Homilía para el IV domingo de Adviento ciclo A
Si el pueblo de Israel jugó un rol considerable en la historia antigua, desde luego, no fue a causa de su importancia numérica o militar, sino a causa de su posición estratégica. Israel era una especie de amortiguador entre las grandes potencias de la época: entre Asiria y Egipto por un cierto tiempo, y después entre Persia y el Imperio Greco-Romano. Estas superpotencias, cada una a su tiempo, consideran su derecho y deber actuar como policía internacional y la de imponer o eliminar a los líderes de Israel. En el momento del nacimiento de Jesús, Judea estaba bajo la autoridad de un rey que era un títere de los romanos y la Galilea bajo un gobernador romano.
El Hijo de Dios no nació en algunas de las superpotencias de su tiempo, sino dentro de un pequeño país que fue despreciado y que había sido invadido en varias ocasiones por estas superpotencias.
Una de las cosas que las tres lecturas de hoy tienen en común es el título “Hijo de David”, dado tanto a Jesús como a José. Lo que aquí se subraya, es el carácter profundamente humano de la intervención de Dios en la historia. El Hijo de Dios no se encarna en lo abstracto. Se convirtió en un hombre – un hombre de verdad – nacido en un momento particular de la historia humana en un determinado pueblo y con una familia específica. Jesús tenía la forma de este ambiente particular; de él toma las categorías de pensamiento, el lenguaje que le permitió hablarnos usando un conjunto bien específico de imágenes y conceptos.
Su misión se lleva a cabo en una vida humana muy ordinaria. Un niño nace de una mujer. Una mujer muy joven. Si María estaba prometida a la edad habitual en su sociedad, es decir, desde el inicio de la pubertad, Ella debería tener entre 12 y 14 años cuando dio a luz a Jesús. De acuerdo con las mismas costumbres, José debe haber tenido entre 13 y 15 años – no es el viejo barbudo de muchas representaciones artísticas, que por cierto también corresponden a teorías, de exegetas, que suponen a José con más edad (teorías recientes y ¡documentadas!, pero aún no definitivas). Este niño creció y llegó a ser un adulto. Ejerció la profesión de su padre. Un día sintió la llamada profética y anunciaba el evangelio en las ciudades y pueblos. Las autoridades lo encontrarán molesto se desharán de él como ya lo habían hecho con otros. No hay nada realmente extraordinario en todo esto. La misma cosa, podría decirse de su muerte, que le llegó como le había llegado a muchos otros. Sin embargo, fue a través de esta existencia ordinaria y común que cambió el curso de la historia profundamente, y por esta existencia humilde se realizó la salvación.
Mateo, en el Evangelio de hoy, como Pablo en la Carta a los Romanos, o Juan en su prólogo, quieren mostrar que este hijo de Israel era más que un hijo de Israel. No era sólo un Judío piadoso enviado al pueblo judío. Él era el Emmanuel (ver lectura de Isaías), el Dios-con-nosotros, para todos los seres humanos y para todas las razas. Cuando Mateo nos habla del nacimiento virginal, no quiere que nos quedemos solamente en el hecho concreto e histórico de la virginidad de María, sino que entendamos que este niño, en su impresionante y “normal”, “ordinaria” encarnación es más que un hijo de Israel. Sí, era un Judío por nacimiento. Sí, sus antepasados eran Judíos. Pero su verdadero padre era Dios, quien, por medio de él, como lo había hecho por Adán, dio a luz a una nueva raza, una raza en la que los lazos de sangre tenían muy poca importancia.
El rol de José en esta historia es una suerte de expresión simbólica de la decepción del pueblo judío cuando descubrió que el Mesías no era de su propiedad exclusiva. El nacimiento de Jesús pone fin a la dominación de una raza sobre otra, de una cultura sobre la otra. Puesto que Jesús, sea cual sea nuestra ciudadanía política a la que pertenecemos, grande o pequeña; o a un estado poderoso que puede actuar como una policía internacional, sólo tenemos una ciudadanía que realmente importa: todos somos hijos e hijas Dios. Todo lo demás, como diría Pablo, no cuenta, lo dice en una expresión que en realidad sólo se puede citar en latín, es; “stercora” (estiercol).
Otra consecuencia de esto es que Dios no es sólo “nuestro” Dios y que Jesús no es sólo “nuestro” Jesús. Pero estamos acostumbrados a considerar a Jesús como “nuestro” y, por supuesto, ya que somos generosos, queremos compartirlo con los demás! En realidad, no tenemos que compartirlo con los demás. Tenemos que “descubrir” que Nadie – ni José, ni nosotros mismos – podemos reivindicar la paternidad de Jesús.
Esto es lo que es absolutamente nuevo y original. Los cristianos debemos ser testigos de esta igualdad total de todos los seres humanos llamados a la salvación, debemos trabajar, sufrir y ofrecer para que los otros descubran esta buena noticia, en lo ordinario y cotidiano de sus vidas: Cristo es el Dios con nosotros. No podemos celebrar de verdad la Navidad si en nuestra vida o en nuestro corazón excluimos a alguien de esta gran alegría: todos aún los más malos o enemigos están llamados a la Vida, están llamados al bien, previa conversión.
No hay nada más hermoso, urgente e importante que volver a dar gratuitamente a los hombres lo que hemos recibido gratuitamente de Dios. No hay nada que nos pueda eximir o dispensar de este exigente y fascinante compromiso. La alegría de la Navidad, que ya experimentamos anticipadamente, al llenarnos de esperanza, nos impulsa al mismo tiempo a anunciar a todos la presencia de Dios en medio de nosotros.
Que María la Madre Virgen, y José el hombre justo (fiel, santo) intercedan para que celebremos la Navidad con los sentimientos de amor y salvación que la encarnación expresa. Aprovechemos esta última semana de Adviento para prepararnos bien.

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