“Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar enfermos, diciéndoles: “No llevéis nada para el camino; ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco llevéis túnica de repuesto. Ellos se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando el Evangelio en todas partes”. (Lc 9,1-6)
Jesús envía a los Doce a anunciar el Evangelio.
No sé qué preparación pudieran tener, cuando ni ellos mismos tenían sus propias dudas.
Y sin embargo los envía.
Van de peregrinos.
No invitan a la gente a que se reúna a escucharlos.
Van de pueblo en pueblo.
Van de aldea en aldea.
Es posible que anuncien más con el testimonio de sus vidas que con su palabra.
Porque Jesús los envía sin recurso alguno.
Los envía con el simple testimonio de sus vidas.
Van calatos, desnudos, sin apoyo alguno humano.
En una ocasión teníamos una reunión de matrimonios.
La intención era anunciarles el mensaje del Evangelio a los esposos.
Pero uno de los del grupo dirigente se presentó con su Mercedes.
Cuando lo vi, le dije:
Perdóname, pero no es fácil anunciar el Evangelio a gente sencilla con un Mercedes al lado.
Se sintió sorprendido, pero no le dejamos hablar.
Se regresó a su casa.
Luego recapacitó y me dio gracias, pues no había reparado en la contradicción que había entre su testimonio y lo que iba a proclamar.
Uno de los problemas de la evangelización suele ser:
La contradicción entre lo que decimos y lo vivimos.
La contradicción entre lo que hablamos y lo somos.
La contradicción entre lo que predicamos y lo que luego ven en nosotros.
No se puede anunciar la pobreza evangélica llevando un Mercedes.
No se puede anunciar el amor, cuando ven que vivimos enemistados.
No se puede anunciar la gratuidad de Dios, cuando todo lo cobramos.
No se puede anunciar la Buena Noticia, cuando nosotros somos mala noticia.
Por eso Jesús los envía: sin nada para el camino.
Los envía para que vayan como él, que no tiene nada.
“El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”.
Por eso admiro a nuestros misioneros de la selva:
No tiene otra cosa que lo indispensable.
Duermen en las bancas de una escuelita.
Y comen de lo que la gente come.
En una ocasión me pidieron unas charlas a los jóvenes.
Para dormir me metieron en un salón sin luz.
Olía que apestaba. Imposible dormir.
Hasta que me levanté y descubrí que por en medio de salón corría un desagüe de aguas negras que no tenía ni tapa.
Creo que fue la primera vez que experimenté esta desnudez del evangelizador.
Y luego los envía:
Sin alquilar primero una casa.
Sin instalarse en un lugar determinado.
Sino como peregrinos de aldea en aldea.
Una de las cosas que más me inquieta en la pastoral actual de la Iglesia es:
Que no vamos a ellos.
Esperamos que vengan.
No los visitamos en sus precarias o elegantes casas.
Esperamos sean ellos los que nos buscan.
Y el anuncio del Evangelio no se hace esperando sentados.
El anuncio del Evangelio se hace de modo itinerante.
De aldea en aldea.
De casa en casa.
De club en club.
De reunión en reunión.
Y lo digo como una confesión propia.
No me gusta salir de mi oficina.
Recibo a los que me llaman.
Pero ¿y qué es de los que nunca me llamarán?
¿Cuándo será el día que salgo y toco a las puertas no como invitado sino como enviado?
El Papa Francisco pide “una conversión pastoral”.
Reconozco que, personalmente la necesito con urgencia.
Muchos no vienen porque no vamos.
Y mientras no vayamos nosotros a ellos, no esperemos que ellos vengan a nosotros.
Clemente Sobrado C. P.
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