Homilía para el XXXII Domingo durante el año C
Los Saduceos, de este Evangelio, no están verdaderamente interesados en aprender algo de Jesús. Desean simplemente tenderle una trampa. Porque no creen en la resurrección, quieren demostrar como tal creencia conduce a consecuencias ridículas. La respuesta de Jesús es más bien misteriosa. En realidad parece que quiera simplemente demostrarles que es su intervención lo que es ridículo. Ellos intentan “imaginar” lo que es la vida después de la muerte; y esto en sentido proprio es imposible, porque no se puede “imaginar” algo, si no es utilizando “imágenes” sacadas de nuestra vida actual, que es limitada. Ahora bien, la vida después de la muerte está más allá de todas estas imágenes y de todos estos límites. No será una nueva vida, en el sentido de distinta, será la misma vida, pero liberada de todos los límites de de existencia presente, enmarcada en las categorías de espacio y tiempo.
El primer gran período en la historia del pueblo de Israel fue el tiempo del Éxodo, cuando el Señor formó su pueblo a través de la experiencia del desierto. El segundo gran período fue el tiempo del exilio, durante el cual, a través de las enseñanzas de sus profetas, el Señor preparó el renacer de su pueblo. El más bello fruto de este período fue le movimiento de los Hassidim, los piadosos, entre los cuales se encuentran los Anawin, o pobrecitos del Señor.
Después de la vuelta de aquél “pequeño resto” a la tierra de Israel, y después de una nueva dominación por parte de un poder extranjero, cuando la autoridad pagana quería forzar a los hebreos a la apostasía, la revuelta de los Macabeos contra el poder pagano encontró un sostén sobre todo en el movimiento Hassidim y en los Pobres del Señor.
Desgraciadamente, la revuelta de los Macabeos, que era en sus inicios un movimiento profundamente espiritual, deviene rápidamente en poder político, que aceptó diversos compromisos con las autoridades paganas, a tal punto que uno de los Macabeos se convierte en rey de Israel y Sumo Sacerdote, sin pertenecer a la familia real, ni a la familia sacerdotal. Era demasiado para los fieles del Señor, que se separan de este poder de manera revoltosa. De esta revuelta espiritual nacen tres grandes grupos espirituales: los Farieseos, los Saduceos y los Esenios (grupo de carácter monástico, bien conocido sobre todo después de descubrir Qumran).
Los Fariseos y los Saduceos tuvieron una influencia espiritual grande y profunda sobre el pueblo de Israel, preparando la venida del Mesías. Pero cuando el Mesías viene, estos movimientos habían perdido su veta espiritual. Preocupados de preservar sus tradiciones, no supieron abrirse a la luz nueva traída por Jesús. Eran ya dos partidos fuertemente conservadores, sobre el plano religioso como sobre el político, como lo son fácilmente aquellos que, habiendo obtenido poder, honores y riquezas, no tienen ningún interés en que las cosas cambien en serio.
¿No hay aquí quizá una lección y una advertencia para nosotros? Esto nos invita a estar siempre atentos, como comunidad eclesial y como individuos a no caer en el riesgo de la esclerosis (dureza) y de la tibieza. Muchos movimientos en la historia de la Iglesia comenzaron con un gran entusiasmo carismático, pero después se fosilizaron. Solo los movimientos e instituciones que se reforman (rerformar no cambiar, corregirse adaptarse), se convierten periódicamente, son los que perduran.
Lo que es de verdad importante, para nosotros, como para los Saduceos, no es descubrir, a través de nuestra imaginación -o a través de revelaciones privadas- a qué se parecerá la vida después de la muerte, sino más bien continuar incesantemente, como comunidad y como individuos, un movimiento de conversión. Solamente así podremos, al fin de nuestra peregrinación terrena, ser reunidos junto a todos nuestros hermanos en el eterno “hoy” de Dios.
Los Saduceos utilizan la ley del levirato para, por reducción al ridículo, negar la resurrección. El levirato (del latín levir, “hermano del marido”) es literalmente el matrimonio con el cuñado, más concretamente con el hermano del marido. Con dicho término se denomina a la costumbre o ley que contempla el matrimonio entre una viuda, cuyo marido ha muerto sin tener descendencia, y un hermano de ese hombre. El hermano toma como esposa a la viuda con la intención de engendrar hijos, el mayor de los cuales, al menos, será considerado descendiente del fallecido, de manera que el nombre del marido perdure tras su muerte. Jesús les dice que no ‘entienden’ nada y agrega: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios.»
Somos hijos de Dios, por la puerta del Bautismo entramos en la Iglesia, en la fe de la Iglesia y es un camino que dura toda la vida. Dijimos al principio que propiamente no podemos imaginar la vida del cielo, pero esto no quiere decir que no podamos decir nada, decía el papa emérito Benedicto XVI en la Vigilia Pascual 2010, hablando de la resurrección: “Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces — prosigue el libro de Henoc — Dios dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una luz radiante… Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos» (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524). Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con él”.
Queridos hermanos Dios no es un Dios de muertos, todos vivimos en Él. Que María nuestra Madre nos ayude con su intercesión a tomarnos enserio nuestro bautismo y a vivir una vida de verdad, solo con luz de la fe y del Evangelio vemos el camino para realizarnos en esa vida, no vegetemos, no duremos, vivamos como hijos de Dios. Amén.

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