11 de marzo.

Lecturas del Domingo 4º de Cuaresma – Ciclo B

Primera lectura
Lectura del segundo libro de las Crónicas (36,14-16.19-23):

En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio. Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años.»
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia:
“El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!”»

Palabra de Dios
Salmo
Sal 136,1-2.3.4.5.6

R/. Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti

Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras. R/.

Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión.» R/.

¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha. R/.

Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (2,4-10):

Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados–, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra a las edades futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.

Palabra de Dios

Evangelio


Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Palabra del Señor

_________________________

Homilía para el IV domingo de Cuaresma B

Este IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como “domingo Laetare“, está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima penitencial de este tiempo santo: “Alégrate Jerusalén —dice la Iglesia en la antífona de entrada—, (…) gocen y alégrense ustedes, que por ella estaban tristes“. De esta invitación se hace eco el estribillo del salmo responsorial: “El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría“. Pensar en Dios da alegría.
Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar “obstinado”, y nos envuelve con su inagotable ternura.
Las palabras de Jesús que acabamos de escuchar están tomadas de su conversación con Nicodemo. En el Evangelio de san Juan, la historia del encuentro de Jesús con Nicodemo sigue inmediatamente a la de la expulsión de los vendedores del Templo, que proclamábamos el domingo pasado. Debido a ese gesto, Jesús claramente tomó partido contra los sumos sacerdotes y los líderes religiosos que gobernaban el Templo de Jerusalén, y que pertenecían al partido de los saduceos, a quienes los fariseos se oponían constantemente, quienes negaban su legitimidad. Entonces podemos ver que había una dimensión política en el enfoque de Nicodemo. Quería poner a este joven rabino, Jesús, que comenzaba a ser popular, del lado de los fariseos, contra los saduceos. “Sabemos, dice, con cierta obsequiosidad, que eres un maestro que proviene de Dios”.
Jesús no se deja poner tan fácilmente del lado de los fariseos, para quienes la salvación debe realizarse dentro del orden establecido por la ley. Él le enseña a Nicodemo que para ser salvo es necesario nacer de nuevo, del Espíritu. Ahora, este nuevo nacimiento solo puede provenir del “Hijo del Hombre”, el único que descendió del cielo. Y es aquí donde comienza el texto del Evangelio que proclamamos recién. Obviamente, es a propósito que el Evangelista Juan usa la expresión “Hijo del Hombre”, presentando al Mesías como el prototipo de una nueva humanidad. Él enseña así que lo que puede salvar a la gente de la muerte es fijar sus ojos en el Hombre por excelencia, es decir, aspirar a la plenitud de la humanidad que brilla en la figura del Hombre-Dios, que se convertirá para todos los hombres en el punto de atracción. Sin decirlo explícitamente, Juan obviamente se refiere a la figura de Jesús en la cruz, en quien el plan de Dios para la humanidad será plenamente realizado. La cruz se ve aquí no en términos de muerte, sino de exaltación gloriosa y salvadora.
Y Juan retoma aquí un tema ya abordado en el Prólogo del Evangelio y que le es querido: la luz ha entrado en la oscuridad de la humanidad; algunos lo recibieron, otros lo rechazaron. Ahora, lo que separa de Dios o une a Dios no son doctrinas, teorías o ideas; son las obras: “Todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz; no viene a la luz, para que no le sean reprobadas sus obras, sino que el que obra según la verdad sale a la luz“. Cuando Juan el Bautista envió a sus discípulos a Jesús para preguntarle si él era el Mesías, no les dio una doctrina, un programa, digamos político-moral; Él les dijo: “Vayan y díganle a Juan lo que han visto“: las obras que hago.
Dios amó tanto al mundo, le dijo Jesús a Nicodemo, que entregó a su único hijo para que todo hombre que cree en él tenga vida eterna, es decir, una vida en plenitud que nunca cesa. La única forma de juzgar el valor de las ideas y teorías religiosas, políticas, sociales o económicas es ver hasta qué punto favorecen la vida y en qué medida lleva a la muerte o siembran la muerte, incluso si lo hacen en nombre de las ideologías de tinte religioso.
Es interesante ver que la primera lectura elegida para la Misa de hoy no está tomada del Libro de los Números, donde se cuenta la historia de la serpiente de bronce, sino del segundo libro de Crónicas. El autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.
Eso mismo nos lo ha confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo, recordándonos que “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2, 45). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término “misericordia”, eleos, utiliza también la palabra “amor”, agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación que hemos escuchado en la página evangélica: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16).
Decía el papa emérito en el año 2006: “Sabemos que esa “entrega” por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor… Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (n. 12). ¿Cómo responder a este amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús. Se trata de un hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la fascinación de este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar los condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de la fe”.
Pidamos que nuestras obras estén siempre en la luz, recordemos que Dios no castiga arbitrariamente, a veces ese castigo lo producimos cuando usamos mal la libertad, quebrantando la ley natural o su gracias. Pidamos ser testigos del amor de Dios, testimoniar el amor de Dios, Padre misericordioso, amor que es el verdadero secreto de la alegría cristiana, a la que nos invita este domingo, domingo Laetare. Dirigiendo la mirada a María, “Madre de la santa alegría”, pidámosle que nos ayude a profundizar las razones de nuestra fe, para que, como nos exhorta la liturgia hoy, renovados en el espíritu y con corazón alegre correspondamos al amor eterno e infinito de Dios. Amén.

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