29 de mayo.

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Homilía para la Solemnidad de Corpus Christi.

En el centro de la historia de la humanidad se encuentra el misterio pascual, el hecho que Jesús amó a su Padre y nos amó a nosotros, hasta morir por nosotros. Este don de su vida por nosotros, Jesús ya lo había expresado simbólicamente antes de su muerte, cuando en la última cena con sus discípulos, al ofrecerles el pan y el vino, había dicho: “Esto es mi cuerpo ofrecido por ustedes” y “esta es mi sangre”. Simbolo sacramental, por lo tanto real. Este mismo misterio fue expresado proféticamente, muchas generaciones antes, por le rey Melquisedec, el cual, aunque no pertenecía al pueblo hebreo, había ofrecido al verdadero Dios un sacrificio de pan y vino (primera lectura). En fin, desde la muerte y resurrección de Jesús nosotros hacemos memoria de Él, cada vez que celebramos la Eucaristía, como nos recuerada san Pablo en su carta a los Corintios (segunda lectura) No memoria como recuerdo, sino memoria como actualización, en el sentido que nos hacemos presente en ese su único sacrificio.

Lo que celebramos hoy, en la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es el misterio de la vida, del triunfo de la vida sobre la muerte. Y es bueno recordarlo cada vez de una manera o de otra, el misterio de la muerte nos toca de cerca, sea cuando una persona que es cercana falta, sea cuando hacemos experiencia de nuestros porpios límites.

 En los primeros capítulos de su Evangelio, san Lucas nos mostraba simbólicamente a María ofrecernos a su hijo como comida, poniéndolo en un pesebre, el lugar donde comen los animales, envuelto en pañales, fajado, como en una sepultura. Y en el Evangelio de hoy, el mismo Evangelista Lucas, nos muestra a Jesús en plena actividad misionera: habla al pueblo del Reino de Dios, cura a los enfermos y da de comer a la muchedumbre. Para san Lucas este relato no es primero de todo la descripción de una multiplicación milagrosa de pan; no negamos esto, sino sobre todo la descripción del misterio de Jesús al que hace participar a sus discípulos. Jesús responde a todas las necesidades de la gente. Primero habla a la gente del Reino, después cura los enfermos, en fin nutre a los hambrientos, invitando a aquellos que tienen algo a compartirlo con los otros. El multiplica pero el milagro se expande cuando nosotros osamos compartir con los otros aquello que tenemos, siempre hay de más para nosotros y los demás. Y, como señalaba el Papa Francisco el jueves, en Roma, fiesta del Corpus: le pide a los discípulos que ellos les den de comer a las gentes.

 Todo esto nos enseña que, cuando Jesús dice “Haced esto en menoria mía”, no nos invita simplemente a imitar un gesto ritual complido en al última Cena. Jesús nos llama a compartir con nuestros hermanos, a poner en común la Palabra recibida de Él, a contribuir trabajando como Él en curar todas las heridas, y en fin a repartir nuestro pan con los hambrientos, sea en el plano espiritual como material.

 No podemos entender la Eucaristía como rito aislado. No nos acercamos a ella como se fuésemos a una estación de servicio a cargar combustible al coche para continuar el viaje. No se trata solo de un rito con el cual queremos tomar fuerza, conseguir energía y coraje para hacer tadavía un poco de camino. Es participar de la comunión con Jesús, si nos dejamos amar por Él, con el Padre en el Espíritu vendrán y harán morada en nosotros, de alguna manera esta comunón nos hace cumplir los mandamientos de verdad, en Él, solos no podemos, nos hace participar de su ministerio, enseñando, curando, alimentando. Como dice el Concilio Vaticano II: “no hay nada verdaderamente humano, ajeno al Verbo Encarnado”.

 Cuando celebramos la Eucaristía, no hacemos simplemente conmemoración de la Última Cena. Sino que de verdad, nos hacemos presente en el sacrificio de Jesús, único, para recibir el don de la vida, para poder compartirla, esta vida, de la misma manera en que Jesús se dio a sí mismo, a través de su predicación, a través de las curaciones que obraba, y en fin con su muerte y resurrección aceptadas con amor. Porque la Eucaristía es real comunión con Dios, ayuda a transformar el mundo, y por eso es ya participación en la vida futura: pignus futurae gloriae, anticipo de la vida futura.

Terminemos nuestra meditación, como el Papa emérito finalizaba su homilía para este día en 2010: “Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Venid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.”

¡Alabado sea el santísimo sacramento del altar y la Virgen concebida sin pecado original!

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