14 de febrero bis

Homilía para el miércoles de Ceniza

Queridos hermanos:
Hoy es “Miércoles de Ceniza”, primer día de Cuaresma. Lección austera la que nos da hoy la liturgia. Lección plasmada en un rito de eficacia plástica. La imposición de la ceniza entraña en sí un dos significados tan claros y manifiestos que todo comentario resulta superfluo; primero, nos lleva a la reflexión realista sobre el carácter precario de nuestra condición humana, abocada al jaque de la muerte, que reduce a cenizas precisamente este cuerpo nuestro sobre cuya vitalidad, salud, fuerza, belleza y capacidades edificamos tantos proyectos cada día.
El rito litúrgico con enérgica franqueza encauza la atención hacia ese dato objetivo: no hay nada definitivo ni estable aquí abajo; el tiempo fluye inexorablemente y cual río veloz va arrastrándonos sin tregua a nosotros y a nuestras cosas hacia la desembocadura misteriosa de la muerte.
La tentación de sustraernos a la evidencia de esta constatación es ya antigua. No pudiendo escapar de ella, el hombre ha intentado olvidar o minimizar el fenómeno de la muerte, despojándolo de las dimensiones y resonancias que lo constituyen en acontecimiento decisivo de su existencia. La máxima de Epicuro “Cuando nosotros existimos, la muerte no está, y cuando está la muerte, nosotros no existimos”, es la fórmula clásica de esta tendencia siempre presente y siempre tornasolada con mil tonalidades diferentes, desde la antigüedad hasta nuestros días. Pero en realidad se trata de “una artimaña que más hace sonreír que pensar” (M. Blondel). En efecto, la muerte es parte de nuestra existencia y condiciona su desenvolvimiento desde dentro. Lo había intuido bien San Agustín cuando argumentaba así: “Si uno comienza a morir, es decir, a estar en la muerte desde el momento en que la muerte comienza a actuar en él quitándole la vida…, entonces el hombre comienza a estar de verdad en la muerte desde el momento en que comienza a estar en el cuerpo” (De Civil. Dei, 13, 10).
En sintonía perfecta con la realidad, el lenguaje de la liturgia nos advierte: “Acuérdate, hombre, de que polvo eres y al polvo volverás”; son palabras que enfocan este problema, imposible de esquivar en nuestro lento hundirnos en las arenas movedizas del tiempo; palabras que plantean con urgencia dramática la “cuestión del sentido” de este emerger nosotros a la vida para ser fatalmente hundidos otra vez en la sombra oscura de la muerte. Es verdad que “el máximo enigma de la vida humana es la muerte” (Gaudium et spes, 18).
A este enigma —los saben— la fe da una respuesta que no es evasiva. Es una respuesta integrada, ante todo, por una explicación, y luego por una promesa.
La explicación nos viene dada en síntesis en las célebres palabras de San Pablo: “Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado” (Rom 5, 12). Por tanto, la muerte tal como la experimentamos hoy, es fruto del pecado, stipendia peccati mors (Rom 6, 23). Esta es una idea difícil de aceptar y de hecho la mentalidad profana unánimemente la rechaza. La negación de Dios o la pérdida del sentido vital de su presencia han inducido a muchos contemporáneos nuestros a dar al pecado interpretaciones sociológicas unas veces, otras veces psicológicas, o existencialistas, o evolucionistas; todas ellas tienen en común una característica: la de vaciar al pecado de su seriedad trágica. En cambio, la Revelación, no; sino que lo presenta como realidad espantosa, ante la que resulta siempre de importancia secundaria cualquier otro mal temporal. En efecto, con el pecado el hombre quebranta “la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación” (Gaudium et spes, 13). El pecado marca el fracaso radical del hombre, la rebelión a Dios que es la Vida, un “extinguir el Espíritu” (cf. 1 Tes 5, 19); y por ello, la muerte no es más que la manifestación externa de esta frustración, su manifestación más llamativa.
Pero la fe no se limita a explicar nuestro drama. Nos trae asimismo el anuncio gozoso de que hay posibilidad de remedio. Dios no se ha resignado al fracaso de su criatura. En su Hijo encarnado, muerto y resucitado, Dios vuelve a abrir el corazón del hombre a la esperanza. “Lucharon vida y muerte en singular batalla —cantaremos el día de Pascua—, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta” (Secuencia).
