Cuando la soberanía y el Poder se plasman en piedra



Ayer hablaba de grandes proyectos arquitectónicos, y concretamente de la arquitectura del Poder. El país más afortunado de todos, en mi opinión, es el Reino Unido. Su edificio del Parlamento es soberbio. Gran Bretaña es una nación de la que sentirse orgulloso y la representación de la soberanía que desprende esa construcción es magnífica. Si a eso añadimos, enfrente, la Abadía de Westminster, ¿qué más se puede pedir?

Estados Unidos tiene su magnífico Edificio del Congreso, elegante, sobrio. Pero mucho más impresionante es el Monumento a Lincoln. Es una obra más rotunda. Pero esas edificaciones no conforman una real unidad con el Monumento a Jefferson, el Tribunal Supremo, la Casa Blanca y la Biblioteca del Congreso. Son obras realmente muy buenas, pero muy dispersas. No forman una unidad. La mayor parte de los turistas solo visitan dos o tres de ellas.

Los arquitectos fracasaron en su intento de conformar un conjunto. Se trata de obras aisladas, rodeadas de entornos urbanos que no las favorecen para nada. El centro de Washington supone un fracaso total. Ni un solo turista vuelve a su casa diciendo: “Qué bonito es Washington”. Si hubieran agrupado esos cinco elementos mencionados formando un pequeño foro romano, en un espacio reducido y peatonal, el resultado hubiera sido óptimo. Y ya no digamos nada si justo en ese agrupamiento se hubiera colocado la Catedral Nacional y el Santuario Nacional. Washington hubiera sido considerada una de las ciudades más bonitas del mundo, y con los mismos elementos, sin añadir nada.

Paris sufre el mismo mal que Washington en sus edificios del poder: lejanía, dispersión, dimensiones no humanas. Sufren el mismo mal, porque sus edificios del Poder son de la misma época y de las mismas malas decisiones. En París, el palacio presidencial y las otras instituciones del Estados son macroedificios lejanos, separados, que no conforman un conjunto unitario. Los turistas lo que visitan es el París medieval y solo el París medieval, también pasan por las grandes avenidas. Pero nadie sabe dónde están esas instituciones del Estado que he mencionado. Son invisibles.

Hitler y su arquitecto pensaron levantar un barrio de los ministerios que hubiera sido frío, muy frío. El mismo arquitecto de Hitler, Albert Speer, lo reconoció muchos años después de la guerra. Hubiera sido un barrio sin vida. Un lugar de oficinas y más oficinas. Y los edificios no hubieran sido ni siquiera especialmente bonitos. Para nada.

La república y el imperio romano tuvieron su foro. Y fue un conjunto tan insuperable que, incluso desaparecido, ha sido algo que todos han anhelado y algunos han intentado revivir siglo tras siglo.

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11:40

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