SAN BASILIO MAGNO
(† 379)
San Basilio Magno es uno de los Padres de la Iglesia griega que más brillaron en el siglo IV en Capadocia y en toda la Iglesia primitiva.
Fue admiración de los eruditos por su elocuencia, expectación de los teólogos por su actuación en las controversias dogmáticas. Asceta por vocación, fue el gran legislador de la sociedad monástica. Como jerarca merece un puesto de honor entre los grandes obispos. Hombre de acción por temperamento, gobernó una vastísima provincia eclesiástica; personalidad rica en perfiles espirituales, reformó intrépidamente su pueblo, siendo así el exponente de la misión práctica y pastoral de la Iglesia.
Por su profundidad de pensamiento, su arrebatadora elocuencia y asombroso dinamismo y por su bellísimo estilo, sus compatriotas le llamaron “el Grande”.
Nació hacia el año 329 en Cesarea de Capadocia (Asia Menor), donde su padre, aunque oriundo del Ponto, ejercía la abogacía y la retórica. De familia profundamente cristiana, sus abuelos vivieron siete años en el bosque durante la persecución de Diocleciano. Su madre, Enmelia, era hija de mártir y hermana de un obispo. Fueron diez hermanos, de ellos tres obispos, Basilio, Gregorio Niseno, Pedro de Sebaste, y una santa, su hermana Macrina.
Mientras su abuela Macrina, también santa, le educaba en la virtud y en las buenas costumbres, su padre le enseñaba los elementos de las ciencias, que luego amplió con los maestros de Cesarea. Aquí hizo amistad con Gregorio Nacianceno; ambos amigos marchaban siempre juntos, no conociendo más camino que el de la iglesia y el de la escuela. Sus escritos rezuman la cultura clásica recibida en su ciudad natal, y posteriormente perfeccionada en Constantinopla y en Atenas, donde volvió a encontrarse con su entrañable amigo Gregorio.
Basilio, sin embargo, no estaba aún bautizado. La formación adquirida fue un baño de humanismo antes de la inmersión en Cristo. Más tarde la considerará como un resplandor de luz eterna y se esforzará por adaptar la ideología griega al pensamiento cristiano. A los veintiséis años retorna a Capadocia, donde los ejemplos de su hermana Macrina, que vivía en casa como las vírgenes consagradas a Dios, le hicieron despertar de un profundo letargo y, viendo la luz de la verdad evangélica, decidió hacerse cristiano. Recibió el bautismo de manos de Dianios, obispo de Cesarea, y encaminó sus pensamientos hacia la vida monástica.
Para iniciarse bien en ella emprende en 357 un largo viaje de estudio orientador a través de las lauras de Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia. Vuelto a su patria, distribuye sus bienes a los pobres, se retira a Annesi, a la orilla del Iris, en el Ponto, donde, gracias a la experiencia adquirida, organiza y funda un monasterio. Su inspirador en ascetismo era Eustato, obispo de Sebaste, en la pequeña Armenia, iniciador de la vida monástica en Asia.
La oración, la lectura, el trabajo manual, consumían aquellas largas jornadas de soledad, vividas en rigor y dureza extremos. Aquí aprendió la teología y sobre todo el conocimiento de la Sagrada Escritura que respiran sus escritos. Los discípulos empezaron bien pronto a afluir. En 358-359 redacta Basilio para sus monjes unas instrucciones generales, conocidas con el título de Grandes Reglas, notables por su sabiduría y moderación; posteriormente escribió las Pequeñas Reglas o exhortaciones y consejos. Quedaba así consagrada la vida común sobre la eremítica, convirtiéndose Basilio en el legislador de la vida cenobítica en Oriente y padre del monacato oriental. Hacía el año 359 compone igualmente para los monjes la Filocalía, es decir, una antología de Orígenes, al que tomara como modelo en su deseo de compaginar la vida ascética con la formación científica.
Fue, efectivamente, preocupación de los Padres y Doctores de la Iglesia oriental aprovechar al máximo para el cristianismo la estructura y las concepciones helénicas del paganismo, en lo que sobresalió Orígenes. El mismo Basilio aconsejará más tarde a los jóvenes la manera de aprovecharse en cristiano de la lectura de los autores clásicos. Al fin y al cabo, la obra de Dios creador en los pueblos precristianos debía forzosamente de conducir, como “economías” o caminos providenciales, a la obra de Jesucristo Redentor. San Basilio vio clarísima esta verdad y trató de bautizar, por decirlo así, a Platón y su escuela.
