Siempre he dicho que los mayores conflictos parroquiales nunca vienen ni por temas de dogmática, ni mucho menos de moral. Hoy nadie discute con su vecino o con su párroco por la conveniencia o no de proclamar a María corredentora, ni se va a hacer problema de si tal cosa es pecado o no. Hemos llegado a un estatus de cómodo relativismo según el cual cada uno es cada uno y tiene, piensa y vive sus peculiares cadaunadas.
Tampoco hay problema en la cosa de la liturgia. Salvo algún cascarrabias que se cabrea cuando el celebrante pasa del misal, o algún iluminado que pide liturgia alternativa, nada de nada. De nuevo un pacífico relativismo, un sencillo conformar y aquí paz y después gloria.
Los conflictos más espinosos que servidor recuerda en su ya dilatada experiencia pastoral han sido siempre por cuestiones no digo menores, sino ínfimas, pero que tocan el amor propio, la tradición recién inventada, la costumbre de cuatro y el ego de dos.
Recuerdo, por ejemplo, los follones en el templo parroquial a cuenta del lugar que ocuparían los papás en la misa de primera comunión de sus niños. Si lo haces tú, la lías. Si delegas en los padres, peor. No obstante, es lo menos malo: “yo, lo que ustedes decidan”. Al final es tal la bronca, que acuden al sacerdote: “que lo que usted diga”. Mi respuesta: “yo de eso no entiendo. El día que explicaron en el seminario lo de colocarse los padres en la iglesia, ese día falté a clase”.
Pues esto no es nada para la que se puede formar cuando se trata de poner el manto a la Virgen de… La que sea. Todo va a las mil maravillas: las flores colocadas, aunque no a gusto de todos, especialmente de todas, pero bueno, se puede llegar a ceder. Luego viene lo del mantel del altar, que Fulanita quiere que sea el que regaló su suegra, Menganita el de su madre, y Zutanita ninguno de los dos porque no puede ver a las anteriores. Todo desde la aparente amabilidad, eso sí.
Y ahora llega el momento de vestir a la Virgen con su manto. ¿Cuántos tiene? Unos pocos… ¿Y cuál se pone? Pues hombre, yo creo que el que regaló el año pasado Fulanita, que querrá que lo luzca. Ya, pero ese se puede dejar para otro día y hoy colocar el de doña X. que es una preciosidad y costó carísimo. No, mejor ese antiguo, el de siempre, para respetar la tradición. O mejor este año cambiamos y ponemos uno sencillito, por variar (qué lista, el sencillito es el que había regalado ella).
Total, que cuando la cosa se va tensando, porque se tensa, entre sonrisas, pero se tensa, y mucho, entonces se llama al señor cura párroco, no exactamente para ver cuál le gusta más, sino para ver de qué pie cojea y a qué señora o familia apoya. Y el caso es que todo es inocente: “que hemos pensado que ponemos el que usted nos diga”. Je. Y digas el que digas, la has liado, contento de alguna, y enfado del resto: “claro, como son tan amigos… y yo bien sabía que el mío no, desde que discutimos por aquello, pues me extraña que no haya dicho que el blanco, con lo amiguito que es de Pepe y María…”
Servidor, visto lo visto, en tales circunstancias, en tocante a manteles, mantos, adornos y perifollos, hace tiempo que ha decidido hacer una confesión pública de su ignorancia debida a que “miren ustedes, justamente el día que explicaron en el seminario lo de los manteles y mantos, justo ese día, falté a clase”.
Pero no, no te libras, que te lo has creído: “anda qué majo, no ha querido mojarse y ahora el lío nos lo deja a nosotras”. Cosas de la vida parroquial…
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