La respuesta a esta pregunta la he meditado mucho, muchísimo. Entre otras cosas porque éste es un asunto muy polémico en el que muchos padres pueden sentirse ofendidos. Pero aquí está mi sincera respuesta a esta pregunta. Respuesta que, sin duda, no será del gusto de muchos. Mucho me temo, incluso, que disguste a la mayoría de los lectores.
En este artículo llamaré frementes a los bebés que sollozan o berrean, y a los niños de hasta dos años, más o menos, que hacen bastante ruido. En latín, el verbo fremere significa refunfuñar, hablar metiendo gran ruido, protestar airadamente.
¿Ese tipo de niños asistían a las predicaciones de Jesús? La respuesta categórica es no. En una época sin micrófonos, era costumbre general que cuando hablaba alguien en la plaza de un pueblo, las mujeres con bebés que lloraban abandonaban ese espacio público. Un solo bebé sollozando hubiera bastado para que nadie en una plaza hubiera escuchado nada. Por potente voz que tuviera el orador que se dirigía a un centenar de personas, la necesidad de silencio era absoluta. Ningún orador puede competir con el lloro desconsolado de un infante.
Hay que tener en cuenta que en el siglo I el índice de natalidad era muy alto. En cualquier grupo de cien lugareños adultos transitando una plaza, no es que hubiera estado presentes uno o dos bebés, sino que hubiera habido, por lo menos, una decena.
En un grupo de cien hombres, la mitad eran mujeres. De esas 50, como mínimo unas 25 estarían en edad fértil. Lo más probable es que unas diez contaran a su cargo un hijo menor de dos años.
Con este índice de mujeres con niños, sin ninguna duda, cuando un orador hablaba a doscientas o trescientas personas, la costumbre era que las mujes con niños muy pequeños que lloraban se marchasen del espacio público en silencio sin que nadie se lo tuviese que indicar, ésa era la costumbre. La frase dejad que los niños se acerquen a mí, no se refería a la permisión de que las madres con niños llorando se quedaran en el lugar o incluso que se acercaran a Jesús cuando enseñaba como maestro.
Cuando escribí mi obra La catedral de San Agustín, si algo quedó claro en ese estudio, era la mala acústica de la típica basílica romana y los esfuerzos de los clérigos para ser escuchados desde el comienzo del presbiterio. El ambón en mitad de la nave (al estilo del de San Clemente en Roma) surge para tratar de solucionar este problema, los problemas para ser escuchado aun con un silencio perfecto.
No hace falta insistir en que un solo niño hubiera hecho imposible a cualquiera de esos santos ser entendido. En las misas de San Agustín o de San Juan Crisóstomo o de San Atanasio, si las madres con niños menores de dos años hubieran estado presentes en el templo, habría habido no menos de treinta infantes de esa edad cada domingo en la misa de cada uno de esos obispos. Ningún sermón hubiera sido escuchado por los asistentes. Para la gente de esa época, esos sermones eran importantísimos. Había un gran interés por ellos.
En el año 2016, en Europa, nos preguntamos si los frementes deben estar presentes durante el sermón. Nos preguntamos eso porque asisten dos o tres familias con esa categoría de niños. En la antiguedad romana, esta cuestión quedaba zanjada por una mera cuestión de sentido común ante un número elevado de bebés. Insisto, ocurría lo mismo en los tiempos de los rabíes judíos y también de Jesús: el silencio era perfecto, porque los asistentes querían escuchar. La gente estaba allí para escuchar. Con cajas destempladas y malos modos hubieran alejado cualquier obstáculo a la tarea de escuchar.
Zanjada la cuestión histórica, nos queda preguntarnos si actualmente con micrófonos existe la misma situación. No nos engañemos, un solo niño fremente distrae notablemente a toda la comunidad congregada. No digamos nada si la natalidad fuera, por ejemplo, el doble. Que un niño llorando es muy incómodo durante el sermón es un hecho objetivo.
No es que la gente de los bancos de alrededor no aguanta nada, como se quejan algunos padres. En un cine, en un teatro, en un concierto jamás se permitiría, lo que se pretende imponer en la iglesia: que los demás aguanten las molestias por más que éstas sean exasperantes. Los padres no suelen entender que la gente en ese momento quiere escuchar.
A los padres, en mis misas, les he pedido que durante el sermón uno de los padres salga con el niño fremente. Y que el otro cónyuge le avise cuando comience el Credo.
Fuera del sermón, los niños apenas distraen porque las oraciones son fijas y el pueblo fiel las conoce de memoria. Un niño llorando apenas distrae durante el resto de la misa. El momento problemático es durante el sermón. Allí sí que la atención disminuye radicalmente con ruidos.
Esto es lo que yo hago en mi iglesia. Lo que muchos padres hacen en otros templos es tratar de calmar a sus niños. Sólo cuando fracasan y resulta evidente que la molestia es notable, los padres se dan cuenta de la situación resulta bastante inaguantable y salen afuera: a esas alturas el sermón ya está a la mitad como mínimo.
Sin enfadarse, con suma amabilidad, buscando el bien común, el que preside esa comunidad debe explicar estas razones a los allí congregados para la escucha de la Palabra. Hay que hacerlo antes del comienzo de la misa, con calma, con respeto.
Una razón que hace que los padres vayan con niños a la misa es que crezcan acostumbrándose a santificar el día del Señor. Eso me parece perfecto. Pero eso no puede incluir el sermón. A no ser que queramos destruir el sermón. Los frementes deben salir al comienzo del Evangelio hasta el Credo.
Algunos sacerdotes, muy amables, piden a los padres que se queden, que no salgan. La intención es buena, no lo dudo. Pero sacrificar el sermón, cuando la solución es tan fácil. No estoy diciendo que los niños no puedan ir a misa. Sólo que sean sacados los frementes durante un momento muy concreto, un momento en el que la escucha construye a la comunidad. Lo contrario es decir: estemos todos, aunque eso suponga anular el eco de la Palabra.
No estoy diciendo que los niños no deben venir al templo del Señor a alabarlo desde el principio de su vida. Nada más lejos de mi intención, deseo que vengan. Pero el que salgan en ese momento supone, incluso, una enseñanza pedagógica: se les inculca la importancia que tiene para los cristianos escuchar al pastor.
Hoy, al acabar la misa, le he dicho todo esto a una madre a la que quiero mucho. Se lo he dicho sentado en el banco, con sus dos hijos abrazándome, con sus cabecitas recostadas una en mi hombro y otra en mi pecho. Les quiero mucho a estos niños. Pero, como padre que soy, debo mirar el bien común de todos mis hijos espirituales. La madre y sus amigas lo han entendido perfectamente.

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