1. «El que ha nacido de Dios no comete pecado».
Si ayer nos alegrábamos de la gran afirmación de que somos hijos, hoy la carta de Juan insiste en las consecuencias de esta filiación: el que se sabe hijo de Dios no debe pecar.
Se contraponen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Los que nacen de Dios y los que nacen del maligno. El criterio para distinguirlos está en su estilo de vida, en sus obras.
«Quien comete el pecado es del diablo», porque el pecado es la marca del maligno, ya desde el principio. Mientras que «el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él: no puede pecar porque ha nacido de Dios».
Es totalmente incompatible el pecado con la fe y la comunión con Jesús. ¿Cómo puede reinar en nosotros el pecado si hemos nacido de Dios y su semilla permanece en nosotros?
Los nacidos de Dios han de obrar justamente, como él es justo, y como Jesús es el Justo, mientras que «el que no obra la justicia no es de Dios».
Añade también el amor al hermano, que será lo que desarrollará en las páginas siguientes de su carta.
2. El testimonio que Juan el Bautista ha dado de Jesús hace que algunos de sus discípulos pasen a seguir al Mesías. Que era lo que quería Juan: «que yo mengüe y que él crezca».
Seguimos leyendo la primera página del ministerio mesiánico de Jesús.
Andrés y el otro discípulo le siguen, le preguntan dónde vive, conviven con él ese día, y así serán luego testigos suyos y la Buena Noticia se irá difundiendo.
Andrés corre a decírselo a su hermano Simón: «hemos encontrado al Mesías», y propicia de este modo el primer encuentro de Simón con Jesús, que le mira fijamente y le anuncia ya que su verdadero nombre va a ser Cefas, Piedra. Pedro.
3. a) La Navidad -el Dios hecho hombre- nos ha traído la gran noticia de que somos hijos en el Hijo, y hermanos los unos de los otros.
Pero también nos recuerda que los hijos deben abandonar el estilo del mundo o del diablo, renunciar al pecado y vivir como vivió Jesús. Si en días anteriores las lecturas nos invitaban con una metáfora a vivir en la luz, ahora más directamente nos dicen que desterremos el pecado de nuestra vida. El pecado no hace falta que sean fallos enormes y escandalosos. También son pecado las pequeñas infidelidades en nuestra vida de cada día, nuestra pobre generosidad, la poca claridad en nuestro estilo de vida. Navidad nos invita a un mayor amor en nuestro seguimiento de Jesús.
b) Empezamos el año con un programa ambicioso.
No quiere decir que nunca más pecaremos, sino que nuestra actitud no puede ser de conformidad con el pecado. Que debemos rechazarlo y desear vivir como Cristo, en la luz y en la santidad de Dios. Por desgracia todos tenemos la experiencia del pecado en nosotros mismos, que siempre de alguna manera es negación de Dios, ruptura con el hermano y daño contra nuestra propia persona, porque nos debilita y oscurece.
Cuando en nuestras opciones prevalece el pecado, por dejadez propia o por tentación del ambiente que nos rodea, no estamos siendo hijos de Dios.
Fallamos a su amor. La Plegaria Eucarística IV del Misal describe el pecado de nuestros primeros padres así: «cuando por desobediencia perdió tu amistad…».
Y al contrario: cuando renunciamos a nuestros intereses e instintos para seguir a Cristo, entonces sí estamos actuando como hijos, y estamos celebrando bien la Navidad.
En la bendición solemne de la Navidad el presidente nos desea esta gracia: «el Dios de bondad infinita que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo… aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de la gracia».
c) Como los discípulos del Bautista en el evangelio, los cristianos somos llamados, a seguir a Cristo Jesús. Seguir es ver, experimentar, estar con, convivir con Jesús, conocer su voz, imitar su género de vida, y dar así testimonio de él ante todos.
Ese «venid y veréis» ha debido ser para nosotros la experiencia de la Navidad, si la estamos celebrando bien. ¿Salimos de ella más convencidos de que vale la pena ser seguidores y apóstoles de Jesús? ¿tenemos dentro una buena noticia para comunicar? ¿la transmitiremos a otros, como Andrés a su hermano Pedro?
d) La Eucaristía la celebramos con una humilde conciencia de que somos pecadores. Al inicio de la misa decimos a veces la hermosa oración penitencial: «yo confieso… por mi culpa, por mi culpa». Reconocemos que somos débiles pero le pedimos a Dios su ayuda y su perdón.
En el Padrenuestro pedimos cada día: «mas líbranos del mal», que también puede significar «mas líbranos del maligno».
Y somos invitados a la comunión asegurándonos que el Señor que se ha querido hacer nuestro alimento es ese Jesús que vino para «quitar el pecado del mundo».
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