–Lo que faltaba: ahora nos habla de la muerte…
–¿Y le extraña? Nacimiento y muerte son los dos momentos más importantes en la vida humana.
–Silencio soteriológico
La escatología evangélica –muerte, juicio, purgatorio, infierno, vida eterna en el cielo– ha sido silenciada sistemáticamente en nuestro tiempo. Es muy raro que se predique a los fieles –y tampoco a los paganos– acerca de esos temas. Casi siempre se considera el cristianismo sólo o predominantemente en orden a la vida presente, para mejorarla. Pero en comparación a la frecuencia con que esos temas han sido tratados por Cristo, por sus Apóstoles y en toda la historia de su Iglesia, hoy la religión cristiana pocas veces se presenta ante todo como una fuerza sobre-humana de glorificación de Dios y de salvación eterna de los hombres.
Rara vez hoy se presenta a Cristo como «enviado por el Padre como salvador del mundo» (1Jn 4,14). No se insiste en que «su nombre es Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21): «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Rara vez, también, se habla de la Iglesia como «sacramento universal de salvación» eterna (Vat. II, Ad gentes, 1; Lumen gentium 48). Pero ése es el corazón del Evangelio: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación» en Cristo y en su Iglesia (Lc 1,68-69). Es posible trazar la figura de Cristo al antojo de cada uno. Pero cualquier representación que no lo confiese como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,28) será una caricatura; más, una falsificación.
El envío (missio) de Cristo a los apóstoles, tal como lo formula el Evangelio, resulta inaceptable para muchos cristianos de hoy. «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará; pero el que no creyere se condenará» (Mc 16,16)… ¿Salvarse de qué?… El silencio sobre el pecado original y sobre sus profundos y graves efectos en la naturaleza humana causa este silencio de la soteriología cristiana. Causa el silencio sistemático sobre la muerte.
Igualmente hoy muchos consideran inaceptable la misión que Cristo encomienda a San Pablo, tal como el Apóstol la formula: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).
–El predicador silencia muchas veces al predicar lo que estima que será inaceptable para los oyentes [y lo que él mismo quizá no acaba de creer]. Lógicamente, en círculo vicioso, los oyentes consideran incomprensible e increíble aquello que no se les predica.Y es que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17). Pero «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (fides ex auditu, Vulgata: Hch 10,17). «¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (10,14)…
No se predica aquello en lo que no se cree suficientemente, pues «de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6,45). ¿Creen de verdad en la necesidad de alcanzar por la gracia de Cristo la salvación eterna aquellos que, habiendo sido enviados para anunciarla, nunca la predican?… San Pablo sí la predicaba, y declara la causa: «creí y por eso hablé» (2Cor 4,13).
La Iglesia que se vea afectada por el cristianismo secularizado y temporalizado se vacía a sí misma de sentido –el vacío de los templos lo expresa gráficamente–, porque reniega del Evangelio y transforma el cristianismo soteriológico de salvación eterna, el único verdadero, en una gran fuerza internacional de beneficencia.
–El pensamiento sobre la muerte en la Tradición católica ha estado siempre muy presente: en los catecismos y en la predicación; en el memento de difuntos de todas las Misas, así como en la última de las preces de Vísperas; en los libros de espiritualidad para los fieles –Preparación para una santa muerte–; en la piadosa visita de los cementerios; en los encargos de Misas ofrecidas por el eterno descanso de los difuntos; en las oraciones, como al final del Rosario: por las benditas almas del purgatorio; en el toque parroquial de las campanas –difícil hoy en las ciudades–, que todos los días, mañana y tarde, invitaban a la feligresía a recogerse un momento para orar por los fieles difuntos. La Iglesia Madre siempre ha promovido una caridad fraterna católica, es decir, universal, que ruega no sólo por los vivos, sino también por los difuntos.
Noviembre, «el mes de los difuntos», da buena ocasión para predicar sobre la muerte y para acrecentar la devoción caritativa por los fieles difuntos. Este mes, en el que estamos, se abre con la solemnidad de Todos los santos y con la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Por eso en la piedad popular viene a ser «el mes de los difuntos», en el que más se ha de fomentar las devociones que acabamos de recordar. No es casualidad que precisamente en ese tiempo la Liturgia de las Horas, en el Oficio de lectura, lea los libros de los Macabeos:
«El noble Judas… recogió dos mil dracmas de plata en una colecta y la envió a Jerusalén para que ofreciesen un sacrifico de expiación [en favor de los muertos en la guerra]. Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección. Si no hubiera esperado la resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos. Pero, considerando que a los que habían muerto piadosamente [por defender la Alianza con Yahvé] les estaba reservado un magnífico premio, la idea es piadosa y santa. Por eso hizo una expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado» (2Macab 12,43-46: viernes T. Ordinario XXXI).
El mes de noviembre es «el mes de los difuntos». Y así como en él se intensifica la predicación y la oración por la muerte de los hombres, también en esta terminación del Año de la Iglesia la liturgia insiste en evocar y anunciar la muerte del mundo presente, el fin del mundo, la Parusía, tanto en lecturas como en oraciones. Termina el ciclo con la gran solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Y comienza de nuevo el Año cristiano con la celebración del Adviento.
