Ayer estábamos en un parque infantil de Madrid pasando la tarde. Mi pequeño (ya grande, acaba de comenzar la guarde), atravesaba la arena corriendo al tobogán, al caballito, al columpio... (y yo detrás, claro, como el esclavito que soy). Álvaro es alegre vivaz e inocente. No comprende que otros niños se planten en las escaleras del tobogán para no dejarle pasar o que le empujen y le tiren al suelo cuando está subiéndose al caballito. Sin embargo, no se rebela. Simplemente pide un hueco para subir por la escalera mientras dice "deja, deja", o se marcha a otro caballito libre (si lo hay) después de que ha logrado auparse de la arena (o mira a papá pidiendo una explicación, y papá le dice "¡corre, vamos al columpio, que ahora está libre!".
Álvaro aún no tiene dos años. No ha oído nunca una palabra fea en casa y está en esa dura tarea de compartir su espacio y sus cosas con su hermanito de seis meses. Le regañamos cuando le aparta de su camino o le arrebata algún juguete mientras le explicamos que tiene que esperar a que su hermano deje el juguete para cogerlo o él o pedirle que se lo preste un rato. Aún no lo hace, claro, pero ayer, en el parque, cuando le empujaron mientras se montaba en el caballito, me miró como diciendo ¿no vas a reprender al niño como tú me dices que haga con mi hermano?
Y tenía razón. Entonces, mientras le llevaba de la mano al columpio, le expliqué que el niño lo había hecho mal, y que la próxima vez que le quitasen, papá le diría a ese niño egoísta y caradura que ha de esperar su turno.
Él se quedó satisfecho. Porque cree en su papá. Y su papá se quedó con la reprimenda de su mirada limpia clavada en el corazón. Por la noche, le llevé hasta el crucifijo que preside nuestro dormitorio: "¿Te acuerdas de ese niño que te ha tirdo al suelo cuando te subías en el caballito? Pues a Jesús le hicieron lo mismo. Por eso tiene tanta pupa. pero por eso también, porque guardó silencio pidió perdón a todos los que le habían maltratado. Tú también le perdonas a ese niño, ¿verdad?" De alguna manera sé que me entendió. Repetía: "pupa, pupa", mirando las heridas del Crucificado. Y, antes de irnos, le dije: "dile ¡gracias, Jesús! porque eres muy bueno y me enseñas a ser tan bueno como Tú". "Pupa", seguía diciendo; y nos fuimos a acostar.
Pero no terminó la tarde con ese empujón. En un momento que estaba junto a la vaya viendo a otros niños más mayores que él jugar al balón, les gritó "¡hola!". Uno de ellos, aupado por el anonimato del grupo, le gritó "¡hola caraculo!" Álvaro no lo entendió, y volvió a repetir su saludo y a recibir, ahora ya a coro, la misma réplica. Siguió sin entenderlo. Pero su papá sí.
¡Qué pena que eduquemos en el insulto a nuestos hijos! Y les educamos en el insulto tanto cuando nos oyen insultar como cuando reímos sus ingeniosas salidas de tono. "Es un niño", es la disculpa por antonomasia. Como si su corta edad le permite hacer un uso absoluto de su voluntad. Un niño, porque justamente es un niño y no tiene ciencia infusa, ha de conocer dónde llega su libertad, cuáles son sus derechos cívicos y sus deberes ciudadanos. Pero "es un niño", se oye constantemente.
Pues sí, precisamente por eso, como no lo eduques tú, padre o madre, será un niño insensato para luego ser un adolescente irresponsable, un joven maleado y un adulto pervertido.
No me estoy poniendo trágico. Mírate y piensa en el primer silencio de quién nació ese genio que a menudo te brota cuando te contradicen, o esa concreta tendencia inmoral de tu comportamiento con la que tantas veces ofendes, te burlas o desprecias a tu prójimo.
Si eres padre, recuerda: serás juzgado en los actos de tus hijos. ¡Ah!, y eres educador: 24 horas al día. También cuando estás sólo y nadie te ve: "de lo que hay en el fondo del corazón habla la lengua", dice la Escritura. Hasta que mueras. Es lo que tiene ser padre.
FERNANDO SAIZ
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