Dos modelos contrapuestos respecto a las políticas sobre familia y vida.
Los que piensen que la recuperación de la natalidad y de la solidez familiar es el más importante reto que tiene planteado Europa deberían seguir con atención el caso húngaro. Pues parece que es el único país que ha conseguido invertir en pocos años la tendencia hacia la desaparición del matrimonio (sustituido por la unión libre, más efímera y menos fecunda, según confirman las estadísticas) y el estancamiento o bajada de la natalidad. La fecundidad ha subido en sólo cuatro años (entre 2011 y 2015) desde los 1.23 a los 1.45 hijos por mujer; el número de primeras bodas anuales se ha incrementado de forma notable desde 2010. El número de divorcios descendió en un 18% entre 2015 y 2016.
Hay quien sostiene que el Estado y el Derecho se limitan −o deberían limitarse− a reflejar la evolución espontánea de las convicciones y aspiraciones de la sociedad civil. ¿Existía un incontenible movimiento pro-vida y pro-familia en la sociedad húngara, que las leyes de Orban se hayan limitado a plasmar? No lo parece. En todo caso, no existía una movilización comparable en magnitud a la que, en la España de Zapatero, se desbordó en una decena de grandes manifestaciones contra el aborto libre, contra el matrimonio gay, contra la Educación por la Ciudadanía, contra la negociación con la ETA…
Hungría y España nos ofrecen, pues, enseñanzas complementarias acerca de la relevancia histórica de los gobernantes y la eficacia pedagógica de las leyes. En Hungría, un gobierno con visión histórica clara de la necesidad de reorientar la sociedad en cierta dirección consigue, sin contar con un sustrato popular previo, desencadenar una dinámica regeneradora a través de medidas inteligentes. En España, un gobierno convencido de que “la economía lo es todo” decepciona las expectativas puestas en él por un poderoso movimiento social previo y deja en su sitio todas las leyes ideológicas de Zapatero. El caso español refuta a los que dicen que “la regeneración sólo puede producirse de abajo a arriba, desde la sociedad”. Si el movimiento social no es recogido por gobernantes dispuestos a canalizarlo política y legislativamente, termina desanimándose y disgregándose. ¿Acaso no le ha ocurrido eso desde 2011 al movimiento pro-vida/pro-familia de nuestro país?
O sea, que los gobiernos importan. O sea, que las leyes y las políticas sí tienen un impacto “educativo” sobre las creencias y las costumbres. Cuando se despenalizó el aborto, más y más personas consideraron que “si la ley lo permite, será que no está tan mal”. Cuando se convirtió el matrimonio en un contrato-basura a través del divorcio exprés, más y más gente pensó que no merecía la pena “perseverar en una unión que ha fracasado”. Más aún, cada vez menos gente decidió siquiera casarse: ¿Para qué molestarse en formalizar un contrato que el propio legislador caracteriza como papel mojado, disoluble a capricho por cualquiera de los contratantes? Al revés que en Hungría, la nupcialidad ha caído en España un 40% en sólo quince años.
Y sí, ya sé que lo elegantemente liberal es decir que la sociedad es adulta, que el gobierno no debe guiarla en esta o aquella dirección (sobre todo, cuando se trata de cuestiones de moral y costumbres)… Pero cada vez lo creo menos. En realidad, la pedagogía legal funciona, y un legislador de ideas claras consigue a veces cambiar el rumbo de la sociedad, para bien o para mal. La izquierda ha sabido siempre, con Louis Brandeis, que “el Derecho enseña”. Por eso, en cuanto llega al poder, se apresura a legislar precisamente sobre ese tipo de cuestiones moralmente cargadas. Zapatero no pensaba que la economía lo es todo, ni que el Estado deba ser ideológicamente aséptico. Zapatero no vaciló en redefinir el matrimonio, impulsar los procedimientos de reproducción asistida (España es uno de los países más bioéticamente permisivos del mundo: inseminación de mujeres sin pareja con esperma anónimo, etc.), ideologizar la educación, imponer por doquiera la “perspectiva de género”, subvencionar masivamente a las asociaciones feministas y LGTB, potenciar nuevos medios de comunicación progresistas, como La Sexta…
El discurso pepero de pitiminí alegará que, a diferencia de la izquierda, el centro-derecha rechaza la ingeniería social y aspira a la neutralidad moral del Estado, y que por eso Rajoy no ha hecho nada en materia de familia, bioética, natalidad, etc. Pero es una falacia con las piernas muy cortas. En primer lugar porque, al dejar en pie todas las medidas pedagógico-intervencionistas de Zapatero, Rajoy en realidad consolida la previa ingeniería social de la izquierda.
En segundo lugar, porque la neutralidad estatal es sencillamente imposible en una serie de asuntos. O la ley permite el aborto, o lo prohíbe. O la ley incentiva la natalidad, o trata la decisión de tener hijos igual que la de comprar un perro (una decisión privada que a la sociedad le es indiferente, y que no tiene por qué premiar). O la ley solidifica la familia haciendo el divorcio imposible o difícil (condicionado a causas tasadas y graves), o la fragiliza convirtiendo el matrimonio en contrato-basura. En todos esos casos, y en muchos otros, no existen vías medias: tertium non datur.
En tercer lugar, porque las políticas de regeneración demográfico-familiar son “antipáticas”, impopulares, necesitadas por tanto de cierta imposición vertical y de mucha pedagogía. La izquierda sesentayochista obraba a favor de corriente; predicaba, en definitiva, el hedonismo: “Vive como quieras, cumple todos tus deseos, no te dejes limitar por una moral caduca y castrante”. Y, pese a poseer un mensaje más atractivo, la izquierda no vaciló en recurrir a los resortes del Estado y la ley para asegurar su penetración en la sociedad. ¿Conseguirá una derecha regeneracionista extender su mensaje −menos vendible, pues implica la llamada a un mayor autocontrol y responsabilidad− sin ayuda de esos mecanismos? Allí donde el enemigo necesitó la artillería pesada de la ley para vencer, ¿podremos prevalecer nosotros sin otra arma que la palabra?
Y finalmente, porque lo que está en juego es demasiado importante para permitirse el lujo de una −de todos modos imposible e ilusoria− neutralidad. Si Europa no recupera tasas de natalidad decentes, como mínimo equivalentes a la tasa de reemplazo generacional (2.1 hijos/mujer: en España estamos en 1.3), su futuro a medio plazo es el colapso por envejecimiento de la población y/o la “gran sustitución” migratoria (eurabización). La salvación de nuestra civilización me importa más que el respeto escrupuloso del Manual del Perfecto Hayekiano. Entre otras cosas, porque en Eurabia nadie se acordará de Hayek.
Francisco José Contreras, en actuall.com.
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