Hubiera deseado Basilio pasar en su soledad del Ponto el resto de sus días, pero la Providencia quiso consagrarlo también como activo obrero de su Iglesia. Desde el año 360 le vemos fuera del monasterio, paladín de controversias religiosas en defensa de la Iglesia, amenazada exteriormente por la persecución, e interiormente por los conatos de herejía. Acompaña al obispo armenio de Sebaste, Eustato, a Constantinopla; regresa a Capadocia, retornando a su monasterio del Iris; vuelve nuevamente a Cesarea para asistir en su muerte al obispo Dianios. Como sucesor de éste fue entronizado en el año 362 Eusebio, que será durante ocho años el metropolitano de Basilio.
Basilio era ya “lector”, y Eusebio, deseoso de tenerlo a su lado en momentos en que la persecución de Juliano arreciaba contra la Iglesia, le ordenó de sacerdote. Las envidias le obligaron a volverse a su retiro del Ponto, refugio siempre añorado en medio de los vaivenes de la tarea apostólica. Como a la persecución cruenta del Apóstata se añadiese ahora la de Valente en favor del arrianismo, el metropolitano Eusebio, ayudado de Gregorio Nacianceno, consiguió reintegrar a Basilio a su cargo, junto a su obispo. Era el año 365. Cinco años permaneció, ininterrumpidamente como auxiliar de Eusebio. Gregorio traza así la semblanza de Basilio en esta época: “Buen consejero, diestro colaborador, expositor de los libros santos, fiel intérprete de sus obligaciones, báculo de su ancianidad, columna de su fe”.
Durante estos años Basilio desarrolla a velas desplegadas su ministerio apostólico, sin descuidar, sin embargo, su vida de monje; intensifica la lucha contra los arrianos y arrianizantes, se entrega a la reforma del clero y de los monjes y se consagra a la instrucción y servicio del Pueblo cristiano. Durante un período de hambre en Capadocia, por el año 367 ó 368, Basilio, que había ya heredado la fortuna de su madre, entregó sus bienes por segunda vez, recomendó suscripciones, abrió cantinas populares, contribuyendo en gran escala a aminorar los efectos de la desgracia.
Aún encontró tiempo Basilio para reformar la liturgia. No es que él inventara nuevos ritos o compusiera nuevas oraciones; su labor consistió preferentemente, como la de San Juan Crisóstomo, en escoger, entre las plegarias y ceremonias más antiguas, lo mejor y más adecuado, haciendo quizá alguna modificación y aun añadiendo tal vez alguna oración original. Pero esto fue lo suficiente para que se le otorgase a Basilio la paternidad de la liturgia bizantina, que lleva su nombre, y que, por ser más antigua y más larga que la del Crisóstomo, tiene marcado carácter de penitencia, en consonancia con el espíritu ascético de su autor. La liturgia de San Basilio se celebra todos los domingos de Cuaresma y el día 1 de enero, fiesta del Santo en la Iglesia oriental.
Uno de los episodios de esta época fue el viaje del emperador Valente a Cesarea, decidido a implantar el arrianismo; algunos obispos habían suscrito por temor las fórmulas heréticas del concilio de Rímini, y los que no lo hicieron fueron depuestos. El extraordinario prestigio de Basilio en Cesarea alejó el peligro de la guerra religiosa, debiendo marchar el emperador sin intentar siquiera imponer el arrianismo, Basilio era realmente el hombre de Cesarea: diplomacia, administración, caridad… , todo estaba en sus manos.
En esto muere el metropolitano Eusebio. Es natural que la elección de su sucesor recayese en Basilio, alma de la metrópoli. Hubo viva oposición, pero su amigo de siempre, Gregorio Nacianceno, venció todas las dificultades, y Basilio quedó constituido en metropolita de Cesarea de Capadocia. Su misión era harto difícil. Cesarea era una gran sede, cabeza de toda la provincia eclesiástica de Capadocia, y con jurisdicción sobre cincuenta diócesis sufragáneas, repartidas en once provincias; era necesario elegir obispos dignos, vigilar la convocatoria regular de los sínodos, resolver litigios y casos de conciencia.
