7 de diciembre.

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SAN AMBROSIO
(+ 397)

Con el triunfo de Constantino sobre Majencio y el subsiguiente edicto promulgado el 313 en Milán, los dos grandes poderes del Imperio y de la Iglesia se hermanan en un abrazo de exterior solidaridad; con la elevación de Ambrosio al episcopado de aquella misma sede el 374 se realiza la fusión vital de la sangre añeja del espíritu romano y la sangre renovadora de los principios sobrenaturales del cristianismo. La Providencia preparó admirablemente los caminos.

Hijo de un magistrado romano del mismo nombre, a quien Constantino confiara la Prefectura de las Galias, Ambrosio se habituó a contemplar en el espejo de su padre la seriedad de vida, el amor a la justicia, el espíritu de organización y demás virtudes del antiguo patriciado romano. Sobre este terreno tan bien dispuesto vino la formación en la capital del Imperio, adonde, muerto su padre cuando él contaba catorce años, hubo de trasladarse, abandonando Tréveris, su ciudad natal, en compañía de su madre y su hermano Sátiro. El estudio de la elocuencia en los oradores que habían forjado los grandes días de la República y del Imperio, la familiaridad con los poetas griegos y latinos, intérpretes de sus glorias, y el aprendizaje del derecho, médula espinal de la grandeza de Roma, convirtieron a Ambrosio en un perfecto símbolo de las antiguas tradiciones patrias.

Dentro de este espíritu iba infiltrándose un ambiente sinceramente religioso. Su padre se había convertido al cristianismo en los tiempos duros de la persecución y su familia había sido bautizada con la sangre martirial de Santa Sotera, muerta por la castidad y la fe. Un cuadro plástico del fervor cristiano de la familia nos lo ofrece el grupo de aquellos tres hermanos, tan unidos por un tierno amor, que formaron el hogar del prefecto de las Galias: la primogénita, Santa Marcelina, que voló muy pronto a la sombra del papa Liberio para consagrar a Dios su virginidad; Sátiro, el segundo vástago de la familia, acreedor también al culto de los altares y fiel cooperador en los trabajos del tercero y menor de los hermanos, San Ambrosio el obispo.

Muy pronto se fijó en este último, distinguiéndole con una predilección particular el prepotente Probo, hombre de confianza del emperador Valentiniano I, encargado de la administración de Italia y sincero cristiano en su profesión y sus obras. Le agregó, pues, a la Prefectura del Pretorio, y en 372, cuando Ambrosio contaba algo más de treinta años, obtuvo para él el cargo de gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, cuya capital se hallaba en Milán, despidiéndole con esta consigna de insospechado vaticinio: ‘Ve, hijo mio, y condúcete no como juez, sino como obispo”. Ambrosio no olvidó esta lección, que le granjeó el cariño de todos sus súbditos.

Era entonces Milán la segunda ciudad del Imperio, sede ordinaria de los emperadores cristianos, en la que, por lo mismo, fermentaban las intrigas políticas y repercutían con tanta mayor violencia las amenazas de los pueblos bárbaros cuanto más próximas se hallaban sus fronteras. Ultimamente la intranquilidad se habia acentuado con la división religiosa provocada por el obispo Auxencio, de ideas arrianas más o menos solapadas. Dos años llevaba Ambrosio al frente de su Prefectura cuando murió el heresiarca Se reunieron los obispos vecinos en una de las basílicas de Milán para elegir sustituto, y, mientras se prolongaba dificultosamente la deliberación, el pueblo, reunido en las naves del templo, fue gradualmente inquietándose con presagios de lucha amenazadora entre los dos partidos católico y arriano. El prefecto, avisado del peligro, se trasladó a la basílica y dirigió la palabra a la muchedumbre, exhortándola a esperar tranquila la decisión de los electores, cuando de repente, en un momento de pausa, rasgó el silencio del templo la voz vibrante de un niño que clamó por tres veces: “¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo!” Al primer estupor siguió inmediatamente el entusiasmo general de la muchedumbre, que, como un eco fue repitiendo aquel grito hasta decidir en este sentido la elección. Es la tradición recogida por Paulino, secretario del nuevo obispo y que en todo caso representaba un símbolo grato de aquella realidad.

