Una de las cosas que separa al cristianismo de cualquier ideología es la adhesión a la persona de Jesucristo, prefiriéndola a cualquier otra criatura, incluso a la propia vida.
Mientras los que siguen la doctrina de Aristóteles, Kant, Hegel, o cualquier otro pensador, la persona de éste no interesa, o interesa en la medida en que pueda ayudar a una mejor comprensión de sus propuestas, en el cristianismo la persona de Jesucristo es lo nuclear, la verdad, el camino, la vida (Cf Jn 14,6). Dios ha salido al encuentro del hombre para establecer una alianza con él. Dios busca un trato de corazón a corazón.
"Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre..., no puede ser discípulo mío". Preguntémonos: ¿Qué lugar ocupa Dios en mi corazón y en mi actuación diaria? ¿Cumplo los mandamientos? ¿Procuro no dispensarme de acudir con frecuencia a la Eucaristía y los demás Sacramentos con excusas de falta de tiempo, de ganas o de cualquier otra índole?
¿Realizo mi trabajo con honestidad y sentido de la justicia? ¿Tengo a Dios presente a lo largo del día como tiene presente quien ama a los suyos aún en medio de sus afanes, viajes, etc.? ¿Vuela mi pensamiento de modo espontáneo hacia el Señor como quien ama a su mujer, su marido, sus hijos? ¡Pidamos a Dios en esta celebración dominical que esa naturalidad con la que los que se quieren bien piensan en sus seres queridos en toda circunstancia, sea también un hábito nuestro!¿De qué serviría la fatiga de toda una vida si ella no nos lleva a construir la torre que nos permita alcanzar la vida eterna? Esa persona -dice el Señor- "empezó a construir y no ha sido capaz de acabar". Hay que dar a Dios la prioridad en todo porque Él es quien nos ha dado la vida y quien nos ha rescatado de la muerte. ¡Señor!, pedimos hoy en el Salmo Responsorial, "enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato" y " haga prosperar las obras de nuestras manos".
Si nos esforzamos a diario en leer unas páginas del Evangelio y tratamos de incorporar esas enseñanzas a nuestra vida: si rezamos con devoción el Rosario contemplando los misterios; si nos confesamos con dolor sincero de los pecados y nos determinamos, con la ayuda de Dios, a enmendar la vida; si participamos con frecuencia en la Santa Misa y procuramos hacer de nuestra vida una Misa, esto es: nos sacrificamos por los demás viviendo la caridad, llegaremos a amar a Dios por encima de todo y seremos amados eternamente por Él.
Nadie ha hecho y sigue haciendo por nosotros más que Dios. Él nos ha dado la vida temporal que disfrutamos ahora y nos dará una eternidad dichosa. Cuando preferimos a Dios sobre todas las cosas estamos dando al corazón lo que él va buscando aún cuando no siempre lo sepa. “Nos hiciste, Señor, para Ti -confiesa S. Agustín después de haber buscado la felicidad en otras fuentes-, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”.
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