“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Jn 6, 68). Jesús no da una simple lección de moral, ni describe el premio para quien posea la virtud de la humildad o el castigo para quien no la posea. La humildad –para quien se humilla- y la soberbia –para quien se ensalza-, no son meras virtudes o vicios: son participaciones, en el caso de la humildad, a la humildad de Jesús, que siendo Dios Hijo se encarnó, sin dejar de ser Dios y sin alardear de su condición divina; en el caso de la soberbia, todo acto de soberbia, por pequeño o grande que sea, es participación a la soberbia demoníaca, que le valió al demonio ser expulsado de los cielos para siempre, luego de haber sido la creatura angélica más hermosa de todas las creadas. Cuando Jesús nos llama a la humildad y nos pone en guardia contra la soberbia, no pretende hacer de nosotros nada más que personas virtuosas: quiere hacernos participar de su misterio pascual de Muerte y Resurrección, misterio que comenzó en el acto de humildad más maravilloso jamás visto, la Encarnación del Verbo, y quiere hacernos evitar aquello que da por tierra todo avance espiritual y que sobre todo puede ser causa de condena eterna, la soberbia espiritual, que asemeja al alma al demonio.
Jesús, entonces, más que no querer que seamos soberbios, pretende que seamos humildes. Pero hay que entender bien qué es ser humilde, para no caer en confusiones: ser humilde no significa ser apocado, aniñado, tímido, o no hacer nada en la Iglesia para no caer en la soberbia. Fijémonos bien que Jesús dice: “Que el más grande sea el servidor de todos”, es decir, claramente, Jesús nos está estimulando a ser “los más grandes de todos”, lo cual quiere decir no buscar ser “cercanos a la perfección”, sino “perfectos” en todo lo que hacemos, según nuestro estado de vida. Incluso Jesús lo llega a decir con toda claridad: “Sed perfectos como mi Padre es perfecto”. Ahora bien, el “ser perfectos”, o al menos intentar serlo, implica un duro esfuerzo y una puesta por obra de todos y cada uno de los dones con los cuales Dios nos dotó. Ser perfectos, como nos pide Jesús, quiere decir cumplir con nuestro deber de estado de cara a Dios y hacerlo con la mayor perfección posible, sobresaliendo sobre los demás. Jesús nos llama a sobresalir sobre los demás, pero no por vano espíritu de competición, sino porque Dios es perfecto y nosotros, que somos sus hijos, debemos ser perfectos como lo es nuestro Padre del cielo. Este hecho de ser perfectos no es, como podría suponerse, contrario a la humildad, porque el perfecto no debe envanecerse de su perfección, ya que todos sus dones, que le valieron la perfección, los tiene recibidos de Dios, y una forma de no envanecerse, es volverse “servidor de todos”, poniendo sus dones y su perfección al servicio de la salvación de las almas.
“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. En un solo renglón, Jesús nos da un plan de vida que abre las puertas del cielo y cierra el infierno: quien quiera salvarse, debe imitarlo a Él en su humildad, poniendo en juego todos sus talentos, obrando a la perfección la obra de la salvación de las almas.
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