“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”.
(Jn 19,25-27)
La madre siempre es algo especial en nuestras vidas.
Nos calentó con su cariño cuando nacimos.
Nos calentó con sus brazos y sus besos.
Nos alimentó con la leche de su seno.
Nos limpió cuando nos ensuciábamos.
Las que pierden el sueño para vigilar el nuestro.
Pueden ser ricas o pobres, pero siempre están ahí.
Pero las madres son las que:
nunca faltan en lo momentos difíciles.
nunca nos dejan solos cuando las necesitamos.
nunca nos abandonan cuando sufrimos.
nunca nos abandonan a la hora de la muerte.
Durante la Pasión:
Los discípulos brillan por su ausencia.
Lo dejaron solo y abandonado.
Solo en la trágica noche del huerto.
Sólo cuando lo apresan y lo llevan al tribunal.
Sólo cuando lo juzgan y condenan a ser crucificado.
Uno que se atreve un poco más, termina negándolo.
Y a la hora de la Cruz y la Muerte ¿dónde están?
Sin embargo:
Al pie de la cruz no podía faltar la Madre.
A la hora del grito de soledad y abandono, no podía faltar la madre.
El momento de la soledad crucificada, está la madre.
No derrumbada por el dolor propio y del Hijo.
“Al pie de la Cruz estaba su madre”.
A la hora del sufrimiento estaba la madre.
No porque pudiese hacer algo, sino porque su simple presencia era ya un consuelo.
Aunque está de pie junto a la cruz, su corazón está también clavado en la cruz.
La hora de la muerte como la hora de la resurrección:
Es la hora de las mujeres.
De esas que llamamos el “sexo débil”.
¿Y dónde está el sexo “sexo fuerte”.
El valiente Pedro ¿dónde está?
Sólo tiene el coraje de estar el “que ama”.
Sólo el amor está donde no están los demás.
Allí está la Madre:
La que dijo sí para encarnarlo en su seno.
La que ahora dice sí cuando lo ve colgado de la cruz.
A la mujer le negamos el ministerio sacerdotal.
Y sin embargo, junto a la cruz, como un sacerdote que levanta la hostia y el cáliz, allí la madre, la mujer.
Juntos el sacerdocio del Hijo que se ofrece y el sacerdocio de la madre que ofrece a su Hijo.
Presencia dolorosa.
Pero presencia fecunda.
Fecunda como el “Sí” de la Anunciación.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”.
“Hijo, ahí tienes a tu madre”.
Jesús no la deja huérfana.
Nos la deja a nosotros.
Los vestidos se los reparten los soldados.
Pero a nosotros nos regala a su Madre.
Ahora su casa será la del “discípulo”.
Ahora la casa de María seremos cada uno de nosotros.
Clemente Sobrado C. P.
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