(377) Amoris lætitia–5. Imputación, conciencia y normas morales

Karl H. Bloch - +1890

¿Y no se cansa usted de escribir sobre estos temas?

–Un poco sí, pero me aguanto. Es necesario que lo haga, porque Dios lo quiere y me ayuda.

En el artículo anterior (376) ¿Atenuantes o eximentes?… consideré una a una las atenuantes que Amoris lætitia indica en los números (301-302), y dejé para el artículo presente el análisis, también allí enumerado, del más complejo tema de la imputación.

* * *

–Imputabilidad y culpabilidad

(301) «Ya no es posible decir que todos los que están en una situación llamada “irregular” viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante»

(302) «“La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales” (Catecismo 1735) […] Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada»[Nota (345): cf. Pontif. Consejo Textos Legislativos, sobre la comunión y divorciados vueltos a casar, 2; 24-VI-2000]». 

(303) «A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra [sic] concepción del matrimonio. Ciertamente, que hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad que aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena».

(305) «A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado –que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno– se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia». El texto remite aquí en la nota (351) a «la ayuda de los sacramentos» –sin decir cuáles–, pero aludiendo de modo indirecto al posible acceso de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos de la Penitencia –no sea ésta una cámara de tortura– y a la Comunión eucarística –no reservada a los perfectos–.

* * *

Una anécdota misionera muy elocuente. Con ella inicio mi reflexión crítica de los párrafos citados. En mi libro Hechos de los apóstoles de América (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 3ª ed., 557 pgs.) cito un caso que puede ponerse en relación con el «dinámico» proceso de conversión, en el que los adúlteros y otras parejas irregulares deberían supuestamente ir hacia la unión con Dios caminando por un camino que Dios prohíbe; y que incluso podrían estar «en gracia» de Dios, que no les reclamaría por ahora más de lo que van viviendo, aunque no hubieran alcanzado la conducta «ideal».

«Según informaba Alejandro Humboldt, citando la carta de unos religiosos, todavía a comienzos del XIX duraba esta miseria [de la antropofagia] en algunas regiones de evangelización más tardía: “Dicen nuestros Indios del Río Caura [afluente del Orinoco, en la actual Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana –escriben los padres–; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco; quieren comer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre”» (340-341) (Essai Politique 323: cf. S. Madariaga, El auge y el ocaso del Imperio español en América, Espasa-Calpe, Madrid 1985, pg. 385).

Los misioneros, por supuesto –ya conocemos la mentalidad católica de la época–, se mantuvieron inflexibles, sujetando a los catecúmenos a la prohibición absoluta de la antropofagia (intrinsece malum, semper et pro semper) exigida por la ley divina y natural, con el rigorismo moralista de un corazón duro (ironía). Y aunque empleaban modos pastorales tan rudos (ironía), consiguieron sin embargo evangelizar a aquellos indios. Es decir, consiguieron erradicar no sólo en los cristianos, sino con el tiempo en toda la nación, la antropofagia y otros males gravísimos, como la poligamia, concediéndoles los dones que Dios –más que reclamárselos– quería comunicarles por su gracia… ¡Qué grandes son el poder y la misericordia de Dios! Y qué fuerza tienen los hombres cuando obran movidos por Dios, según su voluntad.

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La doctrina católica de la imputabilidad, ya desde antiguo y en nuestros días, ha tenido siempre en la Iglesia un desarrollo muy perfecto. Se expone, por ejemplo, en el artículo de Néstor Martínez, Algunas observaciones sobre la imputabilidad en Amoris Lætitia.

La Iglesia nunca ha confundido la imputabilidad externa, que considera las acciones y situaciones de las personas, y la culpabilidad interna de la conciencia personal. Es clásico el adagio, «de internis neque Ecclesia iudicat». Pero, sin embargo, suspendiendo el juicio sobre la íntima conciencia de las personas, la Iglesia siempre ha juzgado sus acciones o situaciones cuando eran incompatibles con la ley moral, sea la ley natural, inscrita por Dios en los corazones y proclamada por él en el Decálogo, sea por las leyes de Cristo y de la Iglesia.

