En el día de ayer, 30/6/2018, un grupo de universitarios de la ciudad de General Alvear, Mendoza (Arg.) nos había invitado a exponer en un congreso acerca de los arquetipos en la educación de los niños, dentro de un marco dedicado a la educación.
El tópico nos resultaba apasionante, aunque era algo sobre lo cual -aunque muchas veces meditado- nunca habíamos desarrollado en público.
Por si alguno estuviese interesado (y pienso especialmente en los docentes o en los que están por tener familia en un futuro no lejano), les dejo la conferencia.
Santo domingo.
P. Javier Olivera Ravasi
Los arquetipos en la educación de los niños
P. Javier Olivera Ravasi
Se cuenta en la vida del General San Martín que, un día, vistiendo sus ropas militares, llegó al polvorín de un regimiento, con el propósito de inspeccionar esa dependencia.
El centinela, reconociendo el general, le impidió la entrada. ¿Qué sucedía? Nada en particular, simplemente que el mismo San Martín había prohibido ingresar al laboratorio con uniforme.
Como el general insistía, el centinela, con admirable firmeza, apuntó hacia el pecho de aquél su bayoneta.
- Pero ¿acaso no me conoce usted? – le pregunta el general con áspera entonación.
- Sí, mi general. Ud. es el General San Martín – respondió el soldado cuadrándose.
Terminada la visita de inspección, y ya en su despacho, San Martín, sin decir una palabra, se dirigió a su cuarto y se cambió las ropas militares por las civiles para volver al lugar.
- ¿Puedo pasar ahora soldado? – preguntó con respeto.
- Sí, mi general, ahora sí – le respondió, cuadrándose.
Terminada la visita de inspección, y ya en su despacho, requirió la presencia de aquel soldado, quien, no obstante haber cumplido con su deber, esperaba una reprimenda.
Apenas llegado en presencia del general, éste le dice:
- Soldado, lo felicito por su comportamiento, y en premio sírvase aceptar esta onza de oro. ¡Hombres como usted son los que necesita el Ejército de la Libertad!
Escuché esta anécdota en mi infancia, decenas de veces. Recuerdo que me encantaba oírla de labios de mi padre, militar; el temple del soldado, el honor de San Martín por la palabra dada. El no temerle a nada ni a nadie cuando se sabe que se está haciendo lo correcto. Era una fuerza especial: era la fuerza del arquetipo.
Es que las historias siempre movieron a los niños y jóvenes; la historia que, al mismo tiempo, es poesía y es narración, es ejemplaridad y es atracción. Es quizás por esto que, en la vida de ese santo educador que fuera Don Bosco, se lee que se pasaba una de las siete noches semanales sin dormir. ¿Qué hacía durante esas vigilias el santo de la juventud? ¿Rezaba? ¿Se flagelaba? ¿Se mortificaba físicamente? Nada de eso.
Escribía historia…
¿Historia? Sí, historia para sus jóvenes. Es que, el gran patrono de los educadores sabía que, con las “buenas noches”, “las fábulas” y las “palabritas al oído”, no bastaba: era necesario conocer la historia de los grandes hombres para poder seguirlas.
¿Y qué tipo de historia enseñaba el santo piamontés? Pues como buen sacerdote, primero la Historia Sagrada, luego la Historia de la Iglesia y, finalmente, la de Italia, su país natal. Porque San Juan Bosco sabía que la historia es, según la conocida sentencia ciceroniana, magistra vitae y, cuando se aplica –como debe hacerlo– al estudio de los hechos trascendentes del pasado, focaliza la inteligencia y la voluntad en aquellos hechos pretéritos que hicieron mella a lo largo de los siglos, logrando así una causalidad ejemplar.
Pero nos toca hoy analizar no acerca de esta disciplina sobre la cual ya hemos hablado varias veces, sino acerca de la importancia que los arquetipos poseen para la educación de los niños, siguiendo para ello algunas intuiciones, la misma experiencia y lo que otros ya han dicho antes con mayor pericia, maestría y solvencia.
Comencemos pues describiendo los rasgos del niño para el tema que nos preocupa para luego analizar qué es un arquetipo y, por último, dar algunos consejos prácticos.
