–El San Francisco que nos pinta usted no se parece nada al que nos cuentan.
–Pocos santos han sido tan desfigurados por el mundo como él. Quizá San Juan XXIII…
–El amor que sentía San Francisco por todas las criaturas de Dios, no sólo por los hombres, es uno de los rasgos más conocidos de su espiritualidad. Su Himno al Hermano Sol lo expresa con gran elocuencia. Cito alguno de sus versos en la excelente traducción del poeta León Felipe (+1968), la que leemos en la Liturgia:
«Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, – tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; – tan sólo tú eres digno de toda bendición, – y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención. –Loado seas por toda criatura, mi Señor, – y en especial loado por el hermano sol, – que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, – y lleva por los cielos noticia de su autor»… Todo le parece manifestación preciosa del Creador: la luna y las estrellas, la hermana agua y el hermano fuego… «La hermana madre tierra – que da en toda ocasión – las hierbas y los frutos y flores de color, – y nos sustenta y rige – ¡loado mi Señor!»
Si Francisco siente tanto amor por el mundo visible, podría suponerse que siente horror por la muerte. Pero no es así. El himno continúa y termina cantando a la hermana muerte:
«Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! – Ningún viviente escapa de su persecución; – ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! – ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! – ¡No probarán la muerte de la condenación! –Servidle con ternura y humilde corazón. – Agradeced sus dones, cantad su creación. – Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén».
–El amor a las criaturas lleva a San Francisco al amor del Creador, y consiguientemente al deseo de morir, para unirse plenamente con Él cuanto antes, lo que no es posible sino pasando por la muerte. No es, pues, Francisco un ecologista ecólatra, como hoy son tantos. Es un ecologista cristiano, enamorado del Creador y de su Cristo, «primogénito de toda criatura, en quien fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra… Todo fue creador por Él y para Él, y todo subsiste en Él» (Col 1,15-17).
Tomás de Celano, uno de los primeros en ingresar en la fraternidad franciscana, fue también el primer gran biógrafo de Francisco. Y al describir en el capítulo CXXIV de su Vida primera (año 1228, n. 165) con detalles conmovedores el amor que el Santo tenía hacia las criaturas, también hacia las mínimas –un gusanito en el camino, una piedra que pisa al andar, unos florecillas sembradas en los límites de los campos cultivados, etc.– comienza con estas palabras muy significativas:
«Este feliz viador, que anhelaba salir de este mundo, como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él… En una obra cualquiera canta al Artífice de todas… Se goza en todas las obras de las manos del Señor… Cuanto hay de bueno le grita [como a San Agustín] : “El que nos ha hecho es el mejor”».
–La muerte de San Francisco
Tenemos de ella varios relatos de sus biógrafos primeros. Reproduzco fragmentos de la biografía escrita por San Buenaventura (+1274), tercer Ministro general de la orden, en la Leyenda mayor (1262, cp. 14).
«(1).Ya en cuerpo y alma clavado a la cruz juntamente con Cristo [Gal 2,19], Francisco no sólo ardía en amor seráfico a Dios, sino que también, a una con Cristo crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número de los que han de salvarse. No pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en la planta de sus pies, se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo. […]
«(2). A fin de que el varón de Dios fuera creciendo en el cúmulo de méritos que hallan su verdadera consumación en la paciencia [Sant 1,4], comenzó a padecer tantas y tan graves enfermedades, que apenas quedaba en su cuerpo miembro alguno sin gran dolor y sufrimiento. Al fin fue reducido a tal estado por estas variadas, prolongadas y continuas dolencias, que, consumidas ya sus carnes, sólo parecía quedársele la piel adherida a los huesos. Y, a pesar de sufrir en su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba que a sus angustias no se les debía llamar penas, sino hermanas.
«Cierto día en que se veía más fuertemente afligido que de ordinario por las punzadas del dolor, le dijo un hermano de gran simplicidad: “Hermano, ruega al Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo debido el peso de su mano”. Al oír estas palabras, exclamó el Santo con un gran gemido: “Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los juicios de Dios respecto de mi persona”. Y aunque estaba su cuerpo triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo:
«“Gracias te doy ¡Señor y Dios mío! por todos estos dolores, y te pido que los centupliques, si place a tu divina voluntad; pues será para mí cosa extremadamente agradable que, afligiéndome con dolores, no me tengas compasión, ya que en cumplir tu santísima voluntad encuentro yo los más inefables consuelos” [Job 6,8-10] Por ello les parecía a sus hermanos ver en él a un nuevo Job, en quien, a medida que crecía la debilidad de la carne, se intensificaba el vigor del espíritu.
«El Santo tuvo con mucha antelación conocimiento de la hora de su muerte, y, estando cercano el día de su tránsito, comunicó a sus hermanos que muy pronto iba a abandonar la tienda de su cuerpo, según se lo había revelado el mismo Cristo.