Siempre ha creído la Iglesia que «todo acto directamente querido es imputable a su autor» (Catecismo 1736). Siempre ha mantenido que «cometida [y sobre todo, mantenida] la infracción externa, se presume la imputabilidad, a no ser que conste lo contrario» (Dº Canónico, c. 1321,3). Por eso la Iglesia, sobre todo cuando se trata de acciones cuyo objeto moral es intrínsecamente malo, cualesquiera que sean las circunstancias o intenciones, prohíbe a los quebrantadores de la ley de Dios ciertos actos, como la comunión eucarística, aunque con ello no juzga la conciencia de las personas. Y por eso establece: «no deben ser admitidos a la sagrada comunión… los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (c. 915): adúlteros, uniones homosexuales, polígamos, terroristas, pedófilos, homicidas, abortistas, etc. Y el concilio de Trento «establece y declara que aquéllos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida posibilidad de confesar» (Denz 1661).

Como dice Néstor Martínez, la culpabilidad personal nunca puede verse. Sólo Dios tiene acceso a la inviolable conciencia secreta de las personas. Pero como «todo acto directamente querido es imputable a su autor», y más si en él persiste, en casos tan graves como el divorcio y el adulterio, tan explícitamente prohibidos por Dios, «se presume la imputabilidad, hasta prueba o indicio en contrario, pues se parte de la base de que las acciones las realizan personas conscientes y libres». Personas además que, si son cristianos, conocen el Decálogo y el Evangelio.

Es verdad que comete sacrilegio quien comulga sin estar en gracia de Dios, como ya lo advirtió San Pablo: «examínese el hombre», no sea que comulgando indignamente, «coma y beba su propia condenación» (1Cor 11,27-31). Pero cuando la Iglesia prohíbe la comunión de los adúlteros no lo hace por estar segura de que no están en gracia de Dios, sino porque «su estado y situación de vida contradicen la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» (Familiaris consortio 84; cf. Sacramentum caritatis 29).

El mismo Papa, San Juan Pablo II, que reitera esa prohibición secular, declara que «el juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, […] no permite la admisión a la comunión eucarística a los que “obstinadamente persistan en un [una situación de] manifiesto pecado grave” (canon 915)» (2003, enc. Ecclesia de Eucharistia 37). La Iglesia fundamenta su decisión en una contradicción objetiva-externa, no en una estado subjetivo-interno.

Leyes morales y conciencia

Por otra parte, aunque deba distinguirse la imputabilidad exterior y la culpabilidad interior, no deben separarse fácilmente la una de la otra, como si entre mandato natural-divino y conciencia personal no hubiera un vínculo profundo.

Esa separación puede darse con una frecuencia inmedible en los paganos, en aquellos, por ejemplo, que viven la poligamia con buena conciencia y con ignorancia invencible. Ya lo sabía San Pedro cuando reconocía que «Dios acepta (“dekto”: se agrada, tiene en su gracia) al que lo teme (lo reconoce y venera) y practica la justicia (según la recta razón, se entiende, muy condicionada por su cultura y religión), sea de la nación que sea» (Hch 11,34-35).

Pero en los cristianos la vinculación de la conciencia personal a los mandatos de Dios y de la Iglesia es muy profunda. Y no debe concederse con facilidad, por ejemplo, la buena conciencia de un bautizado, suficientemente evangelizado y catequizado, que conoce los mandatos del Decálogo («no cometarás adulterio») y los de Cristo («no lo separe el hombre»), obra con buena conciencia si quebranta esos mandamientos y se mantiene en su rebeldía. ¿Cómo estará en gracia de Dios quien desobedece en graves materias sus mandatos?, ¿cómo un cristiano vive en gracia de Dios si prefiere vivir según su voluntad, claramente contraria a la voluntad de Dios? Por ejemplo: si «la fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio» (Catecismo 2353), y ésa es la situación, prohibida por Dios, en la que está viviendo una pareja de adúlteros o de jóvenes convivientes ¿qué deberán pensar ellos, si son cristianos, del estado de su conciencia? ¿Y qué deberá pensar el párroco, aunque en último término suspenda el juicio? 

