Homilía para el II domingo de Cuaresma A
El padre Abraham nació en Ur, Caldea (Gn 11,31), y se estableció en Harán, mucho más al norte. Haber nacido en Ur significaba disfrutar de lo más desarrollado en el mundo cultural de aquella época. Ur era el lugar dónde se crearon los primeros tribunales conocidos de la historia, y la primera forma de legislación social. La agricultura también alcanzó cotas hasta el momento desconocidas. Sin embargo, todo este desarrollo, y el conflicto que esto genera, produjo un movimiento significativo de migración hacia el norte en el siglo 17º antes de Cristo. El padre Abraham y su familia fueron arrastrados por esta migración hacia Harán, y se establecieron – unos 1.500 kilómetros al norte de Ur – era una encrucijada para las caravanas. Allí se encontraban en las fronteras de la civilización sumeria, a la que pertenecía Ur. Ir más allá significaba cambiar de cultura.
Así que Abraham pertenecía a la primera generación de inmigrantes en Harán. Y sabemos que los inmigrantes de primera generación, en un nuevo país, necesitan estabilidad y seguridad con el fin de echar raíces. Sin embargo, Abraham recibe la llamada de Dios para dejar esta estabilidad y la seguridad, y para aventurarse más allá de los límites de su cultura – para emprender un viaje hacia lo desconocido, sin más garantía que la palabra de Dios. Él aceptó la palabra de Dios y por eso fue llamado “el padre de todos los creyentes” “Se fue – dice el libro del Génesis – sin saber a dónde iba”. Su viaje estaba lleno de peligros y tentaciones, pero se sobrepuso y llegó a la tierra prometida.
Casi dos mil años después, el Hijo de Dios fue enviado también a un viaje – un viaje que, para usar las palabras de san Pablo a los Filipenses- consistió en renunciar a todos sus privilegios. Primero se estableció en Nazaret, como Abraham había hecho en Harán. Pero un día, en su bautismo, en el Jordán, oyó el llamado mesiánico, que lo envió por los caminos de Judea y Galilea. Conoció también la tentación, como hemos visto en el Evangelio del domingo pasado, y el peligro.
Cuando Él comenzó a predicar en Cafarnaun y Nazaret, las multitudes van desde el asombro hasta la veneración como un profeta. Él resiste esta tentación. Así que después de los primeros milagros, sobre todo después de la multiplicación de los panes, las multitudes querían coronarlo rey. Otra tentación de la que se fugó. Pero cuando los poderes que comenzaron a percibirlo como una amenaza, le hicieron una guerra sistemática, y las multitudes lo abandonaban gradualmente, en algún momento se dio cuenta de que las autoridades del pueblo tenían sus planes y que Él tenía que morir. Este fue un importante punto de inflexión en su vida ministerial. A partir de ese momento dedicó mucho de su tiempo y energías para formar y enseñar a sus discípulos, más que a las multitudes.
El pasaje de la Transfiguración que leemos en el evangelio de hoy, se sitúa en este momento crucial de la vida de Jesús. Él acababa de anunciar su muerte a los discípulos. Fue con tres de ellos a la montaña para una noche de oración. En la montaña, entonces, se eliminó toda esperanza humana y no había más que esperanza pura y desnuda- mientras que todo lo que no era su misión mesiánica desaparece o se derrumba, su verdadera identidad es revelada. Él se transfiguró. Toda su humanidad se reduce a la voluntad del Padre sobre él. Jesús no se vuelve más divino de lo que siempre fue, sino que se transfigura delante de ellos, es decir, algo que no veían se revela a sus ojos, su aspecto se transforma. En la medida en la que nosotros nos acercamos a Dios con la oración, y uniéndonos a su voluntad, también somos transformados, nosotros somos transformados a imagen de Cristo y recibimos la visita de Dios y de sus santos.
Hay en este episodio de la Transfiguración no sólo una revelación sobre la persona de Cristo, sino también una revelación sobre la naturaleza de nuestra vida moral. Nosotros tendemos demasiado fácilmente a reducir nuestra fe a un ideal moral, reduciendo el mensaje del Evangelio a una regla de vida, muy noble, por cierto, pero a lo que estamos llamados es a ser transfigurados, identificados en todo nuestro ser con la voluntad de Dios para con nosotros, y a través de nuestra fidelidad continuar nuestro viaje en el desierto.
Cuaresma no debe ser un simple paréntesis penitencial en nuestras vidas. Es un tiempo en que se nos recuerda que somos un pueblo en camino por el desierto. Hemos sido llamados y enviados. Aceptar la inseguridad radical de este viaje es el precio a pagar si queremos llegar a la tierra prometida de nuestra transfiguración con Cristo. Con María, dando gracias continuemos nuestra celebración de la Eucaristía, en la que Cristo se nos dará a nosotros como nuevo maná, el alimento que necesitamos para continuar nuestro viaje.
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Para profundizar:
Jesús de Nazaret. La esfera de los libros.
Benedicto XVI.
Jesús de Nazaret. Dos hitos importantes en el camino de Jesús: la confesión de Pedro y la Transfiguración.
La Transfiguración
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: “Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan” (Mt 17,1; Mc 9,2). Lucas escribe: “Unos ocho días después…” (Lc 9,28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados unos con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la “exaltación” de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.
Jean-Marie van Cangh y Michel van Esbroeck han analizado minuciosamente la relación del pasaje con el calendario de fiestas judías. Llaman la atención sobre el hecho de que sólo cinco días separan dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkot), que dura una semana. Esto significa que la confesión de Pedro tuvo lugar en el gran día de la expiación y que, desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el transfondo de esta fiesta, única ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en el santasanctorum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo tendría en este contexto una dimensión más profunda. Jean Daniélou, en cambio, relaciona exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta de las Tiendas, que –como ya se ha dicho- duraba una semana. En definitiva, pues, las indicaciones temporales de Mateo, Marcos y Lucas coincidirían. Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna.