1. El niño es una creatura imitadora
Diríamos una verdad de Perogrullo si dijésemos que todo niño, desde su más tierna infancia, comienza a desarrollar sus actitudes a imagen y semejanza de sus mayores. Todo niño imita, copia, reproduce en sí lo que ve a su alrededor. Desde el modo de reír hasta el modo de llorar; desde el susurro o el canto de la madre hasta el grito desenfrenado del hermano. Todo niño copia, libre y racionalmente, lo que pasa por sus sentidos.
Porque el niño está desarrollando, desde su más tierna edad, su propia personalidad, su “temperamento”, como decía Hipócrates, de allí que vaya analizando entre sus pares el modo en que debe comportarse.
El niño quiere ser fuerte como el padre; la niña, hermosa como la madre. Ambos quieren ser vistos en sus pruebas, en sus desafíos; quieren mostrar que ellos también son. No debe sonarnos extraño, entonces, que una niña quiera pintarse los labios como su madre o un niño hacer proezas físicas como su padre. Si estas costumbres se encuentran en sus almas, nos encontramos frente a alguien completamente normal y no contaminado aún por ideologías degeneradas…
Pero es justamente en esta época imitativa en que, como educador, padre o simple tutor, toda persona, en su sano juicio, sabe que el niño es enormemente permeable. Todo lo que se le diga, todo lo que vea, todo lo que sienta, quedará grabado en su alma de modo casi tangible. Por eso cualquiera, en su sano juicio, analiza y cuida al máximo los modelos que este niño tenga, sea dentro como fuera de su entorno familiar o escolar. Porque el niño es una creatura imitadora…
Es quizás en este período, es decir, en el período ya de la conciencia de sí –que varía según las edades y los sexos– en que nuestros padres y abuelos, cuando aún el hombre sabía leer, nos relataban esos cuentos que hoy por hoy parecen olvidados.
- “¡Otra vez, otra vez!” – decíamos, querido escuchar de nuevo el mismo cuento.
¿Y por qué ese “otra vez” resonaba insistente en sus oídos? Porque el niño no sólo ama las historias, sino que cree en ellas.
2. El niño es una creatura creyente
Pasamos ahora a este segundo punto entonces; hemos dicho que el niño es un imitador nato pero no sólo eso, sino que, además, no hay nadie más crédulo, más inocente y –por ello mismo– más fácilmente engañable.
Casi que se podría decir que al puer se le podrían aplicar las palabras de San Pablo referentes a la virtud de la caridad (1 Cor 13,7): “todo lo cree, todo lo espera”. Es propio de su naturaleza infantil ser empapado por las noticias que se le brindan y creerlas sin discusión por no haber sufrido todavía las inclemencias de las traiciones y engaños de este mundo.
Si papá dice que subió el Everest, lo subió. Si “lo dijo mamá”, es porque lo dijo mamá; se acabó. El niño cree sin preguntarse aún el porqué de las cosas relatadas, máxime cuando son narradas por sus seres queridos. Pero existe además, como decíamos antes y amén de quién lo prodigue, una fascinación ante el inicio de una historia.
Basta con hacer la prueba y decir: “Había una vez” para que los niños –y hasta los grandes– paren las orejas como perro asombrado. Es que –seamos claros– no significa con ello que un niño vaya a creer realmente en Blancanieves, o en la carrera de la liebre y la tortuga como cree en la historia que sus padres les cuentan, pero creen que, aunque eso es un cuento, existió en la realidad. ¿En qué realidad? En la realidad de los niños…
Es entonces este segundo el punto que debe quedar sentado: los niños viven en una realidad que es diversa aún a la de los mayores. Y creen en esa realidad “narniana” –si se nos permite el término.
Y como es una creatura creyente, va a no sólo analizar las posturas de los personajes narrativos, sino también sacar sus consecuencias y, por ende, imitarlos, pero siempre en el bien. Porque es tan grande el sentido de la justicia en los niños (basta con ver cómo quieren hacer cumplir las reglas de un juego a rajatabla) que nunca, por más divertido que sea, querrán –jugando– hacer el papel del “malo”.