El primer problema que se le presenta al nuevo metropolita es el del arrianismo, favorecido por el emperador Valente. Este torna por segunda vez a Cesarea con la misma intención de imponer la doctrina de Arrio. Conocida es la respuesta de Basilio al prefecto imperial en Capadocia, cuando éste intentaba ganarlo a los caprichos heretizantes de Valente: “Es que tal vez no te has encontrado nunca con un obispo”. “Nadie ha usado conmigo hasta hoy semejante lenguaje”, había dicho el prefecto imperial ante las enérgicas respuestas del metropolita; y es que Valente se hallaba efectivamente por vez primera ante “todo un obispo”. Impresionado Valente y lleno de respetuoso temor, quiso conquistarle con seducciones y amenazas; pero hubo finalmente de ceder, retirándose de Capadocia sin imponerle ninguna firma contraria al concilio de Nicea y encomendándole por añadidura en 372 la dirección de los asuntos eclesiásticos de Armenia.
La paz, ganada contra la herejía, pareció por un momento perturbarse cuando el emperador dividió Capadocia en dos provincias, con Cesarea y Tiana por capitales. El obispo de Tiana, Antimo, aprovechó la oportunidad para rechazar la autoridad de Basilio y constituirse en metropolitano independiente de Cesarea. Basilio obró hábil y enérgicamente, nombrando obispo de Sásima a Gregorio, ciudad por donde pasaban las vías que conducían a Cesarea los tributos debidos a ésta. Así se conjuró la deslealtad de Tiana. Más tarde, sin embargo, por bien de paz, Basilio consintió en ceder al usurpador una parte de los derechos de la “segunda Capadocia”.
Basilio se esforzó, por otra parte, en asegurar la paz más allá de las fronteras capadocianas, multiplicando sus conferencias con los obispos orientales, manteniendo contacto epistolar con Atanasio e incluso suplicando la intervención del papa Dámaso y la de los obispos occidentales. Un pequeño incidente sobre el nombramiento de obispo para Antioquía por poco paraliza sus gestiones con Occidente, pero ello nada disminuyó su auténtica ortodoxia católica.
Basilio sabía luchar en todos los frentes a la vez, a pesar de que su salud se resentía cada día más. Los intereses temporales de la diócesis le preocupaban; sus cartas abundan en intervenciones de esta clase. Defendió ante el poder civil las inmunidades eclesiásticas; reclamó para ambos cleros la exención de los impuestos; consiguió para sí la jurisdicción sobre los delitos cometidos en perjuicio de las iglesias. Una de sus obsesiones eran los pobres y los esclavos; pedía a los ricos para dar a los indigentes; multiplicó hospicios y casas de beneficencia, instalándolos sobre todo en las ciudades, atendidas eclesiásticamente por corepíscopos, en la capital de la metrópoli fundó la célebre “Basiliada”, establecimiento de inmensas proporciones, hospedería, asilo, hospital y leprosería, todo a la vez, donde centralizó los servicios generales de asistencia a los necesitados. Predicaba frecuentemente sobre la limosna, y a los ricos avaros dirigía los siguientes o, similares reproches: “¿No te sientes ladrón?… No lo olvides; el pan que tú no comes pertenece al que tiene hambre; el vestido que tú no usas pertenece al que va desnudo; el calzado que no empleas es propiedad del descalzo; el dinero, que tú malgastas es oro del indigente; eres un ladrón de todos aquellos a quienes podrías ayudar”.
Valente murió, finalmente, en el año 378. Con ello tornó la paz a la Iglesia, Su sucesor, Graciano, restableció por ley la libertad religiosa, y Basilio pudo dedicarse más intensamente a su labor pastoral. Los habitantes de Constantinopla llamaron a su amigo Gregorio de Nacianzo a ocupar la sede constantinopolitana; la respuesta favorable fue redactada de común acuerdo por ambos amigos, siendo éste tal vez el último acto y la última alegría de su vida. Gregorio escribió que Basilio, aquejado de una grave dolencia de hígado, vivía sin alimentarse y que su piel tocaba inmediatamente los huesos. Extenuado por los trabajos, las preocupaciones y las mortificaciones del asceta, Basilio se consumió prematuramente el 1 de enero de 379. Contaba entonces sólo cuarenta y nueve años de edad.