Nadie quedó más sorprendido que el mismo Ambrosio, quien jamás había pensado en la carrera eclesiástica y que, por otra parte, siguiendo la censurable costumbre de aquellos tiempos, aún no había recibido el bautismo, esperando obtener por su medio a la hora de la muerte un perdón general de sus pecados. Expuso, pues, su situación de no bautizado, recordó la prohibición eclesiástica de elevar a la dignidad sacerdotal a un neófito, adujo las incompatibilidades jurídicas de su cargo y hasta llegó a fingir acciones menos rectas para alejar de sí semejante nombramiento. Todo resultó inútil y al fin se sometió a los planes de la Providencia, que había hablado por la voz de un niño inocente. Recibido el bautismo, fue a los ocho dias consagrado obispo de Milán, el 7 de diciembre del 374, en cuya fecha aniversaria celebra la Iglesia su fiesta litúrgica. A partir de aquel punto se entregó de lleno a las solicitudes del cargo pastoral y bien de la Iglesia, por cuyo esplendor habia de trabajar durante veintitrés años de episcopado. Sin embargo, a pesar de su alejamiento voluntarío de la corte, la divina Providencia le habia constituido, en cierto modo, ángel custodio del trono imperial, al que aguardaban años tan azarosos. Angel de la guarda fue para con el emperador Graciano, jovencito de dieciséis años cuando subió al trono, dotado de buenos sentimientos religiosos, pero inexperto e indeciso, y de quien hizo con sus consejos y su dirección un hombre de carácter maduro, que, después de haber dado al Imperio leyes de firmeza y ejemplaridad cristianas, moría asesinado sin doblegarse ante la insurrección. Durante los años de su reinado, Ambrosio entraba en su palacio con plena libertad y a cualquier hora para interceder por los necesitados y perseguidos, fueran cristianos o paganos.

Al subir al trono Valentiniano II, de solos doce años de edad, todo parecía augurar años difíciles a San Ambrosio, ya que en torno al joven augusto, bajo la tutela de su madre Justina, simpatizante con el arrianismo, se había constituido un foco de oculta hostilidad contra la persona del obispo milanés. Por eso fue más espectacular el gesto de aquella matrona artera y política cuando llevó a su hijo a presencia de Ambrosio, poniéndolo bajo su protección y rogándole que llevase una embajada de paz al general Máximo, proclamado emperador por las legiones de Bretaña. Se trataba de defender a un huérfano y a una viuda, hasta ayer en relaciones nada amistosas, y el obispo no dudó en trasladarse a las Galias para salvar al príncipe. La posterior conducta de Justina no respondió a aquel acto de generosidad; pero años más tarde, muerta ya la madre intrigante, el joven emperador terminó por arrojarse en brazos de Ambrosio, cuyos consejos solicitó de continuo, a cuya dirección entregó el alma de sus hermanas Justa y Grata y cuyo nombre invocó con ansia los últimos días de su vida en las Galias, cuando entrevió levantarse sobre su pecho el puñal del asesino.

Más varoniles fueron las relaciones de amistad entre el obispo de Milán y el emperador Teodosio, basadas en una perfecta compenetración de principios religiosos, que no impidieron, sin embargo, al primero reprender los desaciertos del segundo

Todo este influjo de San Ambrosio sobre la autoridad suprema fue constantemente enderezado a los tres grandes fines que llevaba en el corazón: la destrucción del paganismo, la extirpación de la herejía y la purificación del pecado en la Iglesia.