El niño es una creatura creyente entonces, que cree en las virtudes y vicios de los personajes, como lo narró excelentemente Gabriel García y Galán, en La Pedrada.
En plena Semana Santa, al pasar una imagen del Nazareno, el de la túnica morada, flagelado por otras estatuas que lo acompañaban, hete aquí que:
Un travieso aldeano,
una precoz creatura
de corazón noble y sano
y alma tan noble y tan pura
como el cielo castellano.
…
Se sublimó de repente,
se separó de la gente,
tomó un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo;
…
zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
“¿Por qué, por qué has hecho eso?”
Y él contesta agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
“¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!”
Hoy que con los hombres voy
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
Pero el infante no sólo imita y cree, sino que también observa.
3. El niño es una creatura admiradora
Desde las horas y horas viendo cómo una hilera de hormigas junta en verano sus hojas para pasar el invierno, hasta el modo en que se desarman las piezas de un reloj “para ver cómo es por adentro”, así pasa la infancia un niño normal. Si hasta se podría decir que fue en el niño en quien se basó Aristóteles para decir que “en la admiración comienza el filosofar” (Metaf., 1, 2).
Es que en ese descubrir cómo funcionan las cosas se da en él la admiración que no sólo engendra esa primera curiosidad cuasi-científica, sino que comienza a captar la esencia de las cosas, incipientemente al inicio, cargándolas de contenido después.
Es en la edad de los “porqués” (que sobrevienen a los “qués”), donde el pequeño infante va analizando ya no sólo la realidad sino también el comportamiento de la misma. No sólo “¿Por qué el agua moja?”, sino también “¿Por qué el pastorcito siempre miente?”. Es en esta edad en la que los niños prueban la paciencia de los padres con sus preguntas interminables y –muchas veces– hasta incómodas para nuestros oídos burgueses, cuando comienzan a definirse muchas veces los intereses y anhelos de sus almas.
Algo análogo pasará en el alma de los santos, que se han hecho como niños por la humildad, al querer imitar lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásico:
«Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo… ?».
El niño observa y admira; admira y observa…[1]
4. La función del arquetipo
Pero vayamos al tema del arquetipo.
Ese gran pensador hoy pocas veces recordado que fuera Werner Jaeger, nos legó en su Paideia: los ideales de la cultura griega, una introducción que, sin ánimo de cansar, querríamos compartir aquí, resumiendo al máximo posible sus conceptos. Hablando el gran pensador alemán acerca de cómo se educaba en la Grecia antigua, modelo si los hubo, de pedagogía, nos dice el discípulo de Wilamowitz que, en Grecia,
“la educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. En ella la utilidad es indiferente o, por lo menos, no es esencial. Lo fundamental en ella es καλόν, es decir, la belleza, en el sentido normativo de la imagen, imagen anhelada, del ideal (…). El kalos kagathos griego de los tiempos clásicos revela este origen de un modo tan claro como el gentleman inglés. Ambas palabras proceden del tipo de la aristocracia caballeresca (…). La historia de la formación griega (…) empieza en el mundo aristocrático de la Grecia primitiva con el nacimiento de un ideal definido de hombre superior (…). La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación (…). El tema esencial de la historia de la educación griega es más bien el concepto de areté (…). El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra ‘virtud’ en su acepción no atenuada por el uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y el heroísmo guerrero, expresaría acaso el sentido de la palabra griega. (…). El hombre ordinario (…)no tiene arete(…). La areté es el atributo propio de la nobleza (…)”.
Pero: ¿cómo conseguir esa nobleza, esa “belleza del alma”?, se pregunta el gran humanista; y responde con Aristóteles que, quien desee alcanzarla:
“‘Preferirá vivir brevemente en el más alto goce que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año sólo por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cumplir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes’. En estas palabras se revela lo más peculiar y original del sentimiento de la vida de los griegos: el heroísmo” (…). Es la subordinación de lo físico a una más alta ‘belleza’”[2].
Es a esa belleza, a esa areté de la que hablaban los griegos hacia donde apunta el arquetipo, el ideal. Pero comencemos diciendo primero qué significa esa palabra, hoy caída en desuso y, muchas veces, analogada simplemente con el término “modelo”.