En la Biblia, tanto en el AT como en el NT, es una frase muy repetida que Los que aman a Dios son los que cumplen sus mandatos.

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15). «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él» (14,21; cf.  23). Y por el otro lado: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10). «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (15,14).

Es verdad que, como enseña Trento en su decreto sobre la justificación, «nadie puede saber con certeza de fe, libre de toda posibilidad de error, que ha obtenido la gracia de Dios» (Denz 1534).

Ya decía San Pablo, «ni a mí mismo me juzgo, aunque es cierto que de nada me acusa la conciencia» (1Cor 4,3-4). Por eso la fidelidad a los mandamientos de Dios y de su Cristo es el índice más fide-digno de que amamos a Dios y de que vivimos en su gracia: «Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues ésta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos. Y sus preceptos no son pesados» (1Jn 5,2-3). «El que comete pecado, ése es del diablo… En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Todo el que no practica la justicia, no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano» (3,8-10).

* * *

Esta verificación de la buena conciencia por la fidelidad a los mandamientos de Dios no aparece clara en la AL. En algunos números al menos, parece sugerir que ciertos cristianos pueden vivir en estado de gracia, aunque estén quebrantando durante años graves normas de vida dadas por nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

(291). «Los Padres sinodales han expresado que, aunque la Iglesia entiende que toda ruptura del vínculo matrimonialva contra la voluntad de Dios, también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos” [311]. Iluminada por la mirada de Jesucristo, “mira con amor a quienes participan en su vida de modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios también obra en sus vidas, dándoles la valentía para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan» [312]

(298), «Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas. La Iglesia reconoce situaciones en que “cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, –como, por ejemplo, la educación de los hijos– no pueden cumplir la obligación de la separación”». Aquí la Al remite en un sentido falso a la

Nota (329).  «Juan Pablo II (exh. ap. Familiaris consortio 84). En estas situaciones, muchos, conociendo y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la Iglesia les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad «puede ponerse en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la prole» (Vat. II, Gaudium et spes, 51). La cita está aducida en forma deshonesta, pues el Concilio indica ese riesgo hablando de los matrimonios, como también San Pablo lo hizo (1Cor 7,5-6). Pero la Iglesia habla de vivir «como hermanos» a las parejas adúlteras, como un remedio extremo, cuando no es conveniente su separación.

Al parecer, estos cristianos podrían supuestamente acercarse a Dios andando por un camino que Dios prohíbe en absoluto, pues se dice que, al menos por el momento, «ésa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo» (303). Y se añade: en tal situación «se puede vivir en gracia de Dios, se puede amar y crecer en la vida de la gracia y de la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia» (305), también con «la ayuda de los sacramentos» (Nota 351): y obviamente, no se refiere a bautismo, confirmación, orden, matrimonio, unción de los enfermos, sino a la absolución sacramental y la comunión eucarística.

Perplejidad

Llegados a este punto, recordamos una frase de Antonio Livi, exprofesor de la Lateranense, «la universidad de la diócesis del Papa», como decía Juan Pablo II:

«Queda el hecho de que la lectura del documento [AL] deja a muchos perplejos en cuanto a la efectiva clarificación de los puntos puestos en discusión en la Iglesia hace algunos años [casi tres], – , tanto por parte de muchos teólogos de amplia notoriedad internacional (por ejemplo, el cardenal Kasper), como por una restringida, pero muy locuaz minoría de padres sinodales durante las dos sesiones del Sínodo sobre la familia». Ya cité, al paso, a algunos de éstos en mi anterior artículo (376). Son grandes errores que, aunque en forma suavizada y ambigua, se insinúan claramente en la AL:

El arzobispo Mons. Agrelo, OFM, ve el adulterio, en ciertas situaciones, por supuesto, como camino de perfección evangélica: «¡Cuántos [divorciados] conozco yo! Personas que en el matrimonio han vivido un infierno  y que divorciados, como se suele decir, han rehecho una vida, y lo han hecho seriamente, lo han hecho en profundidad, humanamente; es decir, esa segunda oportunidad que se presenta en la vida de las personas; un crecimiento, un desarrollo… ¡un acercamiento personal a Dios! ¡Estoy seguro de ello! ¡Un acercamiento personal a Dios! ¿Cómo no lo voy a comprender yo como obispo, cómo no lo voy a acompañar? No en nombre de principios, ¡qué va! Yo con los principios, en ese sentido, no sé qué hacer.  Lo importante son las personas que tengo delante. El Señor no me dijo que tenía que hacerme defensor de principios, en ningún sitio. Sí que me ha pedido acompañar a las personas, acompañarlas en su camino, en su vida» (sic).

