1 de marzo.

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Homilía para el miércoles de ceniza 2014.

La mayoría de nosotros tenemos una idea bastante clara de la necesidad de conversión de los que nos rodean. Si ellos hubieran tenido simplemente la humildad y el buen sentido de preguntarnos, podríamos decirles fácilmente todo lo que tienen que mejorar o corregir en su conducta y en su vida. Pero tal vez podrían darnos el mismo servicio … Así que ¿por qué en este tiempo de Cuaresma, que comienza hoy, comenzamos también a escucharnos los unos a los otros, por un momento, y si es preciso también la llamada a la conversión mutua?

A primera vista, esto puede parecer contrario al Evangelio de hoy, en el que Jesús nos invita a actuar no según lo que otros piensan o dicen, sino simplemente de acuerdo a nuestro Padre del cielo. Pero  Jesús ciertamente no nos invita a una actitud en la que no prestemos ninguna atención a lo que otros piensan o sienten, de hecho cuando nos enseña como presentar la ofrenda no dice: sí tú tienes algo contra tu hermano, dice: si tu hermano tiene algo contra tí.

Cuando a veces decimos: “No me importa lo que otros piensan …” lo que queremos decir, en general es: “Yo no le doy importancia a sus críticas, a sus exigencias, sus demandas“. Pero la verdad es que seguimos, en el mismo momento, dando mucha importancia a su reconocimiento, a su afirmación, a sus estimaciones de lo que somos y lo que hacemos. La opinión pública tiene una influencia muy fuerte en la vida moderna. Se puede derribar a un gobierno, o romper una carrera política, menos en la Argentina. También puede tener una gran influencia en la vida comunitaria

Lo que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy es: “Párate en tus propios pies.” Y, sobre todo: “Ponte delante de tu Padre”. No actúes para otros, no relates o actúes tu vida, vívela. Tu vida no vale en razón de lo que la gente piensa de ti. Pero seguimos estando al mismo tiempo sujetos a la obligación evangélica de soportarnos mutuamente y corregirnos también mutuamente.

Cuando recibimos las cenizas, como lo haremos en un momento, realizamos un gesto simbólico. Con este gesto proclamamos públicamente que nos reconocemos pecadores y que queremos arrepentirnos y corregir nuestros errores. Este gesto público de alguna manera es una pedido de auxilio. No sería lógico si, después de esto, me ofendieramos cada vez que alguien sugiera que podríamos ser capaces de mejorar este o aquél comportamiento.

La recepción de las cenizas es un acto por el cual decimos públicamente:

Dios: soy un pecador y deseo la gracia de la conversión de mi corazón.
Hermanas y hermanos: yo soy un pecador y necesito de la ayuda de ustedes.

Por eso la liturgia nos recuerda: “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris” (“Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás”).

Polvo tenemos en los ojos, polvo de la tierra nos tiene ciegos.  Polvo son las riquezas, polvo son los honores, polvo son los placeres; polvo enceguecedor que nos impide ver.  Mas la Iglesia, Madre nuestra ansiosa por sanarnos, Esposa de Cristo poderosa para sanarnos, nos echa este día un puñado de polvo a la cara, y a imitación de su Divino Maestro dice a los pobres ciegos: “Con lo mismo que te enfermó, yo te sano.  Pero no con lo mismo: porque el polvo solo, el polvo de la tierra, no sirve para sanar, sino para enfermar más, si no se le mezcla la saliva de un Dios, es decir, la palabra de Dios”.  Y la Iglesia mezcla a este polvo de la tierra una palabra de Dios, una palabra tomada del Libro del Génesis, una palabra sencilla, verdadera y cáustica.

“¡Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás!” (Libro del Génesis, III, 19).

Si nos pusiese solamente ceniza en la frente para recordarnos la muerte que ha de reducirnos a polvo, no curaría la Iglesia nuestras llagas, sino más bien aumentaría nuestra tristeza; y la tristeza no es el remedio de nuestros males.  ¡Bastante tristeza nos da este siglo inquieto!  A este asilo de paz, a este puerto de oración en medio del estrépito de la calle abierto, venimos precisamente algunas veces huyendo de la tristeza del mundo.  Y bien, hermanos; no tengamos miedo, porque el polvo que allá fuera enferma, aquí dentro sana; el polvo que la Iglesia nos pone en los ojos nos devuelve la vista, aunque sea cáustico en el momento de la operación; y el que ve, hermanos, no está triste: porque el que ve, sabe adónde va; porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra ni cae en el hoyo.

Y por eso, Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos manda el ayuno, pero nos prohíbe la tristeza.  “Cuando ayunéis —dice— no os pongáis tristes como los hipócritas”.

Y dice el Padre Castellani: Y ¿cómo haremos para no estar tristes teniendo que sufrir el cuerpo?  No poniendo nuestro tesoro en el cuerpo, que es polvo, ni en las cosas de la tierra, que son polvo, sino más arriba.  “Y vuestro Padre que está en los cielos os lo pagará allá arriba.  No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y el gorgojo los deshacen, el ladrón rompe y los roba.  Amontonad tesoros en el cielo, donde ni polilla ni gusano deshacen, ni el ladrón rompe y roba”.

La polilla y el gorgojo son las miserias de esta vida; el ladrón es la muerte, y el tesoro es lo que buscamos y deseamos, nuestro ideal y nuestro último fin.

