Un catálogo de “enfermedades curiales”. Una lista sin precedentes de 15 amenazas que penden, como espadas de peligroso filo, sobre las cabezas de los hombres del poder en la Iglesia católica. El Papa las enumeró, una a una, en su mensaje de fin de año a la Curia Romana. Y describió, con lujo de detalles, sus características. Lo hizo con firmeza y, al mismo tiempo, con tono paternal. Fue una invitación a un “verdadero examen de conciencia”, del cual Francisco se dijo necesitado in primis. Pero los cardenales que lo escucharon no escondieron su sorpresa y su incomodidad, tanto dentro como fuera de la Sala Clementina del Palacio Apostólico, donde tuvo lugar el encuentro el lunes pasado.
Todos se esperaban un balance del año. Un repaso de las actividades en los últimos 12 meses, como era costumbre con los anteriores pontífices. Desde hace algunos años el saludo a la Curia con motivo de la Navidad es considerado uno de los discursos clave, en el devenir del pontificado. Los papas los han aprovechado para establecer criterios y ofrecer reflexiones que consideran importantes. Todos recuerdan el discurso de Benedicto XVI a fines de 2005, cuando habló del Concilio Vaticano II y la “hermenéutica de la continuidad”. Una idea todavía vigente en los cotidianos debates eclesiales.
Pero esta vez Francisco dio un paso más. No sólo se limitó a ofrecer orientaciones genéricas. Tampoco gastó tiempo en hablar de lo ya realizado. Fue directo al grano, en una reflexión articulada. Pidió a Dios “humildemente” perdón por las faltas cometidas “en pensamientos, palabras, obras y omisiones”. Recordó que la Curia Romana debería ser una muestra -en pequeño- de la Iglesia toda y, como un cuerpo que busca permanecer vivo, está llamada a nutrirse, a mejorarse siempre. Y, al mismo tiempo, está expuesto también al mal funcionamiento y a las “enfermedades”.
Y entonces se lanzó con su lista. Puso en guardia, en primer lugar, contra el “sentirse inmortal o indispensable”, el mal de quienes “se transforman en dueños y se sienten superiores a todos y no al servicio de todos”. Precisó que “esta deriva, a menudo, de la patología del poder, del ‘complejo de los elegidos’, del narcisismo”. Siguió con el síndrome del “excesivo trabajo” de aquellos que nunca descansan y recordó que Jesús “llamó a sus discípulos a ‘descansar un poco’, porque descuidar el necesario reposo lleva al estrés y a la agitación”.
Añadió el mal de la “fosilización mental y espiritual” que ataca a quienes pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden bajo los papeles, “convirtiéndose en máquinas de trámites y no en hombres de Dios”. Habló de la “planificación excesiva y minuciosa”, la “mala coordinación que afecta al armonioso funcionamiento y la comunión de equipo” y el “Alzheimer espiritual”, es decir “una pérdida progresiva de las facultades espirituales” que “provoca serias discapacidades en las personas”, haciendo que dependan de sus propias pasiones, caprichos y manías.
Calificó de enfermedad a la “indiferencia hacia los demás”, que se presenta cuando “cada uno sólo piensa en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas”. “Cuando la apariencia, los colores de la ropa o las medallas se convierten en el primer objetivo de la vida” se da el mal de “la rivalidad y la vanagloria. Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir un falso misticismo”, añadió.
Se refirió a la “esquizofrenia existencial” de quienes tienen “una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y del progresivo vacío espiritual que licenciaturas o títulos académicos no pueden llenar”. Dijo que este problema sorprende a los que abandonan el servicio pastoral, se limitan a las cosas burocráticas, perdiendo de esta manera el contacto con la realidad y con las personas concretas, creándose así un mundo paralelo en el cual condicen una “vida oculta” y a menudo disoluta”.
Cargó contra el “terrorismo de los chismes” perpetrado por personas que se convierten en “sembradores de cizaña” y “homicidas a sangre fría” de la fama de los propios colegas y hermanos, que en realidad son cobardes porque hablan a espaldas de la gente. Alertó contra el defecto de “divinizar a los jefes” y cortejarlos para hacer carrera cayendo en el “oportunismo”. “Viven el servicio pensando únicamente en lo que deben obtener y no en lo que deben dar. Son personas mezquinas, inspiradas solamente por el propio egoísmo”, explicó.