Ambas interpretaciones tienen e común que relacionan la transfiguración de Jesús con la fiesta de las Tiendas. Veremos que, de hecho, esta manifestación se relaciona en el texto mismo, lo que nos permite entender mejor todo el acontecimiento. Aparte de la singularidad de estos relatos, se muestra aquí un rasgo fundamental de la vida de Jesús, puesto de relieve sobre todo por Juan, como hemos visto en el capítulo precedente: los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo, acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a convertirse en vida.
Precisamente al analizar las relaciones entre la historia de la transfiguración y la fiesta de las Tiendas veremos que todas las fiestas judías tienen tres dimensiones. Proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de toda la creación. Veremos que estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús.
A esta interpretación litúrgica de la fecha se contrapone otra, defendida insistentemente sobre todo por Hartmunt Gese, que no cree suficientemente fundada la relación con la fiesta de las Tiendas y, en su lugar, lee todo el texto sobre el transfondo de Éxodo 24, la subida de Moisés al monte Sinaí. En efecto, este capítulo, en el que se describe la ratificación de la alianza de Dios con Israel, es una clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración. En él se dice: “La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube” (Ex 24,16). El hecho de que aquí –a diferencia de lo que ocurre en los Evangelios- se hable del séptimo día no impide una relación entre Éxodo 24 y el acontecimiento de la transfiguración; en cualquier caso, a mí me parece más convincente la datación basada en el calendario de fiestas judías. Por lo demás, nada tiene de extraño que en los acontecimientos de la vida de Jesús confluyan relaciones tipológicas diferentes, demostrando así que tanto Moisés como los Profetas hablan todos de Jesús.
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf Mc 14,33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos -como en el Sermón d la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración– con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor –en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio- dice: -“Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobretodo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
“Y se transfiguró delante de ellos“, dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: “Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún lavandero del mundo” (9,2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: “Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (17,2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió “a lo alto de una montaña, para orar”; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco” (9,29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la Luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: “Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor” (Ex 34,29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brilla también a él: Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no solo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf sobre todo 7,9.13; 19,14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero ( cf Ap 7,14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf Lc 15,22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta –al menos en una breve indicación- de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: “Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén” (9,31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el “mar Rojo” de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la “esperanza de Israel”, el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del “monte alto”. Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: “Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¡Por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado! Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él” (Mc 9,9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la venida del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y solo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: “Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él” (Mc 9,13). Jesús recuerda aquí, por un lado,, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado “como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso… también él debe sufrir la muerte” (Pesch, Markusevangelium II).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo y a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El “temor de Dios” se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. “Estaban asustados”, dice Marcos (9,6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento “…no sabía lo que decía” (9,6): “Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (9,5)
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Harmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33,7, donde se describe la “ritualización del episodio del Sinaí”: según este texto, Moisés montó “fuera del campamento” la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron “cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (33,11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de las Escrituras antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaría.
La relación con la fiesta de las Tiendas resulta plausible cuando se considera la interpretación mesiánica de esta fiesta en el judaísmo de la época de Jesús. Jean Daniélou ha profundizado en este aspecto de manera convincente y lo ha relacionado con el testimonio de los Padres, en los que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza –como ya hemos visto- a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en tiendas (chozas, sukkot) (Lv 23,43). Daniélou cita primero a Riesenfeld: “Las Tiendas no eran solo el recuerdo de la protección divina en el desierto, sino lo que es más importante, una prefiguración de los sukkot [divinos] en los que los justos vivirían al llegar el mundo futuro. Parece, pues, que el rito más característico de la fiesta de las Tiendas, tal como se celebraba en el tiempo del judaísmo, tenía relación con un significado escatológico muy preciso” (p. 451). En el Nuevo Testamento encontramos en Lucas las palabras sobre la morada eterna de los justos en la vida futura (16,9). “La epifanía de la gloria de Jesús –dice Daniélou- es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morirían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas” (p.459). La vivencia de la transfiguración durante la fiesta de las Tiendas hizo que Pedro reconociera en su éxtasis “que las realidades prefiguradas en los ritos de la fiesta se habían hecho realidad… La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico” (p. 459). Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración –ser luz en virtud del señor y con Él- comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.
A partir de estas conexiones adquiere también un nuevo sentido la frase fundamental del Prólogo de Juan, en la que el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: (Jn 1,14). Efectivamente, el Señor ha puesto la tienda de su cuerpo entre nosotros inaugurando así el tiempo mesiánico. Siguiendo esta idea, Gregorio de Nisa analiza en un texto magnífico la relación entre la fiesta de las Tiendas y la Encarnación. Dice que la fiesta de las Tiendas siempre se había celebrado, pero no se había hecho realidad. “Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118,27] Dios, el Señor del universo, se nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana” (De anima, PG 46,132B; cf. Daniélou, pp. 464-466).
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. “Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo” (Mc 9,7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios Mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora “con su sombra” también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, mi preferido” (Mc 1,11).
Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: “Escuchadle”. Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: “Escuchadlo”. Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: “Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma” (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido mas profundo queda recogido es esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: “Escuchadlo”.
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración –como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico-, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el apostolado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: “Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios”” (9,1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncian otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p. 66) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos –los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte- que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios “con poder”. En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte –en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas- reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el “poder” (dynamis) del Reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo –judíos o griegos-, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de Dios” (1,23s). Este “poder” del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la “necesidad” de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24,26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.
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