20 de noviembre.

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Homilía para la Solemnidad de Cristo rey, ciclo C.

Jesucristo rey, es un poco curioso, allá arriba sobre la cruz. En realidad es más bien sorprendente que se le dé un título que siempre rechazó. Huyó cuando la muchedumbre había querido consagrarlo rey; a Pilato que insistía: “¿Entonces tu eres el rey de los judíos?” simplemente había respondido: “Tu lo dices”. Y al buen ladrón del Evangelio, que hemos proclamado hoy, quién le pide: “Acuérdate de mi cuando estés en tu reino”, en su respuesta, Jesús no habla de reino, sino que dice: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.

En este fragmento de su Evangelio, san Lucas, establece un contraste muy acentuado entre la comprensión que este pobre ladrón tiene de Jesús y la incomprensión total que, de Él, tienen todos los otros. El pueblo, pobre, muy fácilmente manipulado –como podemos constatarlo siempre en los momentos de crisis- al principio había seguido a Jesús y lo había querido hacer rey; después manipulado por los doctores de la ley y por los jefes del pueblo, habían pedido su muerte. Y ahora, este mismo pobre pueblo –que no sabe ni él mismo lo que quiere- “se queda ahí mirando”, entonces todos se sueltan y, al final dicen lo mismo. Los jefes se burlan y dicen: “Si eres el rey de los Judíos, sálvate a ti mismo”. El primer ladrón llega a decir: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo”.

 Todos repiten “sálvate a ti mismo”. Como si Jesús hubiese venido para salvarse a sí mismo y no para salvar a todos aquellos que estaban perdidos. Lo invitan a mostrar su omnipotencia bajando de la cruz. Pero el sin embargo subió a la cruz propiamente para mostrar su debilidad –nuestra debilidad, que había tomado sobre sí. Ellos, están todos muy conscientes de su poder y de su valor personal, para darse cuenta que tienen necesidad de ser salvados. No pueden imaginar nada más que pleno poder y fuerza, mientras, la función primaria del rey, que Dios había dado a su pueblo en la época de Samuel, era aquella de defender a los pobres y pequeños, la viuda y el huérfano, de hacer justicia a los débiles y a los oprimidos. Jesús no tiene nada para responderles. Con ellos, no tiene ciertamente nada para tomar, ni nada para ganar. Simplemente rezó a su Padre para perdonarlos, porque no sabían lo que hacían.

El segundo ladrón es uno de aquellos pobres que saben ser pobres. Sabiendo que tienen necesidad de salvación, sabe reconocer un salvador; tampoco él tiene nada que perder, sino todo por ganar. Habla a Jesús con familiaridad propia de quien no sabe tener una máscara, y ante quien tampoco es necesario, al interlocutor, ponerse una. No usa títulos ni frases hechas. Llama a Jesús simplemente con su nombre, como haría naturalmente un compañero de prisión. “Jesús, dice el buen ladrón, acuérdate de mi cuando llegues a tu reino”.

 “Acuérdate de mi”. Es el “recuerdo” que une a Cristo a los creyentes de todos los tiempos. Es decir aquellos que se acuerdan de Él y de la recomendación que Él les hizo: “Hagan esto en memoria mía”. Pero es ante todo el recuerdo que Él, Jesús, tiene de todos los suyos, recuerdo que lo une a Él; “Acuérdate de mí”, dice el buen ladrón que ciertamente no había escuchado la recomendación que Jesús había hecho a sus discípulos, en la última cena, pero que quizá sabía lo que Jesús le había dicho a la mujer que le había echado perfume en sus pies, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos: “Donde este Evangelio sea anunciado, había dicho, se citarán estos hechos “en memoria de ella”.

Es este recuerdo que Jesús tiene de nosotros que establece un puente entre la eternidad y nuestra vida en este mundo. El “reino” eterno de Dios es entonces instaurado en el momento presente: “Hoy estarás, conmigo, en el Paraíso”.

Es a este “hoy” que se une nuestra celebración eucarística. Nosotros hacemos memoria de Él, porque sabemos que el se acuerda de nosotros, y ese recuerdo produce vida, produce la realidad que nos circunda.

Nuestra vida de oración consiste en vivir constantemente en presencia de Dios, en mantener presente en nuestros corazones el recuero de Jesús. Pero esto es posible porque Jesús se acuerda Él mismo de nosotros. Junto con el bandido del Evangelio que, fiel a su oficio de ladrón, según una bella expresión de san Juan Crisóstomo, “roba con su confesión el reino de los cielos”, también nosotros, que somos como una banda de bandidos, digámosle: “Acuérdate de nosotros en tu reino”. Ese reino ya está aquí, dejemos que Cristo reine en nuestra vida, en nuestra familia, en la sociedad y en todo el mundo.

Nos unimos al Santo Padre Francisco en la clausura en Roma del Jubileo de la Misericordia y  pedimos por los nuevos cardenales de la Iglesia.

Con María decimos: ¡Viva Cristo rey!

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