Brilla el misterio de la Iglesia, y éste misterio está constituido por su santidad. Ella, Templo de la gloria de Dios, es santificada constantemente por el Espíritu Santo, que así la embellece para su Esposo y Señor.
Las categorías humanas se quedan pequeñas, simples balbuceos, para poder definir a la Iglesia: asamblea, grupo, organización, poder... y se quedan igualmente pequeñas para intentar enumerar sus características fundamentales. El Credo, compendio de la fe, señala las cuatro notas básicas y determinantes: una, santa, católica, apostólica.
La Iglesia es santa porque es un pueblo escogido por el Señor, propiedad suya, y el Señor mismo la eleva para para participar de su propia vida y santidad. Es una obra del Señor que embellece a su Esposa, la regenera, la lava por el Bautismo, la viste de gloria y gracia, la perfuma con el óleo de alegría y la presenta ante sí, santa e inmaculada, como señala el Apóstol (Ef 5).
"La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta por pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo" (Benedicto XVI, Homilía, 29-junio-2005).
La Iglesia es santa y pecadora; santa en sí misma por la santidad de su Señor y porque ha recibido todos los medios necesarios para la santificación de sus hijos, pero pecadora en sus miembros, en cada uno de sus hijos, que siguen siendo pecadores y que con su pecado afean a la Iglesia. Es la santa Iglesia de Dios que alberga en su seno a los pecadores; es la Iglesia santa, pero siempre necesitada de renovación: Ecclesia semper reformanda.
"Mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).
La Lumen Gentium, para explicar la llamada universal a la santidad de todos los bautizados, comienza partiendo de la santidad de la misma Iglesia:
"La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» , amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porgue ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del Espíritu Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una condición o estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad" (LG 39).
La Iglesia, en sí misma, es santa; pero en ella, nosotros, hijos de Adán, somos pecadores, necesitados de la santidad de la Iglesia para llevar a plenitud la consagración del bautismo, luchando contra el pecado, creciendo en las virtudes, configurándose a Cristo. Es una tensión en el seno mismo de la Iglesia, entre su santidad original, dada por Cristo, y el pecado de sus miembros.
"[La Iglesia] está llamada a hacer resplandecer en el mundo la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol... Esto deberán realizar los discípulos de Cristo: educados por Él a vivir el estilo de las Bienaventuranzas, deberán atraer, mediante el testimonio del amor, a todos los hombres a Dios: 'Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos' (Mt 5,16). Escuchando estas palabras de Jesús, nosotros, miembros de la Iglesia, no podemos dejar de advertir toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado.
La Iglesia es santa, pero formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien dándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Es Él la luz de las gentes, lumen gentium, que ha escogido iluminar al mundo mediante su Iglesia (cf. LG 1)" (Benedicto XVI, Hom. en la Epifanía, 6-enero-2006).
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