Cuanto queda dicho es un pálido reflejo de la rica fisonomía espiritual de San Basilio. Sería necesario leer sus innumerables escritos, particularmente su epistolario, donde se halla diseminada la historia de sus crisis interiores, de sus inquietudes apostólicas y de sus dolores espirituales. Junto al asceta y al contemplativo, al pastor infatigable y al defensor de los derechos de la verdad católica, encontramos al insigne polígrafo, que en multitud de cartas, de discursos y tratados dogmáticos, preferentemente ascéticos, iba vertiendo su ciencia y su piedad, encaminadas a llevar las almas a Dios.
Hablando de su oratoria, se ha dicho que Basilio fue el primer orador de la Iglesia; Atanasio arengaba a los soldados de la fe; Orígenes dogmatizaba ante sus discípulos; Basilio hablaba a todas horas y a toda clase de hombres, con un lenguaje a la vez natural y sabio, cuya elegancia no disminuía ni la sencillez ni la valentía. Gregorio fue tal vez más brillante; para Basilio la dicción y el estilo eran no ornato, sino armas, cuyo mango, más o menos labrado, sólo servía para clavarlas más hondas.
Sus cartas reconocidas como auténticas suman unas 365 y, salvo algunas que son de simple cortesía, nos permiten seguir día a día su prodigiosa actividad. El epistolario basiliano brinda al historiador preciosas noticias sobre la vida de los cristianos en época tan turbulenta de la historia de la Iglesia; su estilo es bellísimo y su contenido revela el alma de un gran santo. Unas se refieren a asuntos generales de la Iglesia, otras aluden a la vida monacal, algunas son verdaderos tratados de teología y disciplina canónica, bastantes son cartas de consuelo a familias desgraciadas, algunas están dirigidas a pecadores y a sacerdotes infieles, la mayor parte se refieren a la muchedumbre de negocios confiados a la solicitud pastoral de Basilio.
Pocas en número, pero de altísimo valor doctrinal, fueron sus obras dogmáticas: los tres libros contra el arriano Eunomio, escritos en 363-365, y el tratado sobre el Espíritu Santo, redactado después del año 70. Ambos vienen a ser como la síntesis trinitaria y teológica del doctor de Cesarea. Sobriamente elegantes, ricos de estilo y de elocuencia, estos tratados se mueven dentro de la filosofía metafísica de la antigüedad, de contornos platónicos, peripatéticos, eclécticos; alguien ha llamado a Basilio el Platón cristiano; pero el contenido es netamente niceno.
Basándose en las definiciones del concilio y en la doctrina de su gran apologista San Atanasio, Basilio defendía, contra Sabelio, la distinción de personas divinas; contra los arrianos, su perfecta igualdad, alerta a cortar los brotes renacientes de la herejía y captando a los indecisos semiarrianos a la confesión de fórmulas trinitarias claras. Paladín del omousios, acogía, sin embargo, las expresiones sinónimas, a condición de un acuerdo objetivo. Matizó los términos, aún confusos, de “naturaleza” y “persona” o hipóstasis, entendiendo por aquélla lo que en Dios es común; y por éstas lo que en Dios es especial. Difundió como ningún otro, al par que la acreditó con su autoridad, la fórmula “una sola esencia y tres hipóstasis”, estereotipada definitivamente en la doctrina católica del dogma trinitario.
Tiene otro mérito San Basilio en lo relativo al dogma de la Trinidad, y es el haber profundizado la doctrina sobre el Espíritu Santo y preparado así la síntesis dogmática del concilio de Constantinopla relativa a la tercera persona de la Santísima Trinidad. En lo que respecta a la procesión del Espíritu Santo “del Padre y del Hijo”, San Basilio defiende la verdadera doctrina, aunque use indistintamente la fórmula de cuño oriental “procede del Padre por el Hijo”. Las frases a veces un poco ambiguas, supuesta la imprecisión ideológica de la época, reciben un sentido recto en el conjunto de los escritos trinitarios de Basilio.
No menos importantes fueron sus homilías y escritos exegéticos. Los discursos, unos interpretan a la Sagrada Escritura, otros son parenéticos, dogmáticos algunos, morales bastantes. Se cuentan unos veinticuatro como auténticos de San Basilio. Entre las obras exegéticas se encuentran las nueve homilías sobre el Hexámeron, cortadas en el día quinto, pronunciadas por Basilio durante una semana de Cuaresma; y las trece homilías sobre los Salmos, predicadas, como las anteriores, antes de recibir la consagración episcopal. En el Hexámeron describe brillantemente las obras de Dios creador, pero se extiende juntamente en el planteamiento de los problemas filosóficos o científicos relativos al origen del mundo. En la exégesis de los Salinos, Basilio sigue más bien las directrices alegóricas de la escuela alejandrina, encauzándolas a los variados temas de la mística y de la moral.
