En el reality veraniego del burkini hemos visto a gendarmes franceses amonestando y amenazando con multas a portadoras del traje completo de baño: “¡Haga el favor de descubrirse!”. Los gendarmes de la laica Francia se han dedicado así a tareas de vigilancia del atuendo femenino, igual que la Policía de la Moral iraní persigue con celo que las mujeres lleven el velo bien colocado, la manga larga y el maquillaje discreto.
En ambos casos se trata de velar por las buenas costumbres. Lo que cambia es qué se entiende por buenas costumbres. En Francia, según el edicto del alcalde de Niza, “se prohíbe el acceso a las playas y a nadar a todas las personas que lleven trajes que no sean respetuosos con las buenas costumbres y el secularismo”.
Según parece, el secularismo y la laicidad son incompatibles con ciertos trajes de baño. El “burkini” no se considera un bañador más, dentro de la cambiante y a veces sorprendente moda femenina. Ha pasado a ser visto como un símbolo religioso ostentoso, una provocación intolerable, y más en estos tiempos en que Francia está en lucha con el islamismo radical. A juzgar por los motivos aducidos por algunos alcaldes, el “burkini” puede alterar el orden público. Finalmente, el Consejo de Estado ha tenido que aclarar que lo que vulnera la libertad es la prohibición del burkini.
En realidad, según declaraciones de la inventora australiana del burkini, Aheda Zanetti, no se pretende manifestar ninguna creencia religiosa, sino utilizar un traje de baño que permita aunar el deporte y el pudor islámico. El pudor es una cuestión muy relativa, según las situaciones y las culturas. Pero para el laicismo rígido francés, el topless es indiferente y el burkini un escándalo público; las desnudeces varias son normales, pero el burkini es extremismo.Y se ve que ha encontrado un nicho en el mundo de la moda. Mark & Spencer lo tiene en su colección desde hace tres años, y ha agotado las existencias, con una clientela no solo musulmana.
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