“Una voz grita en el desierto: “Preparar el camino del Señor, allanen sus senderos” Apareció Juan el Bautista en el desierto, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Acudía la gente de Judea, de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,1-8)
Voy a llamarle a este segundo Domingo de Adviento B, el “Domingo de la elegancia espiritual”. Porque, amigos hay muchos tipos de elegancia:
Hay la elegancia del vestido.
Hay la elegancia del peinado.
Hay la elegancia del caminar.
Hay la elegancia de bien decir.
Hay la elegancia del cuerpo.
Pero no olvidemos que la verdadera elegancia es la del corazón. ¿No dicen por ahí que la “cara es la revelación del alma”?
Hay la elegancia de las almas grandes.
Hay la elegancia de los corazones grandes.
Hay la elegancia de la sencillez y la humildad.
Hay la elegancia de la gracia que nos transforma interiormente.
Hay la elegancia de la verdad.
Hay la elegancia de la santidad callada y silenciosa.
Hay la elegancia de de las personas con almas y corazones grandes.
Y una de esas personas, toscas por fuera, “vestido con piel de camello”, “con una correa de cuero a la cintura”, “comiendo miel silvestre y saltamontes”, pero elegante por dentro, es precisamente la persona de Juan el Bautista:
El hombre que sabe ocupar su propio lugar.
El hombre que sabe reconocer la grandeza de los demás.
El hombre que sabe reconocer que “el otro, el que está viniendo” es más que él.
El hombre que es consciente que él, “sólo bautiza con agua “, pero el que “viene detrás bautizará con Espíritu Santo”.
Ante él no soy digno ni “de desatarle las sandalias”
Una de las cualidades que más dignifican a las personas es precisamente:
No sentirse únicas.
No sentirse indispensables, porque sin ellas el mundo se viene abajo.
No sentirse superiores a los demás.
Sino saber reconocer que los “otros también piensan”.
Que los otros “también velen”.
Que los otros “también son importantes”.
Que los otros “son más que uno mismo”.
San Pablo decía: “Tened a los demás por más que a vosotros”.
La grandeza de las almas se mide:
Por la manera que tienen de ver a los demás.
Por la manera que tienen de valorar a los demás.
Por la manera que tienen no de rebajar sino de elevar a los demás.
Es una grandeza que demuestra la talla de sus almas.
Que revela la altura de sus almas.
Que revela la finura y la delicadeza de sus almas.
Porque somos demasiados los que tratamos de ser grandes:
No porque lo seamos tanto.
No porque seamos realmente grandes.
Sino porque nos encanta el poner como pedestal nuestro a los otros.
Nos encanta, no el ser “columnas” sino “estatuas”.
Nos encanta sentirnos más, haciendo “menos” al resto.
No me gustan esos que se dicen menos, para que los demás les digamos que son más.
Me gustan los que realmente se sienten lo que son de verdad.
Pero saben reconocer igualmente la verdad de los otros.
Juan es el prototipo del sentido de la Navidad.
Porque la Navidad es Dios que se “rebaja” para “elevarnos” a los demás.
Porque la Navidad es Dios que se “despoja de sí mismo” para “revestirnos de él” a los demás.
Porque la Navidad es Dios “humanizándose” para, de alguna manera, “divinizarnos” a nosotros.
Clemente Sobrado C.P.
Archivado en: Adviento, Ciclo B Tagged: Adviento, Juan Bautista, profeta
Publicar un comentario