Arquetipo no es lo mismo que “modelo”.
“Modelo” puede ser tanto una fruta en la naturaleza muerta de las pinturas como una joven señorita que muestra sus prendas. La palabra arquetipo posee, por el contrario, un significado aún mayor y diverso; un significado lleno de contenido, como son todos los vocablos provenientes de la eximia lengua griega. En la lengua de Platón, arquetipo viene de arjé, que significa principio, y typos que significa regla, patrón, de allí que “arquetipo” sea el principio normativo, el primer molde, hacia el que se debe tender.
Es función de todo arquetipo, tanto en el ámbito artificial como en el ámbito natural, ejercer una cierta causalidad ejemplar sobre el resto de los seres a modo de atracción. Y dado que el hombre demuestra ser en cada momento de su transcurrir un infatigable ejecutor de formas arquetípicas (basta con mirar cualquier publicidad donde quieren que “nos veamos” reflejados en sus protagonistas) desoír en el ámbito de la educación la voz de los arquetipos sería desoír la misma realidad.
Fue quizás por esto que, en la antigüedad, desde el mundo pagano al judeocristiano, la educación completa se basaba en ellos.
El hombre greco-romano, “catequizaba” arquetípicamente por medio de sus mitos y epopeyas. Antígona, era la mujer fuerte que prefería “obedecer a los dioses antes que a los hombres” al enterrar a su hermano Polinices contra la decisión de Creonte. Aquiles, a pesar de su indómito carácter, entraba en guerra para vengar la muerte de su amigo Patroclo. Edipo, el incestuoso e inocente Edipo, debía pagar la sodomía de su padre penada en su hijo. Porque los pecados de los padres eran penados también en sus hijos.
Pero no sólo de los mitos vivía el hombre antiguo, sino también de las vidas de personajes ilustres, como puede leerse en Jenofonte o en Platón: Sócrates, era el hombre justo que prefería beber la cicuta antes que renegar de su daimon y apostatar de la verdad. César y Alejandro los imitadores de los dioses, con sus vidas paralelas, como lo enseñó Plutarco.
David y Goliat fueron el paradigma del débil con la fuerza de Dios y el fuerte con la debilidad del mundo. Sansón, el pecador arrepentido que, por abdicar de un signo –su larga cabellera– prefirió perecer luego enterrando consigo a sus enemigos. Los profetas, debían amonestar con las palabras del mismo Dios y, con el tiempo, los apóstoles y los santos, son los que marcarán el ritmo cristiano de los tiempos, obrando por atracción.
Es que esa mímesis delarquetipo, tan ampliamente utilizada, era el modo habitual de enseñar en la Ciudad Antigua. Toda la “Paideia”, al decir de Jaeger, comenzaba por los arquetipos y, a partir de allí, se desarrollaba en las mentes de los jóvenes por medio de lo heroico y sublime, yendo de lo concreto a lo abstracto, del símbolo a lo simbolizado, como bellamente lo dijera entre nosotros el mártir Jordán B. Genta:
“La inteligencia juvenil percibe la idea en la imagen viva y concreta, más bien que en la pura abstracción del concepto. Esto significa que el corazón de la juventud sólo puede ser arrebatado por el entusiasmo en presencia de los varones ejemplares: el santo y el héroe, el filósofo y el artista. Sólo la idea encarnada, realizada en una vida egregia, tiene fuerza operativa e irradia una atracción irresistible. De ahí la necesidad de los arquetipos, de los modelos fijos y definitivos, que deben ser propuestos a la juventud como norma y estímulo de su vocación de grandeza[3].
Esa “encarnación de la idea” se da de un modo paulatino en los niños y jóvenes; desde el padre y la madre primero (los dos héroes de nuestra infancia, como dijimos) a las figuras externas de la adolescencia después, de allí que sea necesario (necesarísimo), inculcar en los primeros años de vida de un niño, las figuras arquetípicas para que, pasado el vendaval de la adolescencia y aplacados los hormónicos tiempos, la fortaleza de los mártires, la fe de las doncellas, la caridad de los monjes y la justicia de los reyes santos, vengan en su auxilio desde lo profundo de la memoria.