Según el Papa también se da el síndrome de los “círculos cerrados”, donde la pertenencia “a un grupito” es más fuerte que la pertenencia a la Iglesia: un problema que esclaviza a los miembros convirtiéndose en un “cáncer”. Incluyó en el elenco a la “cara de funeral” y de la acumulación, cuando se intenta llenar el vacío existencial en el propio corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad sino sólo para sentirse seguro.
“Cuando el cristiano transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos se da el mal del exhibicionismo”, constató. “Es la enfermedad de las personas que tratan infatigablemente de multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas. Naturalmente para exhibirse y demostrarse más capaces que los demás”, apuntó.
Concluyó con palabras coloquiales: “Una vez escuché que los sacerdotes son como los aviones: son noticia sólo cuando caen, pero existen tantos que vuelan. Muchos critican y poco rezan por ellos. Es una frase muy simpática pero también muy verdadera, porque delinea la importancia y lo delicado de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que cae a todo el cuerpo de la Iglesia”.
“Por lo tanto, para no caer, en estos días en los cuales nos preparamos a la confesión, pidamos a la Virgen María, madre de Dios y madre de la Iglesia, de sanar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia para que sean sanas y resanadoras, santas y santificadoras, a gloria de su hijo y por la salvación nuestra y del mundo entero. Pidamos a ella de hacernos amar a la Iglesia como la amó Cristo, su hijo y nuestro señor, de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano en sus manos maternas.
Muchos meses atrás, cuando Francisco comenzó a pronunciar filosas críticas al actuar desviado en la Curia Romana, el malhumor se propagó entre los empleados vaticanos. Muchos se sentían tocados, puestos en duda, ofendidos. Un fenómeno humanamente entendible. Y es que no todos los “oficiales” (como se les conoce a quienes prestan servicio en la Santa Sede) realizan un mal trabajo o caen en los defectos enumerados. Existen muchos que trabajan abnegadamente día tras día. Conosco personalmente más de un caso.
“Quizás el Papa no se da cuenta que sin nosotros no podría trabajar, cometería muchos errores”, me dijo alguna vez uno de estos oficiales. Es más, en no pocas ocasiones el trabajo meticuloso de estas personas -de múltiples nacionalidades- le ha salvado “las papas” a Francisco, haciéndole ver riesgos ocultos o situaciones no consideradas en decisiones inminentes.
Seguramente estas personas de buena voluntad no están celebrando con espumante el discurso del Papa. Pero ellas mismas reconocen que la Curia Romana esconde muchas insidias, luchas de poder, enfrentamientos personales y hasta corrupción descarada. Nadie puede negarlo. Si las palabras del pontífice incomodan, es porque tocan los oscuros pliegos de una institución acostumbrada a contener, en su seno, amplias zonas de sombra. Sombra que ha pretendido tapar, sin éxito, graves e injustos escándalos.
Se trata de situaciones bochornosas ligadas al sexo, al dinero, al abuso psicológico y laboral, al uso arbitrario de los bienes de otros. Diarios y libros están plagados de estas historias. Relatos de hombres perversos como Marcial Maciel y Jozef Wesolowski, quienes se mancharon de los peores crímenes mientras eran apañados por eminencias y excelencias que acusaban una o más de las enfermedades de catálogo bergogliano.
Los fieles de a pie están cansados de estos relatos. Por lo visto, para el Papa, se trata de una situación con la cual no se puede transigir. Pero a algunos sectores dentro de la Iglesia les parecieron inaceptables. No obstante ya otros -como Benedicto XVI- hayan dicho cosas similares, pero en un estilo distinto, menos directo, más “diplomático”. Tan intolerables parecieron estas palabras que algunos sitios web “católicos” no tuvieron empacho en censurarlas. Directamente no informaron al respecto. No publicaron ni una línea. Como si pudiesen enmendarle la plana al Papa.
Por lo pronto, es seguro que el discurso de Navidad alzará la tensión muros adentro del Vaticano. Algo que Francisco tiene totalmente en cuenta. Lo tenía mucho antes de redactar y pronunciar el mensaje tan criticado. Lo hizo porque, evidentemente, se da cuenta que existe una imperiosa necesidad de palabras claras. Sin ambigüedades. Todo cuerpo enfermo necesita su doctor.
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