Porque es cierto que las instituciones y cultos paganos seguían dominando aún en gran parte de la aristocracia romana y el Senado. Un día se despertaron aterrados los círculos políticos de Roma ante el estampido de una orden imperial que ordenaba retirar del Senado la imagen de la diosa de la Victoria, aquella imagen que había presidido las deliberaciones cruciales del Estado, tan fecundas en triunfos incontrastables. Era un golpe certero asestado contra el corazón del paganismo oficial, pero al mismo tiempo representaba una herida en las más gloriosas tradiciones ancestrales. La emoción cundió entre el pueblo y la irritación entre los senadores paganos, que enviaron una comisión a Milán para entrevistarse con el emperador. Las puertas de palacio permanecieron cerradas a sus aldabonazos, y poco después se les respondía con otro decreto suprimiendo las subvenciones para el mantenimiento del altar de la Victoria, de los sacerdotes consagrados a su culto y de las vestales, custodias venerandas de la Urbe. A través de la firma imperial todos vieron el pulso firme del obispo milanés.

De nuevo, en tiempos de Valentiniano y Justina, el prefecto de Roma, Símaco, en un elocuente discurso que ha pasado a la historia como pieza de verdadero mérito oratorio, expuso ante el Consejo imperial las conveniencias de restablecer la estatua de la diosa con sus sacerdotes y vestales. Ambrosio, advertido del asunto, escribió una réplica tan llena de nervio y vigor, que el joven Valentiniano resolvió tajantemente el asunto. Una vez más había triunfado el santo Obispo. La futura tentativa del paganizante emperador Eugenio estaba ya de antemano condenada al fracaso. El paganismo había expirado oficialmente.

Más ardua fue la lucha contra el arrianismo. Ambrosio decidió asestarle un golpe en su centro neurálgico de Sirmio, donde florecía a favor del grupo hostil a Graciano, reunido allí en torno a Justina. Había que consagrar un nuevo obispo católico, y el de Milán se presentó allí para realizar la ceremonia y hacer sentir su influjo. Una muchedumbre con aires de motín le recibió entre gritos y amenazas, hasta el Punto que, al subir a la cátedra que le estaba reservada, una mujerzuela le agarró del manto para impedir que se sentase. “No me toquéis—le dijo con tono de majestuosa autoridad—. Soy sacerdote, aunque indigno, y no podéis poner vuestra mano en un ministro del Señor. Temed no os castigue Dios con alguna desgracia’. El pueblo quedó dominado por tanta dignidad y la ceremonia terminó sin incidentes. A los pocos días aquella pobre mujer era víctima de grave enfermedad; todos vieron en ello la mano de Dios y la paz quedó restaurada. Bajo esta impresión convocó Ambrosio un concilio en Aquilea que destituyó a los obispos arrianos aún existentes, y por el momento la herejía languideció.

Sin embargo, le quedaban aún por reñir en este punto las batallas más violentas. Ya en el trono Valentiniano II, por instigación de los grupos recalcitrantes, y bajo el influjo de su madre, Justina, ordenó al obispo de Milán que entregase a los arrianos una de sus principales basílicas. Ante su negativa fue llamado a palacio al consistorio imperial. “Ni yo tengo poder para entregárosla ni vos potestad para tomarla”, dijo al emperador en su presencia. La disputa se encendió mientras la multitud, noticiosa del peligro de su iglesia y su pastor, clamaba amenazadora en la calle, hasta que el mismo Ambrosio, a ruegos de la alarmada Justina, calmó con sus palabras la irritación popular “Que no se vierta una sola gota de sangre en nombre de la Iglesia—-rogaba a Dios el Santo—, y, si alguna hubiese de correr, que sea más bien la mía.”

La dignidad del obispo habia triunfado sobre la del cesar. Justina no lo olvidó, y al año siguiente un decreto imperial de tonos generales y sellado con graves sanciones jurídicas daba libertad de reunión a los arrianos. Se trataba, en realidad, de intimidar a Ambrosio para que entregase sus basílicas al obispo hereje Auxencio. El Santo no se dió por aludido y la corte no osaba pasar adelante, hasta que cierto día de Cuaresma, mientras celebraba el obispo, rodearon las tropas imperiales una de las basíhcas esperando la salida de los fieles para ocuparla. Ni el pastor ni sus ovejas consintieron en ceder, y durante varios días quedaron sitiados por las fuerzas militares, sin querer abandonar el lugar santo. Fue entonces cuando Ambrosio, para mantener tenso el espíritu de los cristianos allí voluntariamente encerrados, organizó cantos en coros alternos de salmos e himnos compuestos por él mismo, introduciendo de este modo en Occidente una costumbre que dura hasta nuestros días en el rezo del oficio divino. En la última alocución a los fieles allí presentes les declaró con firmeza: “Rindo mis homenajes de respeto al emperador, pero no cedo ante él. El emperador está en la Iglesia y no sobre la Iglesia”. La corte hubo de capitular, temiendo daños mayores. El arrianismo había recibido su golpe de gracia.

