–¿Conviene leer este artículo de rodillas?
–Por supuesto. Aunque no es obligatorio.
Prosigo la serie sobre «la muerte Cristiana»: (403) hoy silenciada; (404 y 406) en la doctrina católica; (408 y 417) en la Biblia (AT) y (NT); (419 y 421) y en la Liturgia (I y II). Inicio ahora una exposición de la muerte cristiana contemplada sucesivamente en Cristo y en los santos.
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–La muerte de Cristo en la cruz es evidentemente el modelo supremo de la muerte cristiana. El Hijo de Dios asumió la naturaleza humana para redimirnos con su muerte inocente, liberándonos de nuestra condición mortal, causada por nuestros pecados. «Con su muerte destruyó nuestra muerte».
La vida de Cristo fue un continuo Via Crucis, una muerte permanente. Nadie ha sufrido tanto en el mundo como Cristo. Pero al mismo tiempo Él ha sido el hombre más feliz que ha existido en la raza humana, pues ningún hombre ha sido tan amado por Dios y por los hombres, y ninguno ha amado a Dios y a los hombres tanto como Él (cf. De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, , Pamplona 2013, 3ª ed., pg. 9). Si dice San Pablo «cada día muero» (1Cor 15,31), porque «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14), ¿con qué intensidad ha vivido Cristo antes que él ese mismo sentimiento?
Santa Teresa lo sabe: ««¿Qué fue toda su vida sino una cruz, siempre delante de los ojos nuestra ingratitud y ver tantas ofensas como se hacían a su Padre, y tantas almas como se perdían? Pues si acá una [ella misma, Teresa] que tenga alguna caridad le es gran tormento ver esto, ¿qué sería en la caridad de este Señor?» (Camino, Esc. 72,3).
–La cruz continua que sufre Cristo en la tierra es causada por el pecado del mundo
Cristo sufre la pasión durante toda su vida. Ésta ha sido una convicción común en la tradición de la Iglesia, entendida por los santos a lo largo de los siglos. Hoy, en cambio, muchos cristianos ignoran esta realidad, y algunos la niegan.
En su introducción a los escritos de Santa Gema Galgani, el padre Antonio María Artola, haciendo honor a su condición de pasionista, escribe: «es evidente que en el Cristo histórico se dio un verdadero dolor expiatorio a lo largo de toda su vida. Y ese dolor culminó en la pasión» (La gloria de la Cruz, BAC, Madrid 2002, XVII).
El pecado del mundo es la Cruz de Cristo y de sus santos. Los pecadores no venel pecado del mundo en toda su terrible realidad. Pueden conocer, por ejemplo, la innumerable matanza de los inocentes por el aborto, pero sin sentir mayor aflicción. Pueden conocer sin dolor que una gran parte de la humanidad rechaza a Dios, niega incluso su existencia. Son hombres carnales. Más se duelen, sin comparación, más se preocupan e indignan por una muela mal arreglada recientemente por el odontólogo que por 40 millones de abortos, o muchos más, que se producen cada año.
Por el contrario, Cristo, durante toda su vida, ve ese abismo del pecado del mundo con absoluta lucidez, y por él se duele de un modo indecible, pues nadie como Él ama al Padre, al hombre y al mundo. Esta pasión continua del Salvador en medio del pecado del mundo, esta pasión que dura en él desde que tiene uso de razón, esta vida suya encaminada siempre derechamente hacia la Cruz, es perfectamente conocida por los santos, pues ellos tienen «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Santa Teresa, por ejemplo, comentando la frase de Jesús «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), afirma que Cristo sufrió más por el pecado del mundo que por la misma Cruz en la que agonizó y murió. Por obra del Espíritu Santo que la ilumina, ella lo entendió perfectamente:
–«¡Cómo, Señor!, ¿no se os puso delante la trabajosa muerte que habéis de morir, tan penosa y espantosa?
