Homilía para la Solemnidad de Pentecostés
En los pasajes del Evangelio que la liturgia nos pone para estos días finales de la Pascua, encontramos que se hayan formados por textos netamente distintos, todos, sacados de la palabra de Jesús a sus discípulos durante la última Cena, y los dos últimos días feriales de la aparición de Jesús a orillas del lago, como nos son referidos en el Evangelio de Juan. Cuando Jesús habla de un Defensor (abogado, paráclito en griego), que enviará cuando esté junto al Padre es necesario prestar atención al hecho que el Espíritu Santo es presentado aquí no solo como el defensor de los apóstoles, o nuestro defensor, sino también como el Defensor de Jesús mismo. Es el abogado que tomará la defensa de Jesús en el proceso que lo opone al mundo.
Esta imagen del juicio está presente tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento. Desde el Paraíso, el hombre entra en litigio contra Dios, sospechándolo de mentira y maldad, como insinúa la serpiente en el corazón de Adán y Eva: «Eso que dice Dios no es cierto, ustedes no morirán…» Y después, con los Grandes Profetas, el juego se invierte: es Dios quien intenta un proceso contra su Pueblo. Y, todavía vendrá Job, que le querrá hacer un proceso a Dios a propósito de su sufrimiento, que él encuentra injustificado.
La lucha entre las fuerzas del mal y la Luz alcanzan su paroxismo cuando Jesús es condenado a muerte por los hombres. Pero el Padre re-abre el proceso y envía la revisión resucitando a su Hijo. Resucitando Jesús, demuestra que el Padre hace justicia y confunde a sus adversarios. Los discípulos son llamados a testimoniar con la palabra y con la vida –y también con la muerte- en la fuerza del Espíritu, que Jesús ha resucitado y que ha traído la Vida al mundo. Y es por esto que manda el Espíritu Santo, su abogado, que hará resaltar a los ojos del mundo la justicia de la causa de Jesús y de su mensaje.
Este lenguaje simbólico, puede parecernos un poco extraño. Pero, quizá, olvidamos demasiado fácilmente, que, en virtud de nuestra misma esencia de criaturas, estamos en el centro de una lucha y de una tensión continua entre las fuerzas del bien y aquellas del mal. Las fuerzas del mal son fácilmente identificables en las guerras y en todas las otras formas de violencia que se dirigen contra la vida humana. Ellas son también identificables en la lucha que se desarrolla en cada uno de nosotros y de la cual nos hablaba San Pablo, cuando nos advierte de la “tendencia de la carne” que conduce a la: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes.» y que se oponen a las obras del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí.»
La segunda parte del texto evangélico comentado nos describe un segundo rol del Espíritu de Dios en nosotros. Este Espíritu, defensor de Jesús, es también el Espíritu de la Verdad, que nos conduce a la Verdad entera, total. Jesús decía a sus discípulos que tenía, todavía, muchas cosas que decirles, pero que ellos todavía no las podían asumir. Es lo mismo para nosotros. El Espíritu nos revela gradualmente, a nosotros y al mundo. Es por eso que nosotros podemos leer continuamente los mismos textos del Evangelio y encontrar que ellos son portadores, cada vez, de un mensaje diferente, según el momento en que nos encontramos en nuestro camino espiritual y humano.
El Espíritu cuando penetra en nosotros, nos permite no sólo comprender, sino también nos permite hacernos comprender. Los apóstoles eran simples pescadores de Galilea, sin instrucción. En el momento que son llenos del Espíritu Santo, el día del primer Pentecostés, ellos continúan hablando, pero los venidos de todas partes, sienten hablar en su lengua. El Espíritu no anula las diferencias que nos constituyen a cada uno, sino más bien permite que cada uno trascienda las propias diferencias, llegando al otro a través o más allá de estas diferencias, «Estupefactos y admirados decían: ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando . Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?. Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.»
Esto es posible gracias a que cuando nos abrimos al Espíritu él nos limpia, nos purifica, nos transforma, nos quita lo que nos repliega en nosotros mismos y nos abre a los demás. En los Hechos de los apóstoles, tenemos, para describir la venida del Espíritu, la imagen del fuego, a propósito de ella decía el Papa emérito, Benedicto XVI, el 23 de mayo de 2010: «Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.»
En el capítulo uno de los Hechos se dice: «Todos ellos (los discípulos) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús.» (Hch. 1, 14), de aquí mi lema de ordenación “cum Maria matre Iesu”. En este ambiente de oración, con la Virgen, descendió el Espíritu Santo, pidamos con María nuestra Madre, que el Espíritu Santo transforme nuestros corazones, no tengamos miedos a que Dios nos purifique, nos queme con el fuego del Espíritu, habite en nosotros y nos haga hombres de comunión. Decía el Papa Francisco el 15 de mayo de 2013: «El Espíritu Santo, como promete Jesús, nos guía “a toda la verdad” (Jn 16, 13); nos guía no solo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía también “dentro” de la Verdad, nos hace entrar, esto es, en una comunión siempre más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esta no la podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristiano será superficial».
Dejemos que el abogado de Jesús nos convenza, nos purifique, queme lo malo en nosotros, que todos vivamos menos según la carne y más según el Espíritu. Pidamos con María al Espíritu la gracia de poder proclamar, en su lengua, las maravillas de Dios, para que en este año de la Misericordia, todos exclamemos como en el primer Pentecostés de la historia: “¿Estos no son extranjeros, cómo es que los oímos en nuestra propia lengua?” Esta lengua es el lenguaje de la Misericordia.
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