San Pablo resume todos los mandamientos en el amor: “amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,10). Pero el verdadero amor no es indiferente con relación al destino del prójimo. Hemos de ver a los otros no como instrumentos útiles para nuestros intereses, sino como hermanos, como miembros de la familia de Jesús que es la Iglesia. Una familia en la que cada uno de nosotros debe sentirse corresponsable del bien de los demás.
El pecado no solamente aleja al hombre de Dios, sino que introduce también una distancia entre los que, por seguir al Señor, somos hermanos. El profeta Ezequiel pone en boca de Dios una advertencia muy seria: Si “tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (Ez 33, 8). Es decir, Dios nos va a pedir cuenta de nuestra negligencia a la hora de preocuparnos por la salvación de los demás.
Jesús concreta todavía más la práctica de la fraternidad, exhortándonos a velar por los hermanos para que ninguno se pierda. Al que peca, al que se aparta de Dios y crea discordia en la Iglesia, hay que intentar volver a reintegrarlo en la comunidad, sin abandonarlo a su suerte como si su situación no fuese cosa nuestra. A este fin se orienta la corrección fraterna: “repréndelo a solas entre los dos”, “si no te hace caso, llama a otro o a otros dos”, “si no les hace caso, díselo a la comunidad”. Y si no hace caso a la comunidad “considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18, 15-17).
Se ofrece así toda una gradación de medidas que buscan la recuperación del otro, su vuelta a la comunión. Incluso en la peor de las situaciones, cuando haya que considerarlo como un pagano o un publicano, sigue estando vigente la obligación de no desentenderse de su bien, pues Dios quiere la salvación de todos, también de los publicanos y de los paganos.
San Juan Crisóstomo ve la corrección fraterna como la ayuda de un hermano sano a otro enfermo. El pecador, dice, “está ebrio por la ira y la vergüenza y como sumergido en un sueño profundo” del que hay que despertarlo. Pero no se acerca uno para acusar al otro, para reñir o para pedir venganza – eso no sería verdadera caridad - , sino para corregir. Y en ocasiones este deber de corrección se omite, ocultando la verdad por intereses egoístas, por cálculo o por miedo. Debemos recordar unas palabras de San Jerónimo: “Adquirimos nuestra propia salvación mediante la salvación de otro”.
El Señor nos enseña también la eficacia de la oración en común: “si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo” (Mt 18,19). Un buen motivo por el que debemos rezar juntos es precisamente por la conversión de los pecadores. Jesús no deja desamparada a su familia. El es el “Emmanuel”, el Dios con nosotros, que se hace presente donde dos o tres se reúnan en su nombre; donde dos o tres vivan la voluntad de Dios: “Porque El, que es paz y caridad, colocará su asiento y habitación en las voluntades buenas y pacíficas”, comenta San Hilario.
Guillermo Juan Morado.
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