2 de febrero.

Lecturas de la Presentación del Señor al Templo

Primera lectura
Lectura del libro de Malaquías (3,1-4):

Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.»

Palabra de Dios

Salmo
Sal 23

R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra. R/.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (2,14-18):

Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.

Palabra de Dios

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Palabra del Señor

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Homilía para la Presentación del Señor al Templo

En nuestras celebraciones litúrgicas, a lo largo del Tiempo de Navidad, celebramos el misterio de la Encarnación, es decir, el hecho de que Dios quiso ser uno de nosotros. Durante el resto del año litúrgico, celebramos el mismo misterio bajo diferentes aspectos. Hoy, en la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, celebramos la Encarnación como una reunión: el encuentro de Dios con la humanidad, expresado simbólicamente en la reunión en el Templo el cuadragésimo día después del nacimiento de Jesús. En el rito de la luz, que precedió a nuestra celebración eucarística, celebramos el mismo misterio de la Encarnación de Dios como la venida de la Luz en nuestra oscuridad.
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
La religión de Israel estaba completamente centrada en el culto ritual y en el Templo de Israel, lugar privilegiado de este culto. Al mismo tiempo, los profetas llamaron a la conversión del corazón, la justicia y el amor. Las tensiones nunca habían faltado entre los responsables del culto y sus leyes, por un lado, y los profetas, por el otro. Cuando Jesús aparece, los sacerdotes y maestros de la ley se imponen a la gente y ya no hay más profetas. Todas las enseñanzas de Jesús (recordemos lo dicho el domingo pasado: Jesús no se identifica ni con el rey, ni con los sacerdotes, él se identifica con los profetas) consistirán en mostrar que lo que su Padre espera de los hombres no es ante todo una observancia religiosa o ritual, sino más bien la práctica del amor, la justicia y la misericordia, es la imagen de la actitud de su Padre hacia nosotros, una actitud que nos llevará a dar un culto “en espíritu y verdad”.
Esta es la razón por la cual el Evangelista san Lucas pone esta escena en la introducción a su Evangelio (capítulos 1 y 2) que hemos meditado a lo largo del Tiempo de Navidad. Jesús va al Templo con su madre y su padre, para cumplir un precepto de la ley. Pero aquellos con quienes se encuentra simbolizando el encuentro de Dios con la humanidad, no son los sacerdotes y los maestros de la Ley. Son dos pobres de Yahweh. Simeón no pertenece a la casta sacerdotal. Simplemente era un “hombre justo y religioso que esperaba la consolación de Israel”. Ana era una viuda que había pasado toda su vida en el Templo alabando a Dios. Uno y otro tenían el corazón de pobres, ellos pueden ver a Dios y reconocer la presencia del mensajero de Dios en el niño presentado ese día en el Templo.
Esta primera visita de Jesús al Templo, y la otra a la edad de 12 años, también mencionada por Lucas, y durante la cual Jesús afirma su autoridad, será seguida por varias otras visitas al Templo durante su vida pública, que serán todas encuentros de Jesús con el pueblo y, al mismo tiempo, las confrontaciones con los encargados del culto y la Ley.
Todas estas “visitas” de Jesús subrayan el cambio radical al sentido del Culto. Jesús no desprecia los ritos, los cumple escrupulosamente, pero no quiere que sean actos vacíos. Desde Jesús, lo que está en el corazón de la religión ya no es lo ritual con todas sus celebraciones litúrgicas anuales, semanales y diarias. Lo que está en el corazón de nuestra religión es la práctica vivida del evangelio en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: en nuestra vida privada, familiar o comunitaria, como en nuestro trabajo y en el ejercicio de nuestras responsabilidades cívicas o eclesiales. Aquí es donde Dios nos espera y se encuentra con nosotros constantemente. La liturgia es el lugar donde expresamos continuamente nuestra fe en este mensaje de Jesús, y en el que nos transformamos constantemente en una comunidad eclesial, la comunidad de aquellos que ponen su fe en Jesús de Nazaret.
Siempre estamos tentados de regresar a una mentalidad del Antiguo Testamento que nos lleva a pensar que somos buenos cristianos si asistimos a la Misa dominical y observamos los principales preceptos de la Iglesia, o que somos buenos sacerdotes, o religiosas o laicos comprometidos si observamos fielmente todas nuestras reglas litúrgicas y otras. En realidad, la observancia de la Eucaristía dominical y todas estas reglas son importantes, pero como la expresión simbólica y sacramental de nuestra voluntad de dejar que el Evangelio transforme cada momento y cada rincón de nuestra vida cotidiana. Es entonces, y solo entonces, que cada momento de esta fiel observancia se convierte en un momento de encuentro con Dios.
Que la Virgen recordada en este día como nuestra Señora de la Candelaria ilumine nuestro camino para que demos culto con la vida, cumpliendo lo externo pero llenos de contenido.

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