De allí que San Agustín dijese: “dame los primeros ocho años de vida de un niño y te regalo el resto”. Porque no aprovechados esos primeros tiempos, difícilmente se puede lograr algo más adelante. En este sentido –con el perdón digresión– deseo decir algo que quizás pueda resultar un tanto chocante, pero creo que es mi función hacerlo.
Más de una vez, como sacerdote, he recibido la siguiente pregunta de parte de una madre o de un padre:
- “Padre: nuestro hijo ya es grande y anda por el mal camino. De jóvenes, como padres, no fuimos lo suficientemente convincentes en su educación; le dábamos ciertas libertades y eso, poco a poco, fue haciendo mella en su carácter. Ahora ya es un joven adulto y no sabemos qué hacer… ¿Qué nos recomienda? ¿Hay algún tipo de solución?”.
Si uno se mantuviese meramente en el plano predicamental, de lo horizontal, se debería decir que el tiempo expiró, que no queda nada por hacer, que la naturaleza de las cosas es inflexible y que sólo lamente el tiempo perdido, que ya no vuelve. “Hay un tiempo para todo”, dice la Escritura. Pero el hombre es también un ente que se encuentra en un plano trascendental por lo que, además de arrepentirse buenamente, también cabe –además de rezar por él- recordar que no cesa la filiación o la paternidad con el correr de los años y que siempre hay tiempo para seguir, con caridad y prudencia, educando a los hijos o, a los hijos en los nietos (la segunda oportunidad que Dios nos da). Siempre estará el consejo de un padre o de una madre, especialmente cuando la curva de la vida no ha agarrado a los más jóvenes sin cinturón de seguridad.
Ahora: ¿Cómo inculcar, en su tiempo, los arquetipos cuando deben ser plantados?
5. Plantar los arquetipos en las almas
La pregunta es obligada. Dado que todo niño y todo joven se encuentra inclinado hacia lo concreto, durante la edad simbólica de la niñez, es el momento en que más hincapié deberá hacerse para la implantación de los mismos.
¿Cómo hacerlo? Pues haciendo lo que durante siglos hizo la Cristiandad, enseñando “como se enseñaba antes”, porque “la civilización no está por inventarse, ni la ciudad nueva por construirse”[4].
¿Y cómo se enseñaba “antes”? Con fábulas, mitos, cuentos, poesías, romances… Porque es como decía Chesterton nomás:
“Las cosas en las cuales siempre he creído más son los cuentos de hadas, que me parecen cosas totalmente razonables. El país de las hadas no es sino el asolado país del sentido común. Tenemos la lección de la Cenicienta, que por lo demás es la misma del Magnificat: “exaltavit humiles”. Tenemos la famosa lección de la Bella y la Bestia: una cosa debe ser amada antes de ser amable…”.
Déjenme, para ilustrar lo que venimos diciendo, citar el extracto de un poema que tiene ya más de un siglo donde se intenta resumir esta necesidad que tiene el niño por los cuentos, las hadas y las fábulas:
“¡Ay, lucecita de los cuentos!”
(S. y J. A. Quintero)
¿Quién no goza al recordar
los cuentos que, siendo niño,
nos dijo el tierno cariño
de una madre, en el hogar?…
El del enano y el hada,
el de la infantina mora
que fue reina de Granada,
el del príncipe que adora
la princesa enamorada
y la libra con su espada
de la bruja malhechora
que la tiene encarcelada…
¿Quién no lloró alguna vez
con algún cuento fingido?
¿Quién, oyendo embebecido
los cuentos de la niñez,
no acarició el pensamiento
de marchar en seguimiento
del hechicero cobarde
y ser príncipe más tarde,
como el príncipe del cuento?
…
Nadie se atreva a decir
que en su vida alguna vez
no han tornado a revivir
los cuentos de su niñez…
…
¡Pobre el corazón llagado
por las espinas del mal
que no busque el encantado
palacio del Ideal!…
¡Y pobre del que se olvida
de esa quimera fingida
de nuestros cuentos de ayer!