«(3). Probado, pues, con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que siguieron a la impresión de las sagradas llagas y trabajado con tantos golpes […] por el martillo de numerosas tribulaciones, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió ser trasladado a Santa María de la Porciúncula [en las afueras de Asís] para exhalar el último aliento de su vida allí donde había recibido el espíritu de la gracia. Habiendo llegado a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él de común con el mundo en medio de aquella enfermedad tan grave que dio término a todas sus dolencias, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente desnudo sobre la desnuda tierra, dispuesto en aquel trance supremo –en que el enemigo podía aún desfogar sus iras– a luchar desnudo con el desnudo.
«Postrado así en tierra y despojado de su vestido de saco, elevó, en la forma acostumbrada, su rostro al cielo, y, fijando toda su atención en aquella gloria, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que no fuera vista. Y, vuelto a sus hermanos, les dijo: “Por mi parte he cumplido lo que debía. Que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer”.
«(4).Lloraban los compañeros del Santo, con el corazón traspasado por el dardo de una extraordinaria compasión, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su guardián, conociendo por divina inspiración los deseos del enfermo, corrió en busca de la túnica, la cuerda y demás ropa interior, y, ofreciendo estas prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: “Te las presto como a pobre que eres y te mando por santa obediencia que las recibas”.
«Se alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que hasta el fin ha guardado fidelidad a su Señora, la santa pobreza y, elevando las manos al cielo, glorifica a su Cristo, porque, despojado de todo, corre libremente a su encuentro. Todo esto lo hizo llevado de su ardiente amor a la pobreza, pues no quiso tener ni un simple hábito para su uso, que no fuese recibido de limosna.
«Ciertamente, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su conversión permaneció desnudo ante el obispo, y, asimismo, al término de su vida quiso salir desnudo de este mundo. Y a los hermanos que le asistían les mandó por obediencia de caridadque, cuando le viesen ya muerto, le dejasen yacer desnudo sobre la tierra tanto espacio de tiempo cuanto necesita una persona para recorrer despacio una milla de camino.
«¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!
«(5). Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.
«Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: “Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos”.
«Concluida esta exhortación, mandó el varón muy querido de Dios que se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua [Jn 13,1]. Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa [Sal 141].
«(6). Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado […] Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo iba a seguirle ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y, revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces las había invitado al canto de las alabanzas divinas».
–Los estigmas del Crucificado al descubierto
Francisco murió el 3 de octubre de 1226 a unos metros de su querida capilla de Santa María de los Ángeles, en un tugurio que servía de enfermería y cuyo emplazamiento puede verse en el interior de la gran basílica.
Después de permanecer desnudo en el suelo algún tiempo su cuerpo fue lavado y amortajado. A fray León le parecía un crucificado bajado de la cruz. Sus miembros, antes rígidos como los de un cadáver, se volvieron blandos y flexibles como los de un niño. La primera de los seglares en atreverse a desvelar el misterio de los estigmas fue «fray Jacoba», que no dejaba de abrazar su cuerpo y de besar las cinco llagas del primer estigmatizado de la historia de la Iglesia.
La multitud, cientos de personas congregadas de toda la región, no dejaba de cantar y alabar al Señor, por permitirles ser testigos de un prodigio semejante, tan difícil de creer. Todos se sentían honrados, los que lograron besarlas y los que sólo pudieron verlas, entre lágrimas de dolor, gozo y agradecimiento a la vez. «Lo que decimos lo hemos visto –decía fray Tomás de Celano, con palabras tomadas del evangelista Juan [1Jn 1,1]–. Estas manos escriben lo que ellas mismas han palpado» (cf. Celano, Vida primera, cp. IX).
–Despedida de Santa Clara y sus hermanas
El cortejo fúnebre dio un rodeo por el convento de San Damián, para que Santa Clara y las otras damianitas pudiesen venerar los restos de San Francisco. Para la ocasión quitaron la reja de la clausura por la que recibían la comunión y algunos hermanos sostuvieron en brazos el cuerpo del Santo para que pudiesen contemplarlo por última vez. La descripción que Celano nos ha dejado de esa escena es realmente impresionante (Ib.cp IX).
–Canonización
En marzo de 1227 murió el papa Honorio III. Y le sucedió el anciano cardenal Ugolino, obispo de Ostia, íntimo amigo de Francisco y protector de la Orden naciente. Con el nombre de Gregorio IX ejerció su Pontificado desde marzo de 1227 hasta su muerte en agosto de 1241. A él le concedió el Señor la alegría de canonizar a San Francisco de Asís el 16 de julio de 1228, menos de dos años después de la muerte del santo.
José María Iraburu, sacerdote
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