Homilía para la exaltación de la Santa Cruz
La fiesta de la exaltación de la Santa Cruz se remonta a la primera mitad del s.IV. Según la “Crónica de Alejandría”, Elena redescubrió la cruz del Señor el 14 de septiembre del año 320. El 13 de septiembre del 335, tuvo lugar la consagración de las basílicas de la “Anástasis” (resurrección) y del “Martirium” (de la Cruz), sobre el Gólgota. El 14 de septiembre del mismo año se expuso solemnemente a la veneración de los fieles la cruz del Señor redescubierta. Sobre estos hechos se apoya la conmemoración anual, cuya celebración es atestiguada por Constantinopla en el s.V y por Roma a finales del VII.
Las iglesias que poseían una reliquia de la cruz (Jerusalén, Roma y Constantinopla) la mostraban a los fieles en un acto solemne que se llamaba “exaltación”, el 14 de septiembre. De ahí deriva el nombre de la fiesta.
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz es de origen palestino y tiene resabios de ese origen local. El 14 de septiembre, se exponía y adoraba la Santa Cruz para que los fieles pudieran satisfacer su devoción. Un obispo subía a una tribuna ricamente adornada, y después de haber adorado el santo madero, lo levantaba (exaltaba) y lo mostraba al pueblo arrodillado. A esta ceremonia se la denominó “Exaltación de la Santa Cruz”. Esta fiesta era ya celebrada en Constantinopla en tiempos de san Juan Crisóstomo († 407), siendo el primer testimonio de una reliquia de la cruz venerada en Jerusalén el que se conserva de San Cirilo de Jerusalén en su primera catequesis mistagógica pronunciada hacia el año 348.
Las Iglesias galicanas no conocían esta fiesta, pero celebraban otra en honor de la Santa Cruz, con idéntico fin, el día 3 de mayo. Al principio esta fiesta no era fija, pues caía en primavera entre la octava de Pascua y los días de las Rogativas y que se conocía con el nombre de “Invención de la Santa Cruz”. Uno de los testimonios más antiguos de esta fiesta, con el nombre de dies sanctae Crucis, es el Leccionario de Silos, escrito hacia el año 650. Como los rezos de ambos días fueron compuestos en el siglo XIV por la misma persona cambiando la historia y la importancia de ambas fiestas, el 3 de mayo se conmemora el hallazgo de la Santa Cruz hecho por santa Elena con el nombre de la Invención de la Cruz; mientras que el día 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación, se celebra la victoria sobre los persas obtenida por el emperador Heraclio que consiguió que la cruz fuera devuelta triunfalmente a Jerusalén.
El nombre actual de esta fiesta es la traducción literal del nombre griego, tomado del Evangelio que hoy se ha proclamado (exaltari), es Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La palabra exaltación es admirablemente ambigua. Puede designar el movimiento que consiste en elevar la cruz sobre la cual se encuentra un condenado (en el acto incluso de la crucifixión) o bien el movimiento consistente en elevar la cruz muy alto, en señal de triunfo, y para darle gloria.
Se encuentra una ambigüedad igual de considerable en las palabras de Jesús relatadas por san Juan “Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. (Juan 12, 32) La Cruz está en el centro de la paradoja cristiana, o más bien es la fina punta: la vida viene de la muerte, la cruz es elevada para dar la vida, uno crucificado es fuente de vida. Esta paradoja es el signo y el anticipo de la gran promesa escatológica de dar vuelta las situaciones adversas, hecha por Dios: los que lloran se alegrarán, la mujer estéril dará a luz, los pobres reinarán, los hambrientos serán saciados y los muertos vivirán.
El himno cristológico citado por san Pablo en el capítulo 2 de su Carta a los Filipenses, que teníamos como segunda lectura, describe bien cómo la exaltación suprema de Cristo, en su resurrección, es un movimiento ascendente que sigue al de su descenso entre nosotros, en su encarnación. Él, que era igual a Dios, ha bajado, ha desaparecido, se ha aniquilado, se ha hecho obediente hasta la muerte de la cruz. Este es el por qué el Padre lo ha exaltado y le ha dado el nombre encima de todo nombre.
Tomar su cruz, es decir aceptar sufrir incluso cuando se es inocente es una dimensión esencial del seguir a Cristo, ser su discípulo. Asimismo es una renuncia a sí mismo y una obediente imitación de Cristo, que tomó su propia cruz por amor a todos los hombres.
Para ser capaces de aceptar la presencia de la cruz – o del sufrimiento – en nuestra vida, como para ser capaces de amar y de dejarnos amar, debemos vencer el miedo. Hay en el ser humano un miedo innato al sufrimiento, así como hay un miedo a amar y a ser amado, al mismo tiempo que el deseo de amar y de ser amado. En realidad, para crecer, tanto humanamente como espiritualmente, tenemos que vencer muchos miedos.
En primer lugar nos tenemos que deshacer de los miedos que provienen de nuestra infancia y que nos hemos traído quizá con nosotros en nuestra vida de adultos – esos miedos que eran fundados tal vez cuando éramos niños, pero que ahora son completamente irracionales. Entre ellos se encuentra el miedo al sufrimiento, que sin duda nunca es agradable, pero sin el cual no hay vida – ni nacimiento ni crecimiento.
Y después están todos los otros miedos que no nos corresponden, pero que nos son transmitidos: de las personas que nos son queridas y que hacemos fácilmente nuestros; aquellas que son transmitidas por los medios de comunicación y que son utilizados tan fácilmente por los políticos y los demagogos. Miedos a lo económico, miedos políticos, sociales, etc.
Finalmente están nuestros miedos, los que tienen un fundamento en nuestra existencia personal, que están vinculados a las heridas del pasado o a la experiencia de nuestros propios pecados. Es sobre todo de éstos que necesitamos ser liberados – por los que debemos rogar a Dios que nos libre. Ser liberados de nuestros miedos no significa necesariamente hacerlos desaparecer, sino impedir que nos paralicen. Jesús, en el Huerto de los Olivos, ante la proximidad de su descenso supremo en la muerte, fue sometido a angustia hasta el punto de producir sudores de sangre. Es en la plena aceptación del sufrimiento, a pesar de la angustia y el miedo, que ha merecido ser exaltado por su Padre en la gloria eterna, después de haber sido exaltado (= elevado) sobre el madero de la cruz.
«Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí». (Juan 12, 32) Entre aquellos y aquellas que Jesús ha atraído a él, de la altura de su cruz, estaba María, su madre. (Celebraremos mañana la memoria de Nuestra Señora de los Dolores). Esta mujer que en efecto no era ajena, ella misma, al sufrimiento y que antaño había cocido el pan cotidiano de su familia, nos ha dado su Hijo como pan de vida. La Eucaristía que celebramos cada día confiere el poder de la cruz de Cristo a todos nuestros sufrimientos cotidianos, pequeños o grandes, como a los sufrimientos de la humanidad, y nos permite así participar igualmente en su exaltación a la derecha del Padre, es decir en su «cruz gloriosa».
Publicar un comentario