Homilía para el IV domingo de adviento B
Todos los relatos concernientes al nacimiento de Jesús o a los acontecimientos que la han acompañado están llenos de una gran humanidad, hasta de una cierta ternura, y parece que quiera hacernos comprender la historia humana de Dios.
Cuando Jesús es presentado como el Hijo de David (como por ejemplo en el relato de Lucas que hemos proclamado), el aspecto que viene subrayado es aquél profundamente humano de la intervención del Salvador en la Historia. No basta decir que el Hijo de Dios se hizo hombre. Debemos saber en términos concretos quién es este “hombre”. Si nuestra comprensión de la encarnación es demasiado abstracta, se nos escapa una dimensión esencial de la salvación, que nos fue obtenida por Cristo Jesús.
El Hijo de Dios no se encarnó en abstracto. Nació en un momento preciso de la historia, en un pueblo determinado, en una familia particular. Es el descendiente de David y el Hijo de María, esposa de José. Todo este ambiente lo ha plasmado, le ha procurado sus categorías de pensamiento y de lenguaje, que le hicieron posible hablarnos y explicarnos en un lenguaje humano el sentido de su misión.
Esta misión se realizó dentro de una vida humana del todo ordinaria. Un niño nació de una mujer, creció y se hizo adulto. Ejercitó el oficio de su padre; después, un día, sintió una vocación de profeta y se puso a predicar la buena noticia en las ciudades y barrios de su país. Las autoridades a cargo sintieron fastidio de su misión y decidieron deshacerse de él, del mismo modo en que se había deshecho de tantos otros antes de él. En todo esto nada de extraño. Y es precisamente a partir de esta existencia humana ordinaria que fue realizada la salvación, y que el curso de la historia fue cambiado profundamente.
Cuando María se vuelve madre de Jesús, nada se encontró cambiado visiblemente en la vida del mundo. La vida ha continuado su curso, el sol continuó a salir y ponerse (la tierra que gira), los hombres continuaron trabajando y divirtiéndose, haciendo el bien y haciendo el mal. No parece haber un cambio exterior en la vida de María y José. Estaban prometidos el uno al otro en matrimonio, y el matrimonio estaba previsto. La anciano prima de María estaba encinta y María fue a visitarla.
Todo esto debería ponernos en guardia contra la tentación de pensar los eventos de la salvación como de naturaleza teatral o extraordinaria. No lo son en efecto. Respetan el curso de los acontecimientos y no lo turban. Es sin duda, esta, la razón, por la cual nos sucede frecuentemente el no percibir su importancia. Cómo el relato que recién hemos escuchado. Este momento de la Anunciación es un punto de inflexión en la historia de la humanidad; y sin embargo nada aparece en la superficie. Nosotros debemos, entonces, considerar con una cierta sospecha todas las manifestaciones de lo sagrado que son dramáticas o extraordinarias. Los verdaderos milagros que hizo Jesús no eran un show que obligaba a creer, recordemos sólo los diez leprosos uno sólo vuelve a agradecer, uno sólo ve el verdadero milagro.
Nuestro Dios es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Él realiza nuestra salvación y aquella del mundo entero dentro y con nuestra vida humana de cada día –que sea la vida de una madre o de un padre de familia, aquella de un monje, de una religiosa o de un obrero de fábrica o de un estudiante.
Cada intento de encontrar a Dios allá arriba, fuera de las circunstancias concretas de la vida cotidiana, está llamado al fracaso. Dios no está allá arriba o en otro lugar. Nuestro Dios es el Emmanuel, el Dios que viene a encontrarnos ahí dónde estamos, en cada instante. Todo lo que debemos hacer es prepararnos a recibirlo.
María es el modelo por excelencia de la persona que acoge a Dios con toda simplicidad, en su situación bien concreta de joven de Israel, de la familia de David, desposada con José el carpintero y prima de Elizabet, la esposa del sacerdote Zacarías. Su respuesta tan simple, “qué se cumpla en mi según tu palabra”, hace toda palabra de Dios eficaz.
Para completar esta reflexión homilética que útil resulta repasar un texto de san Bernardo, sublime y encarnado, aquí lo dejo:
De las Homilías de san Bernardo, abad, Sobre las excelencias de la Virgen Madre (Homilía 4, 8-9: Opera omnia, edición cisterciense 4 [1966], 53-54)
EL MUNDO ENTERO ESPERA LA RESPUESTA DE MARÍA
Has oído, Virgen, que concebirás y darás a luz un hijo. Has oído que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta: ya es tiempo de que vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, condenados a muerte por una sentencia divina, esperamos, Señora, tu palabra de misericordia.
En tus manos está el precio de nuestra salvación; si consientes, de inmediato seremos liberados. Todos fuimos creados por la Palabra eterna de Dios, pero ahora nos vemos condenados a muerte; si tú das una breve respuesta, seremos renovados y llamados nuevamente a la vida.
Virgen llena de bondad, te lo pide el desconsolado Adán, arrojado del paraíso con toda su descendencia. Te lo pide Abraham, te lo pide David. También te lo piden ardientemente los otros patriarcas, tus antepasados, que habitan en la región de la sombra de muerte. Lo espera todo el mundo, postrado a tus pies.
Y no sin razón, ya que de tu respuesta depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación de todos los hijos de Adán, de toda tu raza.
Apresúrate a dar tu consentimiento, Virgen, responde sin demora al ángel, mejor dicho, al Señor, que te ha hablado por medio del ángel. Di una palabra y recibe al que es la Palabra, pronuncia tu palabra humana y concibe al que es la Palabra divina, profiere Una palabra transitoria y recibe en tu seno al que es la Palabra eterna.
¿Por qué tardas?, ¿por qué dudas? Cree, acepta y recibe. Que la humildad se revista de valor, la timidez de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal olvide ahora la prudencia. Virgen prudente, no temas en este caso la presunción, porque, si bien es amable el pudor en el silencio, ahora es más necesario que en tus palabras resplandezca la misericordia.
Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador. Mira que el deseado de todas las naciones está junto a tu puerta y llama. Si te demoras, pasará de largo y entonces, con dolor, volverás a buscar al que ama tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por el amor, abre por el consentimiento. Aquí está -dice la Virgen- la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
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