En el misterio pascual Cristo ha tomado sobre Sí la muerte, en cuanto ésta es manifestación de que nuestra naturaleza está herida; y triunfando sobre ella en la resurrección, ha vencido en su misma raíz el poder del pecado que actúa en el mundo. Ahora ya en adelante todos los hombres que se adhieran por la fe a Cristo y se esfuercen en acoplar su vida a Él, pueden experimentar en sí la fuerza vivificante que irradia del Resucitado. No es ya esclavo de la muerte (cf. Rom 8, 2), porque actúa en él “el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos” (Rom 8, 11).
Y aquí viene el segundo elemento significado por la ceniza: la conversión.
Si nos pusiese solamente ceniza en la frente para recordarnos la muerte que ha de reducirnos a polvo, no curaría la Iglesia nuestras llagas, sino más bien aumentaría nuestra tristeza; y la tristeza no es el remedio de nuestros males. ¡Bastante tristeza nos da esta argentina inquieta! A este asilo de paz, a este puerto de oración en medio del estrépito de la calle abierto, venimos precisamente algunas veces huyendo de la tristeza del mundo. Y bien, hermanos; no tengamos miedo, porque el polvo que allá fuera enferma, aquí dentro sana; el polvo que la Iglesia nos pone en los ojos nos devuelve la vista, aunque sea cáustico en el momento de la operación; y el que ve, hermanos, no está triste: porque el que ve, sabe adónde va; porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra ni cae en el hoyo.
Y por eso, Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos manda el ayuno, pero nos prohíbe la tristeza. “Cuando ayunen —dice—no se pongan tristes como los hipócritas”.
Y dice el Padre Castellani: Y ¿cómo haremos para no estar tristes teniendo que sufrir el cuerpo?, por la penitencia: no poniendo nuestro tesoro en el cuerpo, que es polvo, ni en las cosas de la tierra, que son polvo, sino más arriba. “Y su Padre que está en los cielos se los pagará allá arriba. No atesoren tesoros en la tierra, donde la polilla y el gorgojo los deshacen, el ladrón rompe y los roba. Amontonen tesoros en el cielo, donde ni polilla ni gusano deshacen, ni el ladrón rompe y roba”.
La polilla y el gorgojo son las miserias de esta vida; el ladrón es la muerte, y el tesoro es lo que buscamos y deseamos, nuestro ideal y nuestro último fin. En lo que buscamos y deseamos es dónde tenemos que hacer penitencia.
El autor del Libro del Eclesiastés, inspirado por el Espíritu Santo, después de haber mostrado amargamente la vanidad de las cosas terrenas, no concluye, hermanos, la desesperación, sino que concluye la moderación.
Después de haber recorrido la vanidad de los placeres que dan hastío, la vanidad de la ciencia que aumenta el sufrimiento, la vanidad de las riquezas, del poder, del nombre, de la fama, de la hermosura, el autor sacro irrumpe en conclusiones de sentido común, de moderación y de templanza. “Hay que despreciar todo lo caduco, hay que usar moderadamente de la vida, hay que usar también templadamente de los placeres y alivios que la hacen serena y llevadera, y sobre todo hay que temer a Dios, cumplir sus mandamientos y recordar su juicio”. “Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es todo el hombre”.
Es curioso que no dice: “Cumple los mandamientos de Dios, porque eso es el alma del hombre. El cuerpo es polvo; cumple los mandamientos para salvar tu alma”. No, hermanos: “Cumple los mandamientos, porque eso es todo el hombre, cuerpo y alma”. El que se salva, salva su cuerpo y su alma: envía su alma al cielo y envía el montón de polvo de su cuerpo a la tierra, como semilla de resurrección.
Hombre verdaderamente sabio, prudente y juicioso, el que se salva. No nos está prohibido desear riquezas, sino desear riquezas mentirosas. ¿Cómo se pueden asegurar las riquezas contra un ladrón? Mandándolas a la caja de seguridad. Ese es el consejo de Cristo: por medio de la limosna, envíen sus riquezas donde no hay ladrones, para que allá los esperen.
¿Cómo se puede asegurar el grano de trigo contra el gorgojo? Hay que sembrarlo. Es el consejo de Cristo: “Si el grano se hunde en la tierra y muere, después brota y hace grande fruto”.
Así nuestros cuerpos, hundidos por la humillación, deshechos por la mortificación, pulverizados por la muerte, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la Inmortalidad.
Mientras tanto, con humildad y bajo el manto de la Virgen le decimos a Dios: ¡Somos pecadores, queremos convertirnos ayúdanos, y que sepamos ayudar a los hermanos y dejarnos ayudar! Amén.

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