Únicamente en las inmediaciones de los cincuenta años de edad, es cuando uno se apercibe de forma perfecta de que el puesto que ocupa en la vida nada tiene que ver con sus cualidades, ni con su valía, ni con sus méritos. Esto vale para lo eclesiástico, lo civil, lo militar y lo académico.
Hasta los cuarenta años, los seres humanos tienen una cierta confianza en el sistema. Como si existiera una especie de justicia en esta Lotería de Babilonia. En el interior de nuestra alma, sostenemos que la ineptitud llega a la cima por vía de excepción. Escandalizarse de eso cerca de los cincuenta años constituye la prueba de no haber aprendido nada.
Por eso, la gran obra de arte es la propia vida. La vida con sus hobbies, amistades, deleites, paseos y pequeños goces. La felicidad está dentro de los muros de la existencia. Nunca en la fría llanura del ámbito profesional. En el encanto de las pequeñas cosas de la vida sencilla, allí está la gran obra de arte de la vida de cada uno.
Debemos dejar los cargos, honores, premios, reconocimientos y todo lo demás a aquellos que viven para eso. No faltan quienes todo su anhelo es precisamente eso, la medalla que cuelga de su solapa. Yo, ahora mismo, sólo ambiciono mi sillón, una buena lectura y un té al lado, un té con pastas de mantequilla.
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