El obispo Mons. Vesco, OP, declara que «el segundo matrimonio es tan indisoluble como el primero» (sic). Al parecer, exigirá como el primero una «fidelidad» perseverante.

El cardenal Kasper, en una entrevista, tratando de los divorciados vueltos a casar, afirmó de modo condescendiente: «¿Vivir como hermano y hermana?… Por supuesto, tengo un gran respeto por los que hacen eso, pero es una heroicidad y el heroísmo no es para el cristiano común». (sic)

El cardenal Marx, en la misma línea, también anticipó en unas declaraciones lo que insinúa la AL en la Nota (329), que «el consejo de abstenerse de las relaciones sexuales en la nueva relación aparece como irreal para muchos» (17-X-2015) (sic). Irreal, es decir, imposible. A lo que el cardenal Müller replicó (1-III-2016): «También pensaron eso los apóstoles cuando Jesús les explicó la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19,10). Pero lo que parece imposible para nosotros los seres humanos es posible por la gracia de Dios».

* * *

Afirmaciones como las precedentes, gravemente erróneas, pues admiten que permaneciendo en pecados mortales es posible estar en gracia de Dios, crecer en ella y recibir como ayuda la comunión eucarística, serían incomprensibles si se aplicaran a otra clase de pecadores, no a los divorciados vueltos a casar o a otras parejas «irregulares», sino a pederastas, traficantes de prostitutas, homicidas de la mafia, explotadores de los trabajadores, menospreciadores de los pobres, etc. Concretamente de éstos se dice en AL: «Cuando quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente» (186). Y es muy cierto.

¿Pero por qué no se aplica también esa nusna pastoral de «misericordia» a esos pecadores, diciendo, por ejemplo, que un empresario explotador de los necesitados, aunque siga explotándolos y viva en «una situación objetiva de pecado», aunque «no alcance plenamente el ideal evangélico», puede sin embargo «vivir en gracia y amar», y «crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello incluso la ayuda sacramental de la Iglesia»?

Podría algún malpensado suponer que para ciertos teólogos, a diferencia de esos otros pecados graves que he aludido –que sí son realmente mortales y hacen perder la vida de la gracia–,  el adulterio o el concubinato no son propiamente pecados mortales, sino que son más bien situaciones «irregulares» de vida en pareja, que «no realizan objetivamente en modo pleno el ideal propuesto por el Evangelio», pero que han de ser «acogidas, discernidas caso por caso», y «acompañadas en una actitud inclusiva, más que exclusiva». No son más que eso.

* * *

Por otra parte, las consideraciones «pastorales» citadas causan perplejidad sobre todo por su escasa afirmación de una verdad «doctrinal» muy importante: la posibilidad que los cristianos tienen siempre de cumplir los mandatos de Dios.

–Con la gracia de Dios, un cristiano casado puede vivir el matrimonio monógamo fielmente. Y normalmente podrá hacerlo, por gracia de Dios, con relativa facilidad e incluso gozo. Aunque pueda haber cruces considerables. Y en algunos casos, martirios extremos, como los que ocasionaron la santidad de las Beatas Elisabetta Canori Mora (+1825) o Victoria Rasoamanarivo (+1894). Todo lo pudieron con Aquél que los confortaba (Flp 4,13).

–Si la convivencia conyugal en casos extremos –trastornos psicológicos, por ejemplo– se hace desaconsejable, puede el cónyuge cristiano, sin quebrar por el divorcio su vínculo matrimonial y viviendo en castidad, separarse, incluso por sentencia eclesiástica (c. 104, 1692-1696). 

