, Tiempo ordinario
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