Homilía para la solemnidad de la Ascensión del Señor C
Al inicio de su Evangelio, Lucas nos muestra al sacerdote Zacarías que ejercita sus funciones litúrgicas en el Templo de Jerusalén, mientras el pueblo se encuentra fuera, a la hora del ofrecimiento del incienso. Y ahora hace terminar su Evangelio, allá donde lo ha comenzado: después de una última aparición a sus discípulos, Jesús los conduce fuera de Jerusalén, hacia Betania, y, levantando las manos, los bendice. Entonces es sustraído (a su vista) hacia el cielo, después de estar postrados ante Él, volvieron a Jerusalén llenos de gozo; y “estaban siempre en el Templo, alabando a Dios”. Son exactamente estas las últimas palabras del Evangelio de Lucas.
Cada evangelista organiza a su manera los materiales de los que dispones, movidos por la gracia de la inspiración. Juan, el místico, por ejemplo sintetiza más las apariciones del Resucitado, Lucas en vez distribuye estos mismos hechos en un período de cincuenta días, en un contexto litúrgico que es aquél de la fiesta de los cuarenta días y de la fiesta de los cincuenta días, Pentecostés.
Sin embargo es necesario entender bien el significado de estas indicaciones litúrgicas de Lucas. El texto de la Carta a los Hebreos, que hemos leído como segunda lectura, podrá ayudarnos a entender a san Lucas. El gran sacerdote de la Antigua Alianza entraba en el Santuario frecuentemente para ofrecer sacrificios y cumplir con una serie de ritos litúrgicos. Jesús realmente puso fin a esta economía de los sacrificios. Ahora es Él mismo, con toda su vida, y no solamente con su muerte, el equivalente de los sacrificios en el sistema antiguo. Nosotros somos salvados, no ya mediante gestos rituales, que debían sustituir los ritos de la Antigua Alianza, sino más bien por la misma persona de Jesús. Como dice la Carta a los Hebreos, Jesús inauguró para nosotros una vida nueva, a través del “velo” representado por su carne. Y es a través de la carne de Jesús, esto de su humanidad, que nosotros entramos en contacto con Dios.
No se trata de la carne de Jesús muerto, sino de Jesús que ha prometido permanecer vivo en medio nuestro hasta el fin de los tiempos. Por esta razón, Lucas inicia su segundo libro, Los Hechos de los Apóstoles, ahí dónde termino su Evangelio. Agrega aún un detalle importante: Después que Jesús fu sustraído ante la mirada de los discípulos, dos ángeles se presentaron a ellos y les dijeron: “Viri Galilaei, quid statis aspicientes in caelum? Hic Iesus, qui assumptus est a vobis in caelum, sic veniet quemadmodum vidistis eum euntem in caelum” “Hombres de Galilea, ¿por qué se quedan ahí mirando al cielo?” Jesús volverá, ciertamente, un día de manera solemne, pero por el momento ya ha vuelto en la Iglesia, con su presencia en la Eucaristía, real, y con la presencia en sus discípulos. Todo el libro de los Hechos es por lo demás la historia de su presencia en la nueva comunidad que es la Iglesia.
Decía el Papa emérito, Benedicto XVI, con ocasión de esta solemnidad en 2009: “En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros. Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios. Continuaba el Santo Padre: Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor “desaparecido”, sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús “ausente”, sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su “presencia gloriosa” de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor”
La Eucaristía, el santo sacrificio de la Misa, que nosotros celebramos no es un encuentro individual semanal, tú a tú con Jesús en nuestro corazón (o en nuestra imaginación). Ella, la Misa, es la celebración comunitaria en el gozo de la presencia real de Jesús, en medio nuestro como comunidad de creyentes que vive y testimonia, anuncia, su fe. Este es el sentido último de la frase del Evangelio de san Lucas: “volvieron a Jerusalén, llenos de gozo y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios. Que así vivamos nuestra fe en la Iglesia, preparándonos para Pentecostés le pedimos a María Santísima que rece con nosotros para no desaprovechar la gracia de Dios, y que nunca renunciemos a anunciarla.
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