En el ser humano no hay épocas de celo que garanticen el ejercicio instintivo de la sexualidad, como sucede con los animales. El hombre ha de controlar su sexualidad, que no puede reducirse a una necesidad biológica, sino que debe responder a una libre decisión.
Cuando una persona no busca al otro o a la otra como fin, sino como un medio que proporciona un placer, podría decirse -en palabras de Carmen Segura-, que entonces, en esa actitud, hacer el amor sería más bien hacerse el amor, lo cual, evidentemente, tiene más que ver con la masturbación -pues se circunscribe a la búsqueda individualista de la propia satisfacción- que con el acto sexual, pues, en definitiva, aunque se realice por medio de otro, es algo que se hace para uno mismo.
Cuando lo que se busca sobre todo es aplacar el ansia de sexo, ese placer no alcanza a satisfacer, aunque calme provisionalmente la apetencia, porque todo placer corporal desvinculado de lo espiritual resulta frustrante. Y su búsqueda aislada -individual o en compañía-, cuando se convierte en hábito, llega pronto a saturar y defraudar (y todo eso aunque resulte difícil dejarlo). Ese defraudamiento se produce, no solo respecto del placer obtenido, sino también y principalmente respecto de uno mismo. Tarde o temprano esa conducta acaba produciendo un desgarramiento interior, e incluso un rechazo y un menosprecio de uno mismo.
Aunque parezca una comparación exagerada, es semejante a lo que sucedía en aquellos antiguos banquetes romanos. Se buscaba el objeto del placer y después se vomitaba para volver a comer de nuevo. El objeto buscado, tanto en el caso del sexo como de la comida, no produce satisfacción completa y pacífica, y ha de ser continuamente repetido o sustituido. En el fondo, se siente poca estimación por él, pues es sobre todo un simple medio, tanto menos apreciado cuanto más se siente uno necesitado de recurrir compulsivamente a él.
Alfonso Aguiló
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