No menos firme se mostró ante el crimen y los escándalos, aun cuando éstos viniesen del emperador Teodosio. Dos veces juzgó deber enfrentarse con él y no vaciló. El año 388 ciertos monjes de Oriente, respondiendo a las violencias de los arrianos, habían incendiado algunos edificios de éstos, entre los que había quedado destruida una sinagoga hebrea. Teodosio, obsesionado por la tranquilidad pública y la justicia, ordenó al obispo de aquella región que la reconstruyese a su propia costa. Inmediatamente recibía una carta del prelado milanés reprochándole aquella decisión inmotivada e impía. Manda suavizarla, pero sin dar satisfacción completa al obispo, quien, en una homilía ante el pueblo de Milán y en presencia del mismo emperador, hace alusiones claras a su proceder condenable. Teodosio se excusa recordando las mitigaciones ordenadas, ‘No basta—responde el Santo—-, obra de suerte que pueda ofrecer el sacrificio por ti, con plena seguridad de conciencia.” Tras un diálogo público entre ambos representantes de la Iglesia y del Estado, Teodosio promete la entera revocación de la orden. “Celebraré confiado en tu palabra”, dice Ambrosio. “Tú la tienes”, responde el emperador.

Han transcurrido dos años desde este suceso cuando se promueve en Tesalónica una revuelta popular contra el cesar por haber condenado, aunque justamente, a uno de los ídolos del circo. Teodosio monta en cólera y ordena en castigo una matanza general durante una de las fiestas en el mismo circo. Trata Ambrosio de hacer revocar la orden; el emperador se resiste y cuando, al fin, promulga un decreto en contra, varios miles de inocentes han sido ya asesinados. Le exhorta inmediatamente el obispo a hacer penitencia de su pecado, como la habia hecho David: caso de no aceptar la penitencia pública, como público fue su crimen, se verá privado de los sacramentos y le será cerrada la puerta de la iglesia. El emperador se somete, aun cuando no sin violenta lucha interior, y cuando, en las fiestas de Navidad, es admitido de nuevo a los oficios sagrados, se le ve presentarse sin las insignias de su poder, como un pecador público que con gemidos y lágrimas implora la absolución de su delito antes de ocupar su puesto entre los fieles. El Imperio ha doblado oficialmente su rodilla ante la Iglesia. Más tarde confesará el emperador: “No conozco sino a Ambrosio, que me ha hecho ver qué es un obispo”.

Y, sin embargo, su figura no es la de un obispo áulico. Las puertas de su morada permanecen siempre abiertas para ofrecer paso, sin previo aviso, a cualquier creyente o pagano sin distinción. Una clientela incesante de pobres, afligidos o necesitados de consejo asedian su casa, y a nadie niega su ayuda, ya se trate de un desgraciado indeseable, ya de un genio en fermentación religiosa como Agustín. Sus arcas se vacían en favor de los pobres, y, cuando no dan abasto, los vasos de oro y otros metales preciosos son vendidos sin titubeos.

Nada tiene, pues, de extraño que no pueda salir de casa sin que una muchedumbre agradecida y admiradora de sus virtudes le rodee, formando en torno suyo un séquito de veneración y cariño dispuesto a mezclar su sangre con la de su obispo en los momentos de peligro frente a las injusticias de Valentiniano. Bien persuadido de ello está el mismo emperador cuando, a las insinuaciones de ciertos cortesanos para que actúe contra el Santo apoyado en sus tropas, responde: “Bastaria que Ambrosio levantase un dedo para que vosotros mismos me entregaseis a sus plantas atado de pies y manos”.