Pobre el alma dolorida
que no espera ya tener
horas de niño en su vida;
que no espera ya anhelar
las quimeras encantadas
que ayer le hicieron soñar
los lindos cuentos de hadas,
ni recuerda ya sus nombres
con ternuras Y cariños…
¡Qué pena me dan los hombres
que nunca se sienten niños!
¡Qué pena me dan los hombres, que nunca se sienten niños!
Es que, en una sociedad como la que vivimos, con tantos falsos paradigmas, con tantos ídolos creados por la propaganda resulta más apremiante que nunca contrarrestar a nuestros niños con los verdaderos arquetipos del hombre, arquetipos de conductas, de virtudes, de sucesos. De lo contrario, cuando lleguen a la edad de los ideales, a la edad de las utopías, los buscarán por sí mismos, connaturalmente, en un ídolo con pie de barro, o en un superhéroe o en las contra-figuras de las que hablaba Max Scheler, lo que es peor, hacia la indiferencia de la que hablaba Gramsci en los albores de la revolución soviética.
Porque si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades.
6. Consejos prácticos y lecturas
Pero como no sólo es necesario dar síntomas, sino antídotos, intentaremos ahora una respuesta. Un gran educador del siglo XX, John Senior, hablando del tema a los padres, decía:
“Como primera medida, destruyan vuestro aparato de televisión. La Iglesia Católica no se opone a la violencia, sino solamente a la violencia injusta. Entonces, destruyan vuestro televisor. Y con el tiempo y el dinero que ahorran en él compren un piano, y restauren en vuestros hogares el gusto por la música, la música cristiana corriente (…). La clase más importante de música, en sentido amplio, entendiendo con esto toda expresión cultural, es, por supuesto, la música de las palabras: la poesía y la literatura. La música en sentido estricto, ya sea vocal o instrumental, juega un rol muy importante en la formación de la sensibilidad; y lo mismo ocurre con las artes plásticas. Pero lo que uno lee entra directamente en la inteligencia y por tanto, tiene un efecto mayor. Debemos poner nuestro mayor esfuerzo en restaurar la lectura en la casa y, sobre todo, la lectura en voz alta: junto al fuego del hogar en invierno”.
¿Exagerado? No: quizás un poco anticuado. Hoy habría que actualizarlo con internet, los celulares, etc… Es que si no se toman decisiones radicales, difícilmente uno logre ir a la raíz del asunto.
Pero… ¿Qué dar? ¿Cómo fomentar los arquetipos? Pues con lecturas (Senior mismo, al final de “La muerte de la Cultura Cristiana” se dedicó a dar un listado de “1000 libros buenos”) mostrándoselos. En primer lugar, con los ejemplos escriturísticos, que los niños captan excelentemente.
La Biblia, ante todo; para ello será necesario buscar buenas ediciones de las Sagradas Escrituras, sobre todo, con buenas y sanas ilustraciones, para que lo bueno, lo verdadero y lo bello, vayan de la mano.
¿Cómo olvidar, por ejemplo, la vaga resignación de la zorra ante las uvas maduras o las penas de Pinocho ante las mentira proferidas, o la valentía de San Jorge, frente al dragón empedernido?
Pero si queremos bajar aún más al llano y dar algunos ejemplos claros donde los arquetipos se vuelven realidad tangible, hay que comenzar por recomendar una y mil veces de nuevo, sin dar por supuesto nada, los cuentos de los hermanos Grimm, con los que muchos de nosotros crecimos. Ya llegando a más grandecitos, podrá dárseles la Historia sagrada para chicos argentinos, de Gallardoo las fábulas de Esopo o de Fedro y, naturalmente, las vidas de santos para niños (hoy puede uno disponer de toda esa serie magnífica que, a mediados del siglo pasado se publicó como historietas bajo el título de “Vidas ejemplares”).
Si de arquetipos femeninos o masculinos se trata, no podemos olvidar los libros de Louisa Alcott, Mujercitas y Hombrecitos, mal que les pese a las feministas.
También, claro los Cuentos de la selva, Las mil y una noches y Las crónicas de Narnia, que tanto apasionan a grandes y chicos, sin por ello dejar de lado a Asterix y Obelix o Las aventuras de Tintín.
