Ser cristiano no es simpatizar con una causa por noble que sea, sino una adhesión de nuestra inteligencia y corazón, un compromiso con la “persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre” (Veritatis Splendor,19). El tono incisivo, casi rudo, del Evangelio de hoy lo recuerda: “Quien ama a su padre o su madre más que a mí, no es digno de mí”.
Cualquiera que está familiarizado con las enseñanzas de Jesús, comprende que estas palabras no enfrentan al 1º y 4º Mandamiento, señalan tan sólo el orden en que deben vivirse. ”Honra a tu padre, con tal de que no te separe del verdadero Padre” (S. Jerónimo). “Sean amados todos en este mundo -enseña S. Gregorio Magno-, aún los mismos enemigos, pero el adversario en el camino de Dios no sea amado, ni aún siendo pariente” (Hom, 37). Tampoco suponen estas palabras de Jesús un desprecio por la propia vida sino la condición que permite vivirla con plenitud. Nada debe anteponerse al amor de Dios. Los padres y los hijos deben recordar esto cuando Dios se insinúe en sus vidas y les invite a una entrega más generosa a la causa del Evangelio. Y cada uno debe comprender que vivir obsesivamente pendientes de uno mismo y sus intereses, de su bienestar, sin pensar en Dios y en los demás, es cegar la fuente en la que se desea beber.
“Lo que hace verdaderamente desgraciada a una persona -y aún a una sociedad entera- es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará” (S. Josemaría Escrivá).
Sin Cruz no hay cristianismo. La comodidad egoísta se filtra en todo afecto y en toda actuación, incluso en las que se realizan con altura de miras. El celo apostólico y la lucha personal contra nuestras oscuras inclinaciones pueden estar lastradas por el contrapeso de cargas de carácter egocéntrico que, únicamente el tiempo, las contrariedades, las arideces de la prosa diaria, las tentaciones humillantes, las caídas, el desaliento al tropezar con la indiferencia o el rechazo de los que querríamos hacer partícipes de la Buena Nueva, pueden purificar, otorgando al cristiano, poco a poco, ese saludable olvido de sí que Jesús nos propone. Sí, el amor se purifica y robustece con estas pruebas. También puede degenerar en rebeldía, como en el caso del mal ladrón, justamente porque la piedra de toque del amor es el dolor.
Con todo, estas severas advertencias del Señor están atemperadas con el ofrecimiento de una recompensa en los cielos. La radicalidad del compromiso cristiano no es autorrenuncia sino actividad fecunda del amor que anula los criterios del hombre viejo del que habla S. Pablo y estimula la vida del hombre nuevo en quienes nos convertimos al ser injertados en Cristo por el Bautismo. Esto nos permitirá decir con gozo y con verdad: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”, ya que Él premiará hasta el servicio más insignificante “un vaso de agua fresca”. Dios no se deja ganar en generosidad.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo (Mt 10, 37-42)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro».
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