Y lo más sorprendente es que, en medio de tantos afanes y negocios, tuviera todavía tiempo para pronunciar, a veces diariamente, aquellas admirables homilías, origen de sus numerosos tratados exegéticos, que le ocasionaron frecuentes consultas escrituristicas por parte de sus contemporáneos. Conocía muy bien los resortes de la elocuencia clásica, como lo mostró en su refutación a Simaco, y dominaba las galas del estilo, como aparece en sus descripciones martiriales de Santa Inés y San Juan Bautista, dignas de cualquier antología; pero, por lo común, su oratoria era sencilla, pletórica, eso sí, de luz e impregnada de tal suavidad de lenguaje que penetraba hasta lo más profundo del aIma, según habia de atestiguar el más eximio de sus oyentes: Agustín de Tagaste.

Pero su genio resalta, ante todo, en la unión de dos extremos opuestos, felizmente hermanados en su ascética: el sentido práctico de la vida ordinaria y la sublimación de los más altos ideales divinos. Su sentido práctico de moralista recto, a la vez, y comprensivo fue herencia de su espiritu romano, así como su principal tratado en este sector, De las obligaciones de los clérigos, fue una transcripción al cristianismo de la obra homónima de Cicerón. Las virtudes cardinales, el deber cimentado en el cumplimiento de la voluntad divina, las modalidades de ciertas virtudes, como la pudicicia, y la exposición de los consejos evangélicos adquieren en su pluma una completa nitidez de perfiles.

Ahora que, sobre este fondo obligatorio del deber, su espíritu se remonta a las más altas cumbres del idealismo ascético. Sólo contaba tres años de sacerdocio cuando escribió para su hermana Marcelina su primera obra. Sobre las vírgenes, compilando sus homilías acerca de este tema, que su hermana no había podido oir y deseaba ardientemente conocer. Con ellas se habia dado a la pureza su más alta sublimación, y al néctar de sus mieles acudían de todas partes jóvenes escogidas deseosas de consagrar al Señor su continencia bajo la dirección del obispo milanés. Era una corriente cristalina de virginidad, desconocida hasta entonces, que se desbordaba por todo el Norte de Italia. Surgieron, como era natural, mezquinas oposiciones. De ahí que un año más tarde hubo de recoger en otro librito, Sobre la virginidad, los sermones pronunciados para defenderse a si mismo y vindicar los derechos de la pureza contra madres doloridas o futuros esposos que veían defraudadas las ilusiones de su cariño. Aún nos habia de legar otros dos escritos, uno Sobre la formación de la virgen y la perpetua virginidad de María, dirigido a una joven lombarda de su mismo nombre, nieta de su amigo Eusebio de Bolonia, y el otro la sentida Exhortación a la virginidad, pronunciado en la inauguración de una basílica, cuya fundadora, viuda noble de Florencia, consagraba sus tres hijas vírgenes al Señor. El Occidente habia alcanzado su cima más alta en la sublimación ascética de la continencia.

Vista la facilidad con que el espiritu jurídico-práctico de un romano como Ambrosio supo, sin embargo, elevarse a las regiones más empíreas de lo divino, no puede ya extrañarnos descubrir en él al iniciador de la poesía himnológica cristiana, que habían de levantar poco después a tan alto esplendor el español Prudencio y el francés Venancio Fortunato, ambos, por cierto, cantores de la virginidad. Los himnos de San Ambrosio figuran todavía hoy en el rezo del Breviario.

El año 395 pronunciaba el santo obispo la oración fúnebre en los funerales de Teodosio el Grande, que venían a ser también los del Imperio romano. Era el canto del cisne de Ambrosio, que dos años más tarde moría contemplando con tristeza la descomposición del poderío secular de Roma, pero habiendo llevado a feliz término la empresa de inocular los espíritus vitales de la grandeza romana en la savia renovadora del cristianismo.

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