Notemos que todos los escritos de San Basilio acusan una tendencia moralizante y pastoral, a que su alma apostólica tan fuertemente le inclinaba; sólo eso permitiría, aun sin tener en cuenta sus escritos especializados, contarlo entre los primeros escritores ascéticos. Pero San Basilio no podía por menos de legarnos tratados especiales sobre la ascesis. Ya han quedado consignadas las Grandes Reglas, divididas en 55 capítulos, y las Pequeñas Reglas, resumen de las anteriores en 313 apartados. Publicó además el libro de los Morales, colección sistemática de textos del Nuevo Testamento, cinco tratados sobre la vida cristiana, y las homilías de contenido moral arriba mencionadas. San Basilio no fue un moralista teórico o doctrinario, ni siquiera un sistematizador de los principios o de las aplicaciones ascético-morales. Pero esto no quiere decir que su doctrina no sea coherente en el fondo, ya que emana de principios filosóficos y teológicos indiscutidos; fue en este terreno donde supo mejor San Basilio, al igual que otros Padres de la Iglesia primitiva, armonizar el helenismo pagano y el cristianismo; de aquél supo conservar el marco y el fondo de eterna sabiduría, de este extrajo la sublimidad de la doctrina y sobre todo el misticismo ardiente de su alma. “Cuando yo tomo sus tratados morales y prácticos —escribe su amigo y panegirista San Gregorio Nacianceno—, mi alma y mi cuerpo se purifican, me transformo en el templo digno de Dios y en instrumento dócil del Espíritu Santo para albergar su gloria y su magnificencia. Su soplo pone en mí un ritmo de armonía, yo me siento otro, metamorfoseado a semejanza de Dios.”
La doctrina ascética de San Basilio ha inspirado en todas las épocas familias religiosas que han seguido su regla, han imitado su espíritu y han adoptado su nombre. Se puede afirmar que es la regla monástica por antonomasia del Oriente cristiano. Hasta en nuestra España floreció un tiempo una Congregación de monjes, basilios, esplendor de cultura y santidad.
Sus funerales fueron emocionante testimonio de su popularidad y santidad; asistieron a ellos católicos, paganos y judíos. Cesarea le tributó inmediatamente culto, que la Iglesia universal no tardó en ratificar. El Occidente celebra su fiesta el 14 de junio, mientras que el Oriente lo festeja el día 1 de enero, aniversario de su muerte.
Basilio recibió sepultura en el sepulcro de sus mayores; “cerca de los obispos el obispo; el mártir, cerca de los mártires, junto a los predicadores, la gran voz que sigue vibrando en mis oídos”, dijo San Gregorio de Nacianzo en su panegírico sobre su amigo Basilio.
SAN GREGORIO NACIANCENO
(† ca.390)
Es San Gregorio de Nacianzo uno de los grandes padres de la Iglesia, espíritu de elevada cultura, brillante y humano, dulce y tierno, el hombre de la buena amistad, que no sabe vivir sino de la contemplación y de un trato reposado con el Señor. Teólogo a la vez hábil, orador y poeta, lleva consigo la fuerza de la verdad cristiana, que se abre, arrebatadora, armonizando en su palabra y en sus escritos todo el legado del saber antiguo con los principios del Evangelio y de la Sagrada Escritura.
Nace hacia el año 329 en el pueblecito de Ariance, junto a Nacianzo, pequeña villa al sudeste de Capadocia, y ya de niño es consagrado a Dios por su piadosa madre Nonna. Era hijo, a su vez, de Gregorio, obispo de Nacianzo, a quien Nonna había convertido, haciéndole pasar de la secta de los ipsistarios, un conglomerado de ideas pagano-judío-cristianas, así llamada porque adoraban a Júpiter ipsistos o altísimo, y que había pasado en su conversión a ocupar la silla episcopal de la ciudad.
