En el concreto tema del acceso a la comunión de los católicos divorciados que han contraído una nueva unión civil, se, juega, creo yo, un tema pastoral - y no solo - de primera magnitud: la adecuación entre texto y contexto.
¿Cuál es el texto? El texto es, sustancialmente, el Evangelio de Jesucristo. Es la buena noticia de la irrupción de Dios en el mundo, en la historia y en nuestra vida. Es la buena nueva, ciertamente inédita, de la proximidad de Dios, de su cercanía, de su Encarnación.
Si el Hijo de Dios se ha hecho hombre – y este es el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae” - todas sus palabras, todos sus signos, todas sus enseñanzas son, literalmente, “definitivas”, insuperables; es decir, no se puede ir más allá de ellas mismas.
Claro que cada palabra, cada enseñanza, incluida la palabra nueva del Evangelio, tiene, y lo necesita, su contexto adecuado de interpretación. Una frase suelta, privada de su entorno propio, puede verse privada de sentido y de valor.
¿Cuál es el contexto del Evangelio? Yo creo que, básicamente, el contexto del “Evangelio de Jesucristo” – genitivo subjetivo y objetivo – es la Ley de Israel, o, por decirlo de otro modo, el Antiguo Testamento y, a la vez, la razón humana. Cristo es el Hijo de David y el Logos, el Verbo, encarnado.
Entre Ley y Logos no puede haber contradicción. Dios es el autor de la Ley y el que nos da, como reflejo de su ser, el don de la razón. Nada, en sus mandamientos, contradice la razón. Nada que sea auténticamente racional contradice su Ley.
Pero está síntesis entre razón y Ley llega a su máximo esplendor en Cristo. Nadie es más razonable que Cristo. Nada en la Ley de Cristo puede ser tampoco contrario a la razón, al Logos de Dios.
Razón y pasión, muerte y vida, naturaleza y gracia se reconcilian, se ven superados, en Jesucristo. Él es, a la vez, el texto y el contexto. Entender el cristianismo es entenderle a Él, entrar en su sentido, en su significado, en su significatividad. Pero no se le puede entender a Él sin Él, al margen de Él y, mucho menos, en contra de Él.
La fe pide una filosofía, y una sana filosofía nos conduce, nos abre las puertas, a la fe. Razón y Ley. Muchas de las aparentes antinomias que se plantean se podrían reconciliar desde esta perspectiva. También el problema de la comunión de los católicos divorciados que han contraído, tras su matrimonio, una nueva unión civil.
Una nueva unión civil no parece suficientemente capaz de destruir lo que, según la Ley y la razón, ambas reivindicadas por Jesucristo, puede ser - debe ser - uno y único: el matrimonio, que es entre hombre y mujer, indisoluble y, potencialmente, fecundo.
El signo no es, tal cual, lo significado. El signo remite a lo significado, lo hace presente en medio de nosotros. No es, tal cual, lo significado. Pero el signo, si quiere serlo, no puede contradecir lo significado. Es la lógica de la sacramentalidad, de la economía de la revelación, de la misma Encarnación.
La Eucaristía es, indisociablemente, signo de unión con Dios e instrumento para lograr una mayor comunión con Él. Pero en la lógica del sacramento no cabe disociar, separar, el signo del instrumento. El signo, por serlo, es también instrumento, como la humanidad de Cristo es signo de la unión del hombre con Dios o, mejor, de Dios con el hombre, y, por eso mismo, instrumento de nuestra redención.
Puede argumentarse que Jesús, a la hora de permitir el acceso a los signos de la unión con Él, a los instrumentos de su salvación, no discrimina a nadie. Y es verdad, pero solo en parte. Él nos convida a todos, sí; pero también nos pide conversión. Él va hasta los extremos de los caminos del mundo, pero no dispensa del traje de fiesta. Él habla de un padre misericordioso que acoge a un hijo mayor díscolo, sí, pero lo acoge cuando el díscolo recapacita y cree que debe regresar a la casa del padre.
O sea, Dios nos alcanza con su misericordia, pero toma en serio la verdad de nuestras vidas, que Él ciertamente puede cambiar, si nosotros permitimos que la cambie.
Yo comprendo que, hoy, la situación de los niños, jóvenes o adultos que se incorporan a la Iglesia es, en la mayor parte de los casos, complicada. Los pastores tenemos que ser extremadamente cautos a la hora de juzgar situaciones particulares – y no a base de degradar la ley, sino a base de respetar la conciencia de las personas -, pero, en mi opinión, también tenemos que ser extremadamente honrados.
Sería engañar a un niño, o a un joven, o a un adulto, decirle que ser cristiano es lo mismo que no serlo. Sería engañarles hacerles ver que su iniciación en la Iglesia es una mera fiesta familiar en la que, basándose en los recuerdos o en no una abierta hostilidad, cualquiera de sus familiares pudiesen sumarse a todo, hasta a la comunión sacramental, sin compartir plenamente la fe de la Iglesia.
Y la fe de la Iglesia, el texto y el contexto que se recibe de Cristo, es una unidad en la que no cabe separar profesión doctrinal, vida sacramental, práctica de oración y comportamiento moral.
A Dios se le respeta más si se le toma en serio. No todo es querer comulgar sacramentalmente. Lo esencial es saber si, por nuestra profesión de fe, por nuestro estilo de oración, por nuestra vida moral y por nuestra disposición a recibir los sacramentos, lo respetamos más o menos; diga lo que diga, aparentemente, la Iglesia, o, mejor dicho, algunos de sus obispos; sabiendo, siempre, que, la Iglesia, no puede decir lo que no está a su alcance. Y sabiendo que, nunca, en su más alta representación, la Iglesia dirá lo que no puede decir.
Si el texto nos parece incomprensible, y lo parece tantas veces, es porque hemos ido cediendo en el contexto. Nos hemos olvidado no solo de la Ley, sino hasta de las exigencias mínimas de la razón.
Una nueva evangelización, una transmisión creíble de la fe, nos llevará no tanto a extremar las posibilidades de una especie de código penal – que nos diga hasta donde, prudentemente podemos pecar - , sino a un nuevo modo de ver la vida que, surgido del Evangelio, haga perfectamente interpetables sus mandatos, aunque no por ello menos exigentes. A una nueva alianza entre razón y religión, mostrando la racionabilidad del cristianismo, y , de paso, la apertura de la razón a la fe.
Guillermo Juan Morado.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.
Publicar un comentario