Si un cristiano casado y divorciado no puede restaurar la convivencia con su cónyuge por razones ajenas a su voluntad, podrá con la gracia de Dios arrepentirse, confesar, obtener el perdón sacramental y vivir en castidad, sin tener impedimento alguno para la comunión eucarística.

–Si un cristiano incurre primero en divorcio y después en adulterio, sea en unión civil o en mera convivencia, con la gracia de Dios podrá dejar de convivir en fornicación con quien no es cónyuge suyo, dando a los hijos y a otras cuestiones materiales las soluciones convenientes, las mismas que son dadas por tantísimos divorciados. Regresará así a la castidad, tendrá acceso al sacramento de la penitencia y también a la plena comunión con la Iglesia, que se logra en la Eucaristía. Todo, por gracia de Dios.

–Y si por graves circunstancias insuperables, que realmente sean graves, con frecuencia relacionadas con el cuidado de los hijos, conviene que la pareja adúltera prosiga su convivencia, con la gracia de Dios podrá vivirla no como esposos, sino como hermano y hermana. Esta convivencia en abstinencia y castidad, por supuesto, «no pone en riesgo una fidelidad» que no se deben el uno al otro, porque no existe un deber de fidelidad al pecado.

* * *

A la luz de la fe y de la doctrina católica los problemas más complejos tienen soluciones muy claras, ya dadas en la Escritura, la Tradición y el Magisterio apostólico. Es cuestión de poner en práctica esas soluciones, porque la gracia de Dios siempre puede y quiere concederlo. Todo cristiano recibe gracia de Dios para vivir como «hijo de la luz», no de las tinieblas (Mt 5,14-16). El que recibe a Cristo para que viva en él, vive en la luz de Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8,12). Ahí van, pues, unos cuantos rayos de luz potentísimos:

–Concilio de Trento, fragmentos del Decreto de la justificación (1547):

«Por más que esté justificado, nadie debe considerarse libre de la observacia de los mandamientos; nadie debe recibir aquella voz temeraria y prohibida por los Padres bajo anatema, de que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar para el hombre justificado. “Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas” (S. Agustín), y ayuda para que puedas. “Sus mandamientos no son pesados» (1Jn 5,3), “su yugo es suave y su carga ligera” (Mt 11,30). Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo, y los que lo aman, como Él mismo atestigua, guardan sus palabras (Jn 14,23); cosa que, con el auxilio divino, pueden ciertamente hacer (Denz 1536)…

«Los justos [los evangelizados y bautizados] deben sentirse tanto más obligados a andar por el camino de la justicia, cuanto que, “liberados ya del pecado y hechos siervos de Dios” (Rm 6,22), “viviendo sobria, justa y piadosamente” (Tit 2,12), pueden adelantar por obra de Cristo Jesús, por el que tuvieron acceso a esta gracia (Rm 5,2). Porque Dios, a los que una vez justificó por su gracia “no los abandona, si antes no es por ellos abandonado” (S. Agustín) (1537).

«Así mismo, nadie debe lisonjearse a sí mismo en la sola fe, pensando que por la sola fe ha sido constituido heredero y ha de conseguir la herencia […] Porque aun Cristo mismo, “siendo hijo de Dios, aprendió por las cosas que padeció la obediencia y, consumado, fue hecho para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Heb 5,8ss). […] Igualmente el príncipe de los apóstoles Pedro: “Andad solícitos, para que por las buenas obras hagáis cierta vuestra vocación y elección; porque, haciendo eso, no pecaréis jamás» (2Pe 1,10)» (1538).

–San Juan Pablo II:

«Suponer que existan situaciones en las que no sea posible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del amor conyugal, equivale a olvidar esta presencia de la gracia que caracteriza la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no le es posible» (17-IX-1983).

* * *

En fin, afirmar que la gracia de Dios no hace posible abandonar una vida de pecado grave es una forma de apostasía. Es negar la victoria de Cristo, «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1.29). Es dudar del poder que el Salvador tiene para salvar realmente hombre pecador. Es considerar una fanfarronada sus palabras: «En el mundo tendréis luchas, pero ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Porque «ésta es la caridad de Dios, que guardemos sus mandatos. Sus preceptos no son pesados, porque todo el engendrado de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1Jn 5,3-4).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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