Un buen esquema para entender la personalidad humana y educarla lo escuché a Pilar Sordo, psicóloga experta en educación infantil.
Afirma que los niños necesitan ternura, firmeza y fuerza de voluntad; así se sentirán profundamente amados (afectividad), conocerán exactamente cuáles son los límites (inteligencia) y tendrán muy claro que mucho de lo que pretendan conseguir en la vida lo lograrán con esfuerzo (voluntad). Pero solo me voy a ocupar de la afectividad espiritual, de eso que Dietrich Von Hildebrand denominó el corazón, en su libro memorable.
Lo dañino: la desconfianza. Los hijos jóvenes tienen que convivir con muchas rupturas familiares −también de amigos, televisión, etc.−, y su afectividad no está preparada para esa trasferencia fuerte de dolor y tristeza: todo esto genera sentimientos de inseguridad y desconfianza. Una conclusión pequeña, pero importante, para sus padres: nunca discutir delante de ellos, pues les impresiona mucho, y les agranda la herida de la falta de confianza.
Después, la violencia. Al principio les afecta más la violencia física, sobre todo por la influencia de la televisión; luego, por la violencia sexual de una sociedad cargada de erotismo y pansexualismo, que les puede destrozar su preciosa inocencia −además de cargarles de culpas y obsesiones−. En consecuencia, hay que proteger su afectividad, unir sexualidad y amor, y procurar que no les roben su infancia antes de tiempo.
Por último, el narcisimo. La superprotección, la confusión del cariño con la mimosería y el excesivo protagonismo del niño −siendo el ombligo del mundo, ¿cómo va a querer abandonar esa posición tan cómoda?− consiguen infantilizar a los hijos y una gran inestabilidad sentimental con subidones y bajones emocionales, con paso de las risas a los agobios o a los llantos por minucias. En suma, les llevan a un narcisismo fuerte, a valorar en exceso lo que sienten ellos y a no pensar en cómo se sienten los demás.
Y ¿qué logros positivos? Los expresaba bien Aristóteles en el siglo IV a. C.: “Debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón, para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación”. O sea, que a nuestros hijos les parezca horrible ser mentirosos o tramposos o poco generosos; y que consideren maravillosa, preciosa −en su vida y en la de otros− la virtud, que se enamoren y deseen lo correcto, la sinceridad, la sencillez, la gratitud…
Para esto resultan fundamentales los argumentos, pero para educar la afectividad hay que conseguir que un hijo “experimente las emociones adecuadas para que se vincule afectivamente a ellas y las introduzca en su universo de valores”, como afirma Juan Manuel Burgos.
Lo primero, el ejemplo personal. El de sus padres, y el de las personas que nos emocionan y que, al contárselo a ellos, también les conmueven y les llevan a desear imitar sus conductas. Cuánta importancia poseen los dones que recibimos de los demás para la formación de la afectividad, buscar ambientes de apoyo donde los hijos reciban buenos ejemplos. No podremos, lógicamente, evitar los malos ejemplos, pero sí −siempre− su aplauso.
Además, en estos tiempos complejos, los hijos precisan más que nunca −es su derecho, además− de la autoridad de sus padres. Pero esta autoridad se ejercerá ahora, en gran medida, mediante una comunicación familiar perfecta. Por eso, al ir creciendo los hijos, hay que tener conversaciones confidenciales, de corazón a corazón: abriendo el propio y con plena confianza en ellos. Así se educa bien el corazón. Y no se pierde la autoridad, sino que se refuerza.
Contaba Yves Congar que su aya le repetía que “la felicidad consiste en hacer lo que tienes que hacer y encontrar gusto en eso”. Quizás este sea el mejor resumen de lo que es educar el corazón. Un consejo: enmarquen la frase y cuélguenla, como divisa, en la entrada de sus casas.
Iván López Casanova
Cirujano General. Máster en Educación Familiar y en Bioética
Cirujano General. Máster en Educación Familiar y en Bioética
Fuente: forofamilia.org.
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