–¿Por qué los cristianos anteriores a nuestro tiempo recordaban mucho más la muerte y a los difuntos? Por varias razones.
+Su espiritualidad estaba más impregnada de la sagrada Escritura, sobre todo del Nuevo Testamento, en el que tanto Cristo como los Apóstoles hablan con gran frecuencia de los novísimos. Lo que ya dije: el justo vive de la fe, y la fe es por la predicación.
+La predicación oral o escrita de la Iglesia ha tenido siempre una dimensión soteriológica central. Es lógico que quienes pensaban con frecuencia en la deseada salvación eterna, tuvieran muy presente la muerte, pues ella es la puerta que da acceso a la vida plena y perdurable.
+Cuando el cristianismo se va haciendo antropocéntrico, los fieles están atentos a la vida presente, olvidados de la vida eterna; y no piensan en la muerte, ni quieren que se hable de ella, pues la consideran la mayor de las desgracias posibles. Por el contrario, cuando el cristianismo se mantiene teocéntrico, en su verdad propia, los fieles pretenden ante todo vivir cristianamente y a alcanzar así una santa muerte, que les lleve al cielo, aunque tengan que pasar por el purgatorio. Los cristianos que en medio de la vida presente no pierden de vista el fin que pretenden, piensan en su final, en su muerte. Y por eso muchos de ellos dejan en sus testamentos mandas para que se celebren Misas por el eterno descanso de sus almas en Dios.
+La vida cristiana geo-céntrica, secularizada, temporalizada, no quiere saber nada de la muerte, la silencia, considera desagradable y chocante hablar de ella. El mundo presente, del que son arrancados por la muerte, es toda la realidad. Por eso sólo se atreven a pensar y a hablar de la muerte los cristianos verdaderos, aquellos que ya en la tierra tienen por la fe y la esperanza una vida cielo-céntrica. En este valle de lágrimas se consideran «como peregrinos y forasteros» (1Pe 2,11), y viven «todo el tiempo de su peregrinación» (1,17) tensos por la fe, la esperanza y la caridad hacia la vida eterna posterior a la muerte, una vida celeste –una vida con Dios– ya incoada por la gracia en la vida terrestre.
«Si fuisteis resucitados con Cristo [ya en el bautismo], buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,1-3). «La momentánea y ligera tribulación [del tiempo presente] nos prepara un peso eterno de gloria incalculable. Por eso nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,17-18). (Nota.– Todo esto suena hoy a muchos cristianos antropocéntricos y geo-céntricos como un lenguaje totalmente desconocido. Y piensan que son ellos los que viven la verdadera realidad, mientras que nosotros, pobrecillos, estamos alienados).
+La apostasía o la debilitación de la fe en las Iglesias descristianizadas ha configurado a los cristianos mundanos –contradictio in terminis–. Estos en modo alguno se hallan en el mundo presente como «peregrinos y forasteros», sino que su patria es este mundo: son del mundo. Los cristianos verdaderos «no son de este mundo» (Jn 15,19), son «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Y por eso, cuando llega la hora de la muerte, los cristianos mundanos sienten hacia ella el horror de verse desahuciados, arrojados fuera de su casa. Mientras que los cristianos verdaderos, cuando Dios les abre la puerta de la muerte, la pasan con alegría: «¡qué alegría cuando me dijeron “vamos a la Casa del Señor”» (Sal 121,1).
«El primer hombre [Adán] fue de la tierra, terreno; el segundo hombre [Cristo, nuevo Adán] fue del cielo. Cual es el terreo, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los [hombres] celestiales», es decir, los cristianos (1Cor 15,47-48). La relación de unos y otros con la muerte es polarmente distinta. Los primeros sienten horror por la muerte, y procuran no pensar ni hablar de ella –tampoco en la predicación (¡–!)–. Los cristianos verdaderos ven la muerte como la entrada en «el descanso eterno» de Dios uno y trino. No temen, pues, hablar, pensar y predicar sobre la muerte.
+Cuando la duración media de los hombres en la tierraera de menos de 40 años, se pensaba en la muerte mucho más que ahora, cuando la media está en más de los 80 años. Esta razón psico-sociológica es verdadera, sin duda. Pero mucho más importantes son las razones de la fe antes señaladas.
–Inicio, pues, esta serie sobre la muerte para reafirmar acerca de ella la verdadera espiritualidad cristiana, bíblica y teocéntrica, peregrinante y cielo-céntrica, soteriológica y escatológica, siempre tendente hacia la vida eterna.
Si Dios nos lo concede, estudiaremos la muerte en la Biblia, en la Liturgia, en el Magisterio apostólico, en los santos, tanto en su vida como en sus enseñanzas. Y es lógico que nos interese el tema, «porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra miseria conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí mismo todas las cosas» (Flp 3,20-21).
José María Iraburu, sacerdote

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