Quizás sirva esta experiencia para quienes deseen oírla: el canto y la poesía han ido necesariamente de la mano al momento de inculcar los arquetipos. Desde Homero hasta el Cid, desde Rolando hasta Santa Juana de Arco, siempre ha sido el canto el que, desde pequeños, nos ha marcado y nos ha grabado a fuego la tradición: esa llama y eslabón que debemos transmitir.
Para ello y para quien no conozca demasiado, estarán siempre los perennes Romances españoles, esos que el gran Joaquín Díaz, desde Valladolid y por toda España, se encargó de recopilar durante todo el siglo XX y que, entre nosotros, el Pro Música de Rosario (en tiempos buenos) interpretó por aquí. ¿Cómo olvidar El romance de la doncella guerrera, que a nada teme o el amor entre el Conde Olinos y la condesa o el de Catalinita, que espera a su amado mientras vuelve de la guerra?
Pero también, en nuestras tierras deberían recuperarse otros romances o, mejor dicho, cantares populares, hoy caídos en el olvido y que durante décadas el gran Juan Alfonso Carrizo se dedicó a recolectar por el norte argentino.
Claramente que no podremos olvidar los Mitos griegos (hay una adaptación para niños de Fernán Caballero, seudónimo de Cecilia Böhl de Faber, para más adelante, ver el Quijote, los clásicos griegos, etc. Es decir, tantos, tantos, que hoy nos resultan un clásico, en el sentido en que los llamaba Genta al citar a Peguy: «Homero es nuevo esta mañana, y el diario de hoy ha envejecido ya».
No queremos dejar de nombrar, como un aporte pedagógico, el excelente sitio de Miguel Sanmartín Fenolleras, hermano de Natalia y autora de “El despertar de la Señorita Prim”, (“De libros, padres e hijos”); nos ha parecido completamente didáctico y de un gran criterio católico al momento de elegir y comentar las obras.
* * *
Pero vayamos concluyendo en esto que ha sido, más bien, una reflexión en voz alta.
¿Cómo es que aún estamos dudando en educar en arquetipos? ¿Cómo no servirnos de nuestros héroes, nuestros santos, nuestros mártires?
“Ama tierra y serás tierra, ama cielo y serás cielo”, decía San Agustín. Es preciso entonces educar para el martirio, educar para el heroísmo, educar para el insólito vuelo del águila.
“Nosotros, los argentinos –digamos por última vez con Genta– venimos padeciendo desde generaciones una pedagogía antimetafísica y antinacional; una pedagogía liberal, positivista y utilitaria, que ha llegado a hacernos desear un alma extranjera, que nos ha ahondado un sentimiento de inferioridad, hasta el punto de avergonzarnos de nuestras tradiciones espirituales y de nuestro linaje español. Nosotros (¡justamente nosotros!), que procedemos de un pueblo de moralistas –santos y caballeros, teólogos y juristas”[5].
Venga entonces la fuerza del arquetipo, el candor del ideal y la gloria del altar en auxilio de nuestros hijos, para lograr, de ellos, la escultura que la santidad y la ejemplaridad del santo y del héroe.
P. Javier Olivera Ravasi
Bs.As. 26/6/2018
Bibliografía general consultada:
- Antonio Caponnetto, Los arquetipos y la historia, Scholástica, Bs.As. 1991.
- Jordán Bruno Genta, El magisterio de los arquetipos de la nacionalidad, conferencia del 20/6/1944, en “Acerca de la libertad de enseñar y de la enseñanza de la libertad”, Buenos Aires 1945.
- Werner Jaeger, Paideia. Los ideales de la cultura griega, Fondo de Cultura Económica.
[1] Los recomendables libros de Catherine L’Ecouyer, hoy en boga, ayudarán a comprender mejor la educación en el asombro.
[2] Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, Fondo de cultura económica, México 1993, 20-29.
[3] Jordán Bruno Genta, El magisterio de los arquetipos de la nacionalidad, conferencia del 20/6/1944, en “Acerca de la libertad de enseñar y de la enseñanza de la libertad”, Buenos Aires 1945, Del Restaurador, 97.
[4] San Pío X, Notre charge apostolique.
[5] Jordán Bruno Genta, El magisterio de los arquetipos de la nacionalidad, 100.
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