No voy a entrar en detalles sobre el tema que ha sido uno de los centros de nuestra agradable conversación. Pero los dos estábamos de acuerdo sobre un hecho histórico.
A veces, en la Historia hay momentos tan excepcionales en los que una opción enérgicamente agarrada con decisión salva centenares de miles de vidas. Los eclesiásticos en las cuestiones humanas opinables debemos mantenernos al margen. Porque no es lo nuestro introducirnos en cuestiones que competen a la libertad de los laicos.
Pero hay ocasiones en que la tibieza a la hora de tomar una decisión tiene un indudable e inevitable saldo que se puede calcular, al final de todo, en vidas humanas. Y evaluamos en nuestra conversación la gallardía de un episodio histórico único e irrepetible en el que los obispos de una nación, a una, levantaron el índice hacia el Cielo y clamaron a los católicos para que cerraran filas.
Muchos son los caminos que pueden seguir los laicos. Pero hay cruces de caminos tan dramáticos, en los que hay que decidirse. Y la tibieza resultaría tan culpable que no hay tiempo para vacilaciones. Eso, en la Historia de la Iglesia, ha significado unir el propio destino al de un partido (el Centrum en Alemania), a un ejército, a un rey, a un bando. Pocas veces es necesario forjar semejante unión. Pero ante Dios, ante la Historia, ante la Justicia Divina que pedirá cuenta de nuestras acciones, a veces, no hay otra alternativa.
Y cuando no hay otra alternativa, cuando la decisión es a vida o muerte, cuando todos los obispos y los santos hombres de Dios señalan un camino con toda la autoridad de su cargo unos, y con toda la veneración de su santidad los otros, entonces los pastores tienen la obligación de decir a las ovejas: Que caigan los cielos sobre nosotros, pero nosotros tenemos obligación de deciros lo que en conciencia todos juntos hemos visto que teníamos que deciros.
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