–«No; porque el grande amor que tengo y deseo de que se salven las almas sobrepuja sin comparación a esas penas, y las muy grandísimas que he padecido y padezco después que estoy en el mundo, son bastantes para no tener ésas en nada en su comparación.
«Es así que muchas veces he considerado en esto y sabiendo yo el tormento que pasa y ha pasado cierta alma que conozco [ella misma] de ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a la de Cristo –que se puede decir casi ninguna en esta comparación– que sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre?
«Sin duda creo yo que [estas penas] fueron muy mayores que las de su sacratísima Pasión; porque entonces [en la cruz] ya veía el fin de estos trabajos, y con esto y con el contento de ver nuestro remedio con su muerte y de mostrar el amor que tenía a su Padre en padecer tanto por Él, moderaría los dolores; como acaece acá a los que con fuerza de amor hacen grandes penitencias, que no las sienten casi, antes querrían hacer más y más, y todo se les hace poco. Pues ¿qué sería a Su Majestad, viéndose en tan gran ocasión, para mostrar a su Padre cuán cumplidamente cumplía el obedecerle, y con el amor del prójimo? ¡Oh, gran deleite, padecer en hacer la voluntad de Dios! Mas en ver tan continuo tantas ofensas a Su Majestad hechas e ir tantas almas al infierno, téngolo por cosa tan recia, que creo, si no fuera más de hombre, un día de aquella pena bastaba para acabar muchas vidas, cuánto más una» (V Moradas 2,13-14).
Ahí tiene ustedes lo que el Espíritu Santo da a entender y a expresar a una santa que tantas veces declara ser «una mujer sin letras»… «Como no tengo letras, mi torpeza no sabe decir nada» (VI Moradas 4,9) (¡ – !).
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–La agonía de Getsemaní
Es un misterio, sin duda, que el mismo Cristo que «desea ardientemente» cumplir su Pascua, el mismo que, después de anunciar su pasión a los discípulo, adelantándose a ellos, «se dirige resueltamente a Jerusalén» (Lc 9,51), es decir, hacia su muerte, el mismo que en la turbación ha confirmado «¡para esto he venido yo a esta hora!» (Jn 12,27), ese mismo Cristo, al hacerse inminente esta hora terrible, pida agónicamente al Padre: «¡pase de mí este cáliz!»… ¿Es que el horror al dolor, a la injusticia y a la muerte ha ofuscado la mente de Cristo y hace temblar su voluntad? Así parece que piensan algunos. «Es el Hijo que protesta ante una decisión que no entiende en cuanto hombre como tampoco la entienden hoy los que sufren» (cf. Pere Franquesa, El sufrimiento, Barcelona 2000, 322).
Por el contrario, no parece creíble que quien ha asumido la naturaleza humana justamente para morir por nosotros, en sacrificio de sobreabundante expiación, llegada la hora de entregar su vida, ofuscado por el terror, pida al Padre «¡pase de mí este cáliz!» en el mismo sentido de Simón Pedro, ante el anuncio de la cruz: «¡no quiera Dios que esto suceda!» (Mt 16,22). No, en absoluto. No incurre Cristo en Getsemaní en el error espantoso que tan duramente reprochó a Pedro: «¡apártate de mí, Satanás!».
El testimonio de los santos místicos, los más lúcidos intérpretes del misterio de Cristo, es unánime. Sin estar ellos saturados de teología, han entendido a esa luz la pasión de Getsemaní y la del Calvario. Ellos han escuchado el grito de Jesús en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Ha llegado a los oídos de su corazón la voz del Crucificado, que «ofrece en su vida mortal oraciones y súplicas, con poderosos clamores y lágrimas, al que era poderoso para librarle de la muerte» (Heb 5,7). Pero han sabido entender, como ya hemos visto en Santa Teresa, que también en la hora de las tinieblas Cristo sufre más por los pecados del mundo que por su propia Cruz, ya inminente.
Sor María de Jesús de Ágreda
¡Otra mujer «sin letras» que lo entiende todo!… En su Mística Ciudad de Dios escribe estas impresionantes meditaciones:
1212. «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz. Esta oración hizo Cristo nuestro bien después que bajó del cielo con voluntad eficaz de morir y padecer por los hombres, después que despreciando la confusión de su pasión [Heb 12,2] la abrazó de voluntad y no admitió el gozo de su humanidad, después que con ardentísimo amor corrió a la muerte, a las afrentas, dolores y aflicciones, después que hizo tanto aprecio de los hombres que determinó redimirlos con el precio de su sangre. Y cuando con su divina y humana sabiduría y con su inextinguible caridad sobrepujaba tanto al temor natural de la muerte, no parece que solo él pudo dar motivo a esta petición. Así lo he conocido en la luz que se me ha dado de los ocultos misterios que tuvo esta oración de nuestro Salvador.
1213. «… aunque el morir por los amigos y predestinados era agradable y como apetecible para nuestro Salvador, pero morir y padecer por la parte de los réprobos era muy amargo y penoso, porque de parte de ellos no había razón final para sufrir el Señor la muerte. A este dolor llamó Su Majestad cáliz, que era el nombre con que los hebreos significaban lo que era muy trabajoso y grande pena, como lo significó el mismo Señor hablando con los hijos de Zebedeo [Mt 20,22]… Y este cáliz fue tanto más amargo para Cristo nuestro bien, cuanto conoció que su pasión y muerte para los réprobos no solo sería sin fruto, sino que sería ocasión de escándalo [1Cor 1,23] y redundaría en mayor pena y castigo para ellos, por haberla despreciado y malogrado.
1214. «Entendí, pues, que la oración de Cristo nuestro Señor fue pedir al Padre pasase de él aquel cáliz amarguísimo de morir por los réprobos, y que siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se perdiese, pues la redención que ofrecía era superabundante para todos y, cuanto era de su voluntad, a todos la aplicaba para que a todos aprovechase, si era posible, eficazmente y, si no lo era, resignaba su voluntad santísima en la de su eterno Padre.
«Esta oración repitió nuestro Salvador tres veces por intervalos orando prolijamente con agonía, como dice San Lucas [22,43], según lo pedía la grandeza y peso de la causa que se trataba. Y, a nuestro modo de entender, en ella intervino una como altercación y contienda entre la humanidad santísima de Cristo y la divinidad. Porque la humanidad, con íntimo amor que tenía a los hombres de su misma naturaleza, deseaba que todos por su pasión consiguieran la salud eterna, y la divinidad representaba que por sus juicios altísimos estaba fijo el número de los predestinados y, conforme a la equidad de su justicia, no se debía conceder el beneficio a quien tanto le despreciaba y de su voluntad libre se hacían indignos de la vida de las almas, resistiendo a quien se la procuraba y ofrecía. Y de este conflicto resultó la agonía de Cristo y la prolija oración que hizo, alegando el poder de su eterno Padre, y que todas las cosas le eran posible a su infinita majestad y grandeza.
1215. «Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad y con la resistencia que conocía de parte de los hombres para lograr en todos su pasión y muerte, y entonces llegó a sudar sangre, con tanta abundancia de gotas muy gruesas que corrían hasta llegar al suelo» (lib. VI, cp.12)
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–La muerte de Cristo es sacrificio expiatorio
«Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «Esto es mi cuerpo y ésta mi sangre, que se entregan por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados». Como enseña San Juan Pablo II:
«Muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan que Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre, para la salvación del mundo» (Salvifici doloris 1984, n.18).
Muere voluntaria y libremente
Evita Cristo varios atentados mortales, «porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). Anuncia su muerte a sus discípulos con toda claridad, porque «sabía todo lo que iba a sucederle» (18,4) y quién le iba a entregar (13,26). Frena con autoridad a quienes quieren impedir su prendimiento y muerte (Lc 22,53). No opone resistencia y calla ante sus jueces: Caifás (Mt 26,63), Pilatos (27,14), Herodes (Lc 23,9), Pilatos de nuevo (Jn 19,9). Obra así porque conoce y acepta que ha llegado su hora, y es fiel a su propia enseñanza: «no resistáis al mal» (Mt 5,39). Declara en fin solemnemente: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18). «Salí del Padre y vine al mundo, y de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre» (16,28).
Muere con gran sufrimiento físico y espiritual
Los azotes, la corona de espinas, la burla de los soldados y el rechazo de su pueblo, que pide su muerte, el desprecio de quienes pasan ante la cruz, los terribles dolores físico de la Cruz, fueron indecibles. Y aún mayores los sufrimientos espirituales: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Quiso Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– que el alma humana de Cristo descendiera hasta lo más profundo del sufrimiento espiritual humano: «sentirse» dejado de la mano de Dios, en noche del espíritu absolutamente oscura.
Pero, por otro lado, tengamos en cuenta que los evangelistas (Mt 27,46; Mc 15,34) refieren que el Crucificado, muriendo, recitó el salmo 21, que comienza por esas palabras tremendas. Citan, pues, solamente el primer versículo, que venía a ser el título del salmo. Pero éste sigue:… «Fieles del Señor, alabadlo… porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó. Él es mi alabanza en la gran asamblea… En su presencia se postrarán las familias de los pueblos, porque del Señor es el reino, él ggobierna a los pueblos… Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor».
Muere por amor y obediencia al Padre
Al final de la Cena, sabiendo Jesús que fieles a Dios son «aquellos que lo aman y guardan sus mandatos» (Dt 7,9 y passim), pues amar a Dios y obedecerle van siempre juntos), dice a los apóstoles: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me ha dado, así hago. Levantaos, vámonos de aquí» (Jn 15,31). Y ya en Getsemaní: Padre, «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). Obedece al Padre hasta el extremo, porque lo ama con todo su corazón, sobre todas las cosas. Muere como vive: «obediente [al Padre] hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).
Muere por amor a los pecadores
Para eso Cristo, para «salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21), siendo el Hijo de Dios eterno, se hizo hombre, para ser mortal, y poder así morir por nosotros. «Nadie tiene amor mayor que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8)… «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).
Muere perdonando a sus enemigos
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Muere en los brazos del Padre
«Jesús, dando una gran voz, dijo: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”.Y dicho esto, expiró» (Lc 3,46). Se ha sentido abandonado por el Padre, pero sabiendo ciertamente que el Padre lo ama y lo recibe en la total entrega de su sacrificio expiatorio, cuando al precio de su sangre establece la Nueva Alianza entre Dios y los hombres.
Muere acompañado por su Madre santísima
«Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, la de Cleofás y María Magdalena.
«Viendo, pues, a la Madre y a su lado, de pie, al discípulo amado, dijo Jesús a su Madre: “mujer, he ahí a tu hijo”. Y después al discípulo: “he ahí a tu Madre”» (Jn 19,25-27).
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Muere y resucita
«Cristo sufrió su pasión de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirlos a Dios. Fue muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu» (1Pe 3,18)… «En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra… Todo fue creado por Él y para Él, y todo subsiste en Él» (Col 1,16-17)… Dimos, pues, «la muerte al Autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hch 3,15).
Contemplando a Cristo en la imagen de arriba, yacente, oremos con la Iglesia «¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza»…:
En plenitud de vida y de sendero – dio el paso hacia la muerte porque él quiso. – Mirad de par en par el paraíso – abierto por la fuerza de un Cordero.
Al Dios de los designios de la historia, – que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza; – al que en la cruz devuelve la esperanza – de toda salvación, honor y gloria. Amén.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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