Una concepción estrecha de la justicia acabaría siendo equivalente a la falta de amor, a un soterrado deseo de venganza
El Papa Francisco pone de relieve la relación que existe entre la justicia y la misericordia: “No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (BulaMisericordiae vultus, n. 20).
La justicia es fundamental para la sociedad civil, no sólo para su desarrollo y progreso sino hasta para su misma supervivencia. “Con la justicia se entiende que a cada uno se debe dar lo que le es debido” (idem).
Pero la enseñanza bíblica va más allá del cumplimiento formalista de unas leyes humanas: “Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios” (idem).
Jesús habla con mucha frecuencia de la importancia de la fe, que lleva a apoyarse en Dios y no en la autosuficiencia presuntuosa de quien se cree perfecto porque cumple algunas prescripciones legales. “Es en este sentido que debemos comprender sus palabras cuando estando a la mesa con Mateo y otros publicanos y pecadores, dice a los fariseos que le replicaban: «Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13)” (idem).
Esta enseñanza es clara. “Jesús se inclina a mostrar el gran de don de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. La misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia” (idem).
San Pablo insiste una y otra vez, frente a todos los equívocos, en que la salvación viene de la fe y la gracia de Jesucristo, y no de las obras de la Ley antigua. “La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cfr Sal 51, 11-16)” (idem).
No habría que contraponer la justicia a la misericordia, que en Dios coinciden plenamente. “La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer” (idem, n.21).
San Agustín, comentando unas palabras del profeta Oseas dice: «Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia» Y el Papa Francisco: “Es precisamente así. La ira de Dios dura un instante, mientras que su misericordia dura eternamente” (idem).
La justicia es siempre necesaria, aunque sea sólo un mínimo ético. No es superflua, y quien obra culpablemente el mal es conveniente que sea castigado. “Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia” (idem).
Una concepción estrecha de la justicia acabaría siendo equivalente a la falta de amor, a un soterrado deseo de venganza. Sin dar lugar al Supremo Juez, que es eminentemente justo y misericordioso. “Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: «Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo el que cree» (Rm 10, 3-4). Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva” (idem).
Rafael María de Balbín
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