La época de sangrientas persecuciones parecía haber llegado a su fin en todo el imperio romano. A principios del año 312 los emperadores Constantino y Licinio, habían dado un paso adelante en cuanto a la paz para los cristianos.
Derrotado Majencio, Constantino se alzaba en occidente y Licinio en oriente; y los cristianos gozaban de la tolerancia religiosa.
Pero no. Licinio, aunque pagano, luego de haber vencido en oriente a Maximino Daia, volvió a cargar contra los cristianos y, “quitándose la máscara” según la famosa frase de Eusebio (Vita Constantini 1.4 c.22), inició una satánica persecución contra los cristianos sujetos a su dominio enviando a sus legiones a que buscasen a los cristianos y los hiciesen apostatar.
Asia Menor estaba encomendada principalmente a Legión XII, llamada Fulminata, que debía operar en Sebaste (Armenia) donde había un gran número de cristianos.
Amén de la persecución contra los meros civiles, un edicto imperial mandaba que, los oficiales del ejército romano que rehusasen sacrificar a los dioses, fueran degradados y juzgados como traidores al Imperio.
Varios soldados de la Legión XII, cristianos, se negaron a hacerlo por lo que, enterándose de ello el prefecto, intentó convencerles primero de la necesidad de acatar las órdenes del emperador como único medio para evitar el martirio. Pero nada los movía… Aquellos soldados, acostumbrados a la vida dura de la milicia, rechazaron una y otra vez la diabólica invitación.
Entonces, nos dice San Gregorio de Nisa, el prefecto trató de intimidarles, sin saber qué clase de martirio les daría:
“Si les amenazo con la espada —se decía—, no reaccionarán, por estar familiarizados con ella desde su infancia. Si los someto a otros suplicios, los sufrirán generosamente. Tampoco sus cuerpos curtidos por el sol y el aire temerán el martirio del fuego”.
Pensó entonces en otro suplicio más molesto y largo…
Cuarenta soldados cristianos, firmes en su fe, serían condenados a morir de aterimiento, es decir, de congelamiento: en pleno invierno, desnudos, serían introducidos en un estanque helado hasta morir.
El lugar elegido para la ejecución, para dar aún mayor impresión a los mártires militares, era el amplio patio delante de las termas de Sebaste, desde donde los condenados veían el vapor de del calidarium, como una invitación a la apostasía: bastaban sólo algunos pasos para pasar del tétrico frío al calor de los cuerpos.
Las horas corrían y ninguno de los condenados se alejaba de la explanada helada. San Basilio nos cuenta que se animaban mutuamente a permanecer fieles con esta oración:
-“Señor, cuarenta entramos en la batalla, cuarenta coronas te pedimos”.
Los soldados que los custodiaban, asistían estupefactos a la escena.
De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos, salió del estanque y, arrastrándose como pudo, se dirigió hacia el calor de los baños termales, apostatando así de su fe.
Se hizo un silencio aterrador aunque los mártires, seguían diciendo:
-“Señor, cuarenta entramos en la batalla, cuarenta coronas te pedimos”...
Consternado por la escena, uno de los verdugos, movido por la entereza de los mártires, se quitó su armadura y, despojándose de sus vestidos, se lanzó hacia el lago helado para reemplazar él mismo al cobarde desertor diciendo:
-“Señor, cuarenta entramos en la batalla, cuarenta coronas te pedimos”.
Era el 9 de marzo del año 320.
Dios quiera que este ejemplo nos siga edificando y empujando al heroísmo ante tanto cristianismo paralítico.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
10 de Marzo
Memoria litúrgica (según el modo extraordinario) de los mártires de Sebaste
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