El caso de Brittany Maynard reavivó el debate sobre el suicidio asistido en California, que previamente había rechazado varias propuestas de legalización. La última ha corrido finalmente la misma suerte, aunque el cambio de posición de la Asociación Médica de California declarándose “neutral” en este tema llevó al Senado a aprobar el proyecto a principios de junio. Pero en la Cámara baja no tiene suficiente apoyo.
En otros lugares también se ha abierto recientemente este debate. Varios estados norteamericanos han rechazado propuestas similares a las de California (por ejemplo, Massachusetts, Colorado o Connecticut), y en otros los textos aún se encuentran en fase de discusión.
Fuera de Estados Unidos, el Tribunal Supremo de Canadá sentenció en febrero que negar el suicidio asistido a un adulto competente y no coaccionado, que sufre dolores insoportables y cuya condición es grave e incurable, atenta contra la protección constitucional de “la libertad y la seguridad personales”. El caso que motivó la sentencia era muy parecido al de Sue Rodriguez, una mujer a la que unos antes el mismo tribunal, basándose en la misma constitución, negó la eutanasia.
También en Reino Unido ha habido varios intentos fallidos. Hace un año no prosperó un proyecto de ley presentado por Lord Falconer, que sin embargo ha sido recuperado ahora, con alguna adaptación, por un parlamentario laborista. Será debatido por la Cámara de los Comunes en septiembre.
Muchos de los partidarios de legalizar el suicidio asistido toman como modelo la norma vigente en el estado de Oregón desde 1997. Subrayan su eficacia para evitar los abusos a los que han dado lugar las leyes de Bélgica y Holanda. El texto especifica que solo se podrá facilitar el suicidio a los pacientes terminales (con una esperanza de vida inferior a seis meses), mentalmente competentes y que hayan manifestado por escrito a su médico, en presencia de dos testigos, que su solicitud es consciente y libre. No se requiere la existencia de un dolor insoportable, y en cuanto al tipo de enfermedad, solo se excluyen las psíquicas.
Los discapacitados, en cambio, suelen tener otro punto de vista, como muestran los que se movilizaron contra el proyecto californiano. Un reportaje en The Atlantic recoge los testimonios de varios de ellos. Por ejemplo, Deborah Doctor dice que el texto no tiene en cuenta la vulnerabilidad a que se enfrentan muchos enfermos, particularmente si son mayores y han perdido a sus familias: “No todo el mundo es Brittany Maynard. Nuestra responsabilidad es pensar en los que pueden sufrir coerción y abuso”. Esta presión, ya sea de la familia o de los médicos, puede ser involuntaria: basta con hacer sentir al enfermo que la pérdida de autonomía (la razón más citada –90%– por los que se acogieron al programa de Oregón) equivale a pérdida de dignidad (la segunda, un 80%), o que es una carga para otros (la tercera, un 40%).
Tales ideas influyen en el paciente, y lo sitúan en una situación de extrema vulnerabilidad. En este campo se juega la batalla por la dignidad del enfermo. Cuidarle es tratar de aliviar todas sus dolencias, no solo las físicas: un 72% de los que solicitaron el suicidio asistido en Oregón en 2013 ni siquiera mencionaron el dolor físico entre las razones de su petición.
Aceprensa
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