El Padre Castellani abría esta reflexión del inicio de la cuaresma a una hermenéutica histórica de la concepción del hombre en relación a Dios y a la creación y decía:

“Hombre —exclama el mundo— tú eres libre; no te sujetes.  Tú eres rey; no obedezcas.  Tú eres hermoso; goza; todo es tuyo.  Pueblo soberano, tú no debes ser gobernado por nadie, sino gobernarte a ti mismo.  Rey de la creación, la ciencia y el progreso ponen en tus manos la tierra toda.  Animal erguido y blanco, tu cuerpo es hermoso, no lo ocultes.  Tu cuerpo es la fuente y el vaso de un mundo de placeres: bébelos. El dinero es la llave de este mundo: procúratelo.  Los honores, las dignidades, el mando son un manjar de dioses; la fama es el ideal de las almas grandes; la ciencia es la aristocracia del alma.  ¡A luchar!  ¡A arrebatar tu parte!  ¡A triunfar!  ¡A echar fuera a los otros!  ¡Si eres pobre: asalta a los ricos!  ¡Si eres rico: exprime a la plebe!”.

Hermanos, ¿y el gusano y la polilla?  El semidiós, el superhombre se encuentra con el gusano y la polilla.  Enfermedades del cuerpo, tiranía del pecado y del instinto, hastío de los placeres, temores en la riqueza, pequeñez del entendimiento, disgustos en el poder, miserias de la conciencia, limitación del alma; contrastes familiares, fracasos sociales, grandes desastres nacionales, polillas del polvo humano, ¡cuántas hay! y ¡cómo las llevamos todos escondidas y cómo han aumentado desde que la fe ha disminuido y el pecado crecido!

Y entonces, cuando comienza a deshacerse el ídolo de polvo en el que se había puesto el tesoro y el corazón, cuando la dura realidad tarde o temprano disipa los castillos basados sobre la mentira, ¡ah! entonces, hermanos, los maestros de la mentira les cantarán otra canción muy diversa, los consolarán con la canción del odio, el desencanto y la desesperación.

“Hombre: eres un absurdo, un enigma, una miseria.  Tu nacimiento es sucio; tu vida, ridícula; tu fin es desconocido.  Engañado por los fantasmas de las cosas hermosas que te prometen la felicidad, corres sin saber adónde, dando tumbos por la vida, hasta dar el gran salto del que nadie vuelve, a la noche de lo desconocido.  Tu hermano, a tu lado, es un lobo para ti; tu superior, arriba, es un tirano; el apóstol que te predica, te engaña y te explota.  No sabes nada de nada, no puedes nada contra tu destino.  Tus ideales más grandes, tus ensueños más hermosos: el amor, la religión, el arte, la santidad… ¿quieres saber lo que son en el fondo?  Son solamente sublimaciones del instinto del sexo que llevas en la subconsciencia.  La vida no vale la pena de ser vivida”.

He aquí las dos grandes mentiras del mundo.  Pero no hay ninguna mentira que no tenga algo de verdad —una mentira pura no se podría sostener—.  El mundo predica del hombre dos verdades: la grandeza de su alma y la miseria de su cuerpo.  Pero ignora del hombre dos verdades: la miseria de su alma, que es el pecado original, y la grandeza de su cuerpo, que es la resurrección final.

El autor del Libro del Eclesiastés, inspirado por el Espíritu Santo, después de haber mostrado amargamente la vanidad de las cosas terrenas, no concluye, hermanos, la desesperación, sino que concluye la moderación.

Después de haber recorrido la vanidad de los placeres que dan hastío, la vanidad de la ciencia que aumenta el sufrimiento, la vanidad de las riquezas, del poder, del nombre, de la fama, de la hermosura, el autor sacro irrumpe en conclusiones de sentido común, de moderación y de templanza.  “Hay que despreciar todo lo caduco, hay que usar moderadamente de la vida, hay que usar también templadamente de los placeres y alivios que la hacen serena y llevadera, y sobre todo hay que temer a Dios, cumplir sus mandamientos y recordar su juicio”.  “Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es todo el hombre”.

Es curioso que no dice: “Cumple los mandamientos de Dios, porque eso es el alma del hombre.  El cuerpo es polvo; cumple los mandamientos para salvar tu alma”.  No, hermanos: “Cumple los mandamientos, porque eso es todo el hombre, cuerpo y alma”.  El que se salva, salva su cuerpo y su alma: envía su alma al cielo y envía el montón de polvo de su cuerpo a la tierra, como semilla de resurrección.

Hombre verdaderamente sabio, prudente y juicioso, el que se salva.  No nos está prohibido desear riquezas, sino desear riquezas mentirosas.  ¿Cómo se pueden asegurar las riquezas contra un ladrón?  Mandándolas a la caja de seguridad.  Ese es el consejo de Cristo: por medio de la limosna, envíen sus riquezas donde no hay ladrones, para que allá los esperen.

¿Cómo se puede asegurar el grano de trigo contra el gorgojo?  Hay que sembrarlo.  Es el consejo de Cristo: “Si el grano se hunde en la tierra y muere, después brota y hace grande fruto”.

Así nuestros cuerpos, hundidos por la humillación, deshechos por la mortificación, pulverizados por la muerte, brotarán un día  con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la Inmortalidad.

Mientras tanto, con humildad y bajo el manto de la Virgen le decimos a Dios: ¡Somos pecadores, queremos convertirnos ayúdanos, y que sepamos ayudar a los hermanos y dejarnos ayudar! Amén.

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