El pequeño Gregorio crece bajo los cuidados solícitos de su madre, que le va infiltrando suavemente la doctrina del Evangelio, y, ya en edad de tomar estudios, frecuenta la escuela de Cesarea de Capadocia, más tarde la de Alejandría y por fin la renombrada de Atenas, donde se va a encontrar con un condiscípulo, también de extraordinaria vida y sabiduría, con quien va a iniciar una amistad, dulce y delicada, que se iba a extender por toda su vida. Era Basilio, que también había nacido en Capadocia y que, junto con su hermano San Gregorio Niseno y nuestro Santo, el Nacianceno, iban a ser como tres grandes astros de la Iglesia oriental, distinguiéndose el primero por la prudencia de su gobierno y de su acción, el segundo por la fuerza de su pensamiento y el tercero, el de la pequeña aldea de Ariance, por la maestría que había de demostrar por medio de su pluma y de su palabra.
En Atenas ambos conocen a un joven de ideas desvariadas, perteneciente a la familia del emperador y que pronto había de hacerse tristemente célebre con el nombre de Juliano el Apóstata. Ambos van juntos a las escuelas, y, como nos dice el mismo San Gregorio en la hermosísima oración fúnebre que pronunció en memoria de su amigo, a ambos les guiaba la misma ilusión de la doctrina y de la verdad; cada uno tomaba la gloria de su amigo como propia, y los dos se entregaban juntos al estudio, dejando para los demás todo aquello que sonara a fiestas, espectáculos, convites y diversiones.
Unos años después de haber dejado Basilio las escuelas atenienses vuelve también Gregorio a su patria, en el 357, resuelto a dedicarse por entero a la vida de ascesis y de soledad, Siguiendo la costumbre de entonces, no había recibido todavía el bautismo, y lo hace unos años más tarde, en el 360, cuando contaba ya los treinta años de edad. Pronto se da a conocer, sin embargo, entre los fieles, que hacen fuerza en su padre para que le ordene de sacerdote, lo que consigue hacer, al fin, en el 361, aunque fuera sin grande conformidad por parte de Gregorio. Este no se creía digno para ejercitar el sublime ministerio y, dolido un poco por la violencia que con el habían usado, huye a la soledad de Iris, en el Ponto, junto a su amigo Basilio, justificándose con un escrito, la famosa Apología de la fuga, que no es otra cosa sino un canto delicado a la grandeza y sublimidad del sacerdocio cristiano.
Poco después aparece de nuevo en Nacianzo para ayudar con su ministerio a su viejo padre. Por este tiempo la herejía arriana estaba todavía muy extendida por el Oriente y no era poca la confusión que reinaba ante la incertidumbre de aceptar una u otra fórmula de las que los arrianos presentaban ante los católicos como verdaderas y ortodoxas. El obispo de Nacianzo, tal vez engañado, había suscrito la fórmula semiarriana de Rímini, originando con ello un gran disturbio entre la comunidad.
Gregorio convence, por fin, a su padre, que se retracta públicamente, con lo que de nuevo se restituye la calma. Por su parte, sigue trabajando en la diócesis, aunque más bien retirado en el estudio y la oración, pero en esto recibe la llamada de su amigo Basilio, quien se había propuesto echar mano de él para uno de los episcopados que recientemente había fundado en pequeñas villas de Capadocia. Gregorio se resiste de nuevo, pero Basilio le impone casi forzadamente las manos, haciéndole con ello obispo de Sásima. “Es la única cosa —dirá después el santo varón— en que no puedo alabar ni alabaré nunca a mi amigo”. ¡Tanto le costaba el desprenderse de su soledad querida, y tanto le disgustaba todo lo que pudiera saber a honores o distinciones entre los hombres!
San Gregorio, sin embargo, prefiere permanecer al lado de su padre, pero cuando éste muere en el 374, y un poco más tarde su madre Nonna, torna de nuevo a la soledad, encerrándose en el monasterio de Santa Tecla, en la Isauria.
Una circunstancia especialísima iba a cambiar el rumbo de San Gregorio, quien, dejando aparte sus aficiones de recogimiento y de estudio, se va a sacrificar de nuevo en aras de los grandes intereses de la Iglesia. En esta época la capital del Imperio de Oriente se veía presa de convulsiones desagradables, debido a la influencia de los arrianos, que cada día iba haciéndose más preponderante. Los católicos eran preteridos en todos los cargos y hasta se les habían arrebatado todas sus iglesias, bajo el dominio despótico del emperador Valente. Con el advenimiento del español Teodosio la calma vuelve a reinar entre las cristiandades, y es entonces cuando los fieles de Constantinopla, a quienes había llegado la fama de ciencia y de santidad de Gregorio, recurren a él para que se haga cargo nada menos que de su iglesia patriarcal, la segunda en importancia después de la de Roma.
