“Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entones se pusieron a protestar contra el amo. “Estos han trabajado solo un hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. El le replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darla a este último igual que a ti, ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque yo soy bueno?” (Mt 20,1-16)
La envidia mata la justicia.
La envidia mata la generosidad.
La envidia mata la gratuidad.
La envidia mata el amor.
No es fácil encontrar empresarios como este de la parábola.
Pero sí es fácil encontrarnos con empleados como estos.
Nosotros hablamos mucho de justicia.
Pero no entendemos que, más allá de la justicia, está el amor y la gratuidad.
Buscamos la justicia para lo que interesa.
Pero luego no entendemos lo que significa la gratuidad.
Entendemos que a nosotros nos den lo que nos corresponde.
Pero no entendemos que a otros gratifiquen con la generosidad.
Dios tiene otras medidas.
Dios es justo.
Pero Dios nos se define por la justicia.
Dios se define por el amor gratuito.
Por eso nos cuesta tanto entender a Dios.
Dios no nos corresponde según nuestros méritos.
Dios nos trata según la generosidad de su amor.
Dios es justo.
Pero, sobre todo, Dios es amor.
Dios es gratuidad.
Nosotros todo lo medimos por lo que hacemos.
Pero Dios lo mide todo por el amor de su corazón.
Personalmente me gusta decirle a Dios: “No mires nuestros méritos sino la bondad de tu corazón”.
Y eso me da una gran alegría y satisfacción.
Porque me miro a mí y siento que no quisiera me mirase según mis méritos.
Más bien, prefiero fiarme de su amor y de gratuidad.
Porque cuando me mira según mis méritos, siempre me queda una inquietud.
Pero cuando me veo bajo las manifestaciones de su amor, corazón vuele a sonreír.
Hay justicias que pueden ser tremendas injusticias.
Porque pueden contratarme porque soy un mendigo de un trabajo.
Y como mis necesidades son grandes no me queda más remedio que aceptar lo que me ofrecen.
No siempre nuestros contratos son justos.
Porque no falta quien se aprovecha de nuestras pobrezas.
Con Dios yo prefiero me trate, no según mi justicia, sino según se gratuidad.
Ahora entiendo aquella pregunta que se hace Pablo en la Carta a los Romanos:
“¿Y quién me juzgará?”
Y la respuesta es alentadora y esperanzadora:
“El mismo que dio la vida por mí”.
Todos tenemos miedo al juicio de Dios.
Es normal, porque todo juicio se basa en la justicia.
Y si Dios utilizase su justicia conmigo, ciertamente me sentiría mal.
Pero felizmente, sé que Dios no me va a juzgar según la justicia.
Mejor dicho, la justicia de Dios es su amor y su gratuidad.
Señor: temo al juicio de los hombres.
Señor: no temo a tu justicia.
Señor: cuando me juzgues “no tengas en cuenta mis pecados sino tu gran misericordia”.
Señor: que me juzgue tu amor.
Señor: si miro hacia atrás mi vida sé que no responde a tus esperanzas.
Señor: prefiero mirar adelante porque sé que mi suerte depende de tu amor.
Clemente Sobrado C. P.
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