Cuando San Gregorio ve delante de sí a los enviados de la desventurada iglesia, movido a piedad ante sus instancias, acepta el espinoso oficio y se deja acompañar hasta la capital de Oriente. Era necesario reponer en toda su ortodoxia la fe católica, y ello lo hará nuestro Santo con su admirable elocuencia y con su virtud, no faltándole por su parte tribulaciones de todo género y especie. En los primeros días no cuenta ni siquiera con una iglesia propia, teniendo que celebrar los sagrados oficios en una habitación de la casa de un amigo. En esta humilde capilla, llamada por él mismo, con palabras de buen augurio, Anastasis o Resurrección, pronuncia los cinco discursos sobre la Trinidad, que han sido considerados como una de las joyas más esplendentes de toda la teología oriental.
Los arrianos se remueven contra la renovada ortodoxia y en una ocasión, en la vigilia de la Pascua, mientras San Gregorio administraba el bautismo a los catecúmenos, levantan un motín entre la plebe, a la que lanzan contra la Anastasis arrojando palos y piedras y llegando a herir hasta al mismo celebrante. Poco después llega a Constantinopla un tal Máximo, filósofo cínico, con bastón, capa y una larga cabellera. Este pretendía conciliar la doctrina de los cínicos con la del Evangelio. Y supo engañar tan bien al bueno de San Gregorio, que éste llega a hospedarle en su propia casa, le hace sentar a su mesa y hasta llega a celebrarle en la iglesia con un magnífico panegírico. Una noche, sin embargo, abierta por traición de un eclesiástico la capilla de la Anastasis, entran en ella algunos obispos venidos de Egipto, y allí mismo consagran al embaucador Máximo.
Cuando, según los cánones, fueron a recortarle la cabellera, se dieron cuenta con estupor de que era postiza; sin embargo, a la mañana siguiente, al entrar los fieles en la Anastasis para los oficios, encontraron al recién consagrado Máximo, que estaba ocupando la sede de Gregorio como nuevo obispo de Constantinopla. Pronto se entera el Santo de lo ocurrido, y, lleno de pesar y en parte también desalentado, piensa en retirase inmediatamente de su sede para pasar de nuevo a su añorada soledad, pero el pueblo le hace quedar casi por la fuerza: “Quédate, quédate —le gritaban—; de otro modo, a la vez que contigo, se nos marchará también la Trinidad,”
Las cosas se arreglan cuando en diciembre del 380 llega a Constantinopla el emperador Teodosio, que hace en seguida imponer su recto criterio. El arriano Dentáfilo tuvo que salir de la ciudad, Máximo es confundido públicamente y, desde entonces, los católicos obtienen todas las iglesias con los bienes que les eran anexos. El mismo Teodosio acompaña a Gregorio a la cátedra episcopal, entre una multitud que aclamaba delirante. Desde ahora, como antes en la reducida Anastasis, la elocuencia del Nacianceno va a resonar libremente durante cinco meses en la amplia nave de la iglesia de Santa Sofía.
Con el fin de asegurar un triunfo tan significado contra el arrianismo, el emperador hace que se reúna un concilio general, que había de ser el segundo ecuménico de Constantinopla, del año 381. Lo preside Melecio de Antioquía, jefe de una facción semicismática de Oriente. Ante las instancias de Roma, de San Ambrosio, de Milán, de los obispos occidentales y de muchos orientales, con San Gregorio a la cabeza, se logra hacer, por fin, un pacto entre las distintas banderías. Pero era mucho conceder, sobre todo ante la Iglesia de Roma, y, de hecho, muchos obispos siguieron en su pertinacia, con gran disgusto de todos. San Gregorio, que había sido el mediador entre todos ellos, recibiendo siempre buenas palabras, se disgusta ante las bajezas, la hipocresía, las intrigas y la vida mundana de tales obispos, “que deglutían como bandada de garzas y gritaban como bandada de avispas”. El Santo no puede resistir aquella situación y empieza a echar de menos otra vez su soledad, sacando el propósito de volverse a ella, de una vez y para siempre. Sus mismos enemigos le preparan pronto una oportunidad para ello. Abiertamente, y por parte de algunos obispos egipciacos, que habían llegado de improviso cuando ya hacía tiempo que el concilio estaba abierto, se empezó a discutir sobre la legitimidad de la elección del mismo San Gregorio para la sede de Constantinopla, ya fuera porque primeramente había ocupado aquella otra de Sásima, o ya porque, siendo obispo de la ciudad, había sido derrocado, según ellos legítimamente, por Máximo el Cínico. Era fácil romper tan débiles y fútiles pretextos, pero el Santo, tomando el suceso como un signo especial de la Providencia, se contentó con responder humildemente: “Arrojad a Juan al mar, y pronto volverá la bonanza.” Y allí mismo toma el camino del desierto. Era en junio del 381.
Después de la renuncia San Gregorio vuelve a Nacianzo, rigiendo aquella iglesia, que había quedado sin pastor por la muerte de su padre, pero vuelve en seguida a la suspirada soledad, alternando el estudio con los ejercicios ascéticos. En compensación sigue escribiendo. De vez en cuando visita la comunidad de Nacianzo y la ayuda con sus consejos, rehusando constantemente el asumir de nuevo su gobierno. Sólo en una ocasión, cuando uno de los herejes apolinaristas logra ocupar un cargo en la comunidad, San Gregorio recurre ante el emperador, hasta que, por fin, es arrojado el intruso.
Por lo demás, andando de una parte a otra, sigue vigilando no solamente la iglesia de Nacianzo, sino todas las demás de Oriente, contra las posibles infiltraciones de arrianos y apolinaristas. En el 388, ante un peligro que se veía inminente, hizo promulgar contra estos últimos una nueva ley de condenación. Al fin, el Santo se retira al mismo pueblecito donde había nacido y allí, entre la admiración de todos los fieles, muere con toda santidad hacia el año 390.
La vida azarosa de San Gregorio responde a una labor ingente de obras y de merecimientos. Es el orador insigne, el poeta, que a la fecundidad más asombrosa supo unir la energía y la elegancia. Es el predicador y el contemplativo. Con su pensamiento y con todo su profundo conocimiento de las literaturas clásicas iba a llenar una laguna en la exposición de la doctrina cristiana, ya que hasta entonces era necesario recurrir para ello a los recursos de la literatura pagana.
Hombre sencillo, por otra parte, está lleno de melancolía mística Y de ternura. El mismo se precia de enseñar pescadorilmente”, como los apóstoles, no aristotélicamente. Su actividad, mientras es obispo de Constantinopla, y su predicación son tan brillantes que el mismo San Jerónimo hace lo posible por llegarse a la ciudad tan sólo por oírle.
Las obras más bellas de nuestro Santo son sus cuarenta y cinco famosos discursos u oraciones. Muchas de ellas son larguísimas. La segunda, el Apologético de la fuga, sirvió de modelo a San Juan Crisóstomo para componer su libro sobre las excelencias del sacerdocio; la cuarta y la quinta, contra Juliano el Apóstata, son dos invectivas de extraordinaria aspereza v violencia, que tal vez no fueron nunca pronunciadas: la 43 es en alabanza “del gran Basilio”. Sobre todas ellas sobresalen la 27-31, recitadas en la Anastasis contra los arrianos, que merecieron a nuestro Santo el título de “teólogo”, no tanto por su originalidad y fuerza de especulación cuanto por su fidelidad a la Escritura y a la Tradición, y el arte admirable de hacer entender a las inteligencias más sencillas los más sublimes misterios. San Gregorio impregna sus frases de reminiscencias bíblicas y clásicas; fulmina la avaricia de los ricos, que en tiempo de carestía especulaban sobre la pública miseria; hace ver en las desgracias de esta vida la misericordia de Dios; exalta la virginidad: “Christus ex virgine! Mulieres, virginitatem colite, ut Christi matres sitis!”; y, sobre todo, es el orador de la Trinidad. De Ella habla y a Ella se dirige en todas las ocasiones. Es el primero en señalar las tres Personas con las palabras: ingenitus-genitus-procedens, y es también el primero en usar la expresión de la “circuminsessio”, a la vez que proclama sin reticencias